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¿Qué organización para qué estrategia? Poder popular, herramienta política y estrategia socialista


Contrahegemonia
El concepto de “poder popular” se ha convertido en un significante clave para las nuevas vanguardias y movimientos populares que se desarrollan en nuestro continente. A mitad de camino entre categoría estratégica y marca identitaria, este concepto recoge el hilo libertario y anti-burocrático presente en la tradición marxista y el movimiento socialista desde sus orígenes: la referencia a la auto-actividad y al poder independiente de la clase obrera (Marx: la emancipación de los trabajadores será obra de ellos mismos), la crítica a todo sustituismo o jacobinismo en la estrategia revolucionaria (Luxemburgo: “históricamente los errores cometidos por un movimiento verdaderamente revolucionario son infinitamente más fructíferos que la infalibilidad del comité central más astuto”), la necesaria autonomía de los organismos de masas (defendida ya por Lenin en el debate sobre la independencia de los sindicatos en el contexto del emergente Estado obrero soviético), o la imprescindible preparación ideológica, cultural y social que requiere todo proceso de transformación radical (tal como está indicado en el concepto de hegemonía surgido de los debates de la Internacional Comunista y profundizado por Gramsci).
En la historia latinoamericana, el concepto de poder popular nos remite inmediatamente a las luchas protagonizadas por los sectores populares chilenos en el marco del proceso de radicalización social abierto en los tempranos ’70, desarrollado sobre la base de una dialéctica abierta con el Gobierno de la Unidad Popular. Organismos obreros y populares, tales como las juntas de abastecimiento y los cordones industriales, funcionaron como un apuntalamiento desde abajo de un proyecto político con una dirección reformista de izquierda pero con elementos abiertos de transición hacia el socialismo. Esta experiencia presenta varias simetrías con algunos procesos latinoamericanos actuales (Venezuela y Bolivia) que lo vuelven una referencia para pensar una reformulación de la estrategia socialista para el actual periodo. Era decisivo allí percibir el rol progresivo que tenía el Gobierno y descartar por improcedente el vanguardismo sectario de intentar acometer de frente contra el “reformismo gubernamental” basándose en una táctica de “desenmascaramiento” que pretendiera reproducir en condiciones muy diferentes la política de los bolcheviques contra el Gobierno Provisional. Pero igualmente ilusorio era descansar en la vía gradualista y reformista de la dirección de la UP, abierta a compromisos con las fuerzas reaccionarias y reacia a la toma de medidas de enfrentamiento necesarias para la etapa. Es destacable, en este sentido, el papel jugado por el MIR, encabezando una política de apoyo crítico al gobierno de la UP, capaz de defender las conquistas, resistir los retrocesos y recaídas conservadoras y a la vez apostando a la construcción de organismos independientes que sedimentaran las condiciones para una ruptura decisiva con el Estado burgués. Las contradicciones de la política dialoguista de Allende, junto con la furiosa contraofensiva imperialista, marcaron dramáticamente las limitaciones del proyecto y la contundente derrota del proceso en curso. Sin embargo, ello no basta para desestimar en bloque la hipótesis estratégica llevada a cabo por el MIR y otras organizaciones populares.
Con estas connotaciones más o menos tácitas, la referencia al poder popular aparece antes que como matriz de una nueva con stelación estratégica, como un gesto de compromiso con la tentativa de superar los límites del “socialismo de Estado” que conocimos el siglo pasado. Más una sana intuición, entonces, que una categoría teórica completamente desarrollada. Corresponde al actual ciclo de luchas clarificar e intentar dar contornos más definidos a la reformulación del proyecto emancipatorio que comenzó a entreverse en las luchas del último periodo. Y, sobre todo, es preciso separar la amalgama entre la estrategia-del-poder-popular y las tendencias anti-políticas, espontaneístas y horizontalistas extremas con las que surgió dialogando –así como conservar los momentos de verdad que portaban estas concepciones en su reacción tanto contra el socialismo burocrático y sectario de la izquierda tradicional, como frente a los compromisos reformistas de la socialdemocracia. Dice Bensaïd:
Como sucede después de las grandes derrotas (como ha ocurrido en la década de 1830 bajo la Restauración), se produce lo que yo llamo un momento utópico, un momento de fermentación, de experimentación, un momento de tanteos. Es lo que ha ocurrido a fines de los años ’90, especialmente en el movimiento altermundista: una efervescencia utópica necesaria, pero acompañada de un discurso simplificador que contrapone el «buen» movimiento social a la «sucia» política” (Bensaïd, 2009).
Este “momento utópico” que caracterizó al reinició de las luchas sociales a principios de siglo recurrió, aunque no de modo consciente, a una imagen con larga historia en el marxismo: la de un lazo social más allá de la alienación y de toda opacidad. Buena parte de los escritos de juventud de Marx alientan la idea mítica del comunismo como una sociedad trasparente liberada del Estado, la representación y la política. Esta concepción se vincula con la recepción por parte de Marx de los tópicos del idealismo alemán – autonomía, conciencia, autorreflexión – y, más precisamente, con el intento de reformular en términos “materialistas” la filosofía de la historia hegeliana: la idea de que al final de la historia, luego de un duro trayecto por diferentes formaciones sociales clasistas, nos aguardaría la sociedad transparente y reconciliada consigo misma. La particularidad de las concepciones neo-libertarias de principios del siglo XXI es que perdieron el escrúpulo de proyectar hacia un tentativo fin de la historia esa posible reconciliación de lo social y lo trajeron hacia el presente: así es preciso entender, por ejemplo, el “comunismo sin transición” de Negri y la pretensión de construir “aquí y ahora” islotes de socialismo al interior de la sociedad burguesa.
Los actuales tanteos estratégicos que se entrevén en la referencia al “poder popular” surgen en debate e interrelación con estas concepciones. En la asunción activa de un legado – en el caso de Argentina, el del ciclo de luchas iniciado en 2001, con sus preocupaciones y búsquedas – se esconde una operación crítica, un cribado entre aquellos elementos cuya continuidad se afirma y aquellos que se pretende dinamizar, cuestionar o abandonar. Esta operación crítica y reflexiva, a la vez que se asienta sobre la práctica desplegada en los últimos lustros por los movimientos sociales de la aún incipiente nueva izquierda argentina, forma parte de un ciclo más amplio de reelaboración estratégica del proyecto socialista. El desafío de la nueva izquierda no es sólo proseguir (y reformular) la herencia de los movimientos de resistencia al neoliberalismo. Después del fracaso de los “socialismos reales”, debemos vérnoslas con la evolución hacia formas de “despotismo burocrático” de la mayoría de las experiencias revolucionarias del pasado; al mismo tiempo sin oponerles de modo ingenuo y reduccionista el espontaneísmo o el horizontalismo estricto. Nos proponemos entonces mostrar que ciertas críticas a la representación política, a la organicidad y al Estado obturan el desarrollo consistente y sólido de una estrategia anti-capitalista, en la medida en que no pueden tramitar la conflictividad humana como dimensión irreductible de cualquier forma de organización social. Nos preguntaremos, pues, por el rol del conflicto y la representación políticos en el desarrollo del poder popular, la organización y la estrategia socialista.
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Críticas a la representación política y poder popular
Luego de una fuerte hegemonía en el activismo surgido a principios de siglo, las tesis vinculadas a la idea de “cambiar el mundo sin tomar el poder” han envejecido rápidamente. Sin embargo, adeudamos un balance meditado sobre los núcleos de “buen sentido” de estas concepciones y, sobre todo, sobre la influencia subrepticia que todavía ejercen sobre muchas de las concepciones presentes en los movimientos de la “nueva izquierda”.
La concepción de Holloway sobre el poder y las tesis de Negri y Hardt sobre la “multitud” como sujeto político del cambio social, apuntan a una producción de lo común no mediada por la lógica de la representación. Las partes de la multitud, por caso, no están aisladas en la medida en que mantienen entre sí una serie de vínculos cambiantes. Sin embargo, su unidad no les viene dada por un universal trascendente, de modo que su “politicidad” no exige instancias y vinculantes centrales de decisión. Lo común se gesta inmanentemente en forma de red, mediante relaciones horizontales entre las partes y sin subordinación a una instancia superior trascendente. Las distintas “partes” del cuerpo de la multitud se relacionan entre sí de maneras variables, formando nodos transitorios en una dinámica que carece de centro. Lo común, entonces, se diferencia de “lo mismo”. Las partes de la multitud existen en común por la serie de vasos comunicantes que se trazan entre ellas horizontalmente sin que ninguna instancia central (y por ende “jerárquica”) las conmine a “hacer lo mismo”. Lo común se identifica con los lazos móviles y horizontales entre partes y no con la toma de decisiones vinculantes desde una instancia central (incluso si esa instancia central fuera “democrática”, asamblearia, etc.). De aquí la distinción que establece Negri, muchas veces inadvertida, entre la “democracia absoluta” – es decir un régimen donde lo social absorbe a lo político y no existe separación de ningún tipo de superestructura decisional – y la “democracia directa” – una forma que puede adoptar esta superestructura, entendida como la implicación plenaria de todos los involucrados en las decisiones.
Este espontaneismo tiene una historia larga en la filosofía política y el marxismo y suele remitirse a dos fuentes alternativas y a veces complementarias: o bien se considera que una determinación externa a la acción política de los hombres (como las anónimas fuerzas productivas) “hace todo el trabajo” o bien se postula metafísicamente cierta armonía preestablecida, cierta bondad originaria inhibida del sujeto social, de modo que sólo hace falta despojarse de las instituciones que, rousseneanamente, estropean la bondad, el “comunismo” natural de las masas. Podremos encontrar los trazos de estas concepciones en el propio pensamiento de Marx, cuando en su juventud postula una genericidad humana reprimida por la sociedad de clases y el “estado abstracto”, pero también cuando, en su madurez, adhiere a un fuerte optimismo sociológico por el cual se cree que el propio desenvolvimiento capitalista simplifica la estructura social, homogeneiza a la clase obrera y hace madurar objetivamente las condiciones para la futura autogestión generalizada propia del socialismo.
La escasa proyección política de los planteos que reseñamos es manifiesta. Sin embargo, la revalorización de la representación y de la organicidad no puede hacerse únicamente en términos instrumentales o tácticos. Si fuera así, no se rompería con la idea de que la más genuina prefiguración del socialismo implicaría abandonar toda forma de representación política. Se supone, en otras palabras, que socialismo y poder (el poder supuesto en cualquier unidad orgánica) son contrapuestos radicalmente. Pero, como parece improbable que se pueda ganar la batalla contra el capital sin ningún tipo de construcción orgánica, se acepta la necesidad de hacer algunas concesiones. Este tipo de razonamiento, ampliamente extendido, es doblemente peligroso. Primero, presupone un horizonte utópico desmedido: el socialismo como sociedad inmediatamente armónica, no necesitada de mediaciones político-institucionales. Segundo, porque paradójicamente abre el campo para el burocratismo al concebir el trato con relaciones de poder de un modo meramente instrumental y opuesto a los objetivos estratégicos, inhibiendo posibles criterios evaluativos que permitan orientarse entre las necesarias mediaciones político-institucionales y delimitarlas de las cristalizaciones burocráticas. Argumentar a favor de la necesidad de articulaciones orgánicas como un imperativo de la lucha táctica, desconociendo su necesidad prefigurativa, facilita el riesgo de la deformación burocrática.
En esta ocasión presentamos una reflexión alternativa a la meramente instrumental. Entendemos que la apuesta por el poder popular supera sanamente la inorganicidad de los planteos espontaneístas. Pero también creemos que se juegan en ello aspectos estratégicos, que hace a la prefiguración del socialismo antes que a exigencias tácticas e instrumentales. Intentaremos mostrar que planteos como el de Negri y Hardt no pueden dar cuenta de la inevitabilidad del conflicto en la sociedad humana, ni de la consecuente necesidad de instituir instancias decisoras centrales y orgánicas en cualquier sociedad.
Hablamos de representación política u organicidad allí donde las decisiones tomadas en forma centralizada (por la instancia representativa, sea individual o colegiada) son vinculantes para los particulares. La representación política siempre supone cierto grado de reducción de la diferencia a la identidad, es decir, cierta subordinación de los particulares a una unidad relativamente trascendente. La representación es, pues, la instancia en que todas las partes de un colectivo aceptan someterse unitariamente a una decisión o determinación común. La toma de decisiones de conjunto, de carácter vinculante para los grupos particulares, constituye al concepto de la representación (es indiferente, en este nivel de abstracción, que la instancia decisora sea individual o colegiada). La representación no se identifica necesariamente con la delegación de la toma de decisiones en una persona física.Representación es en cambio la operación constitutiva de un conglomerado humano que acepta actuar de conjunto. Michael Löwy, en su crítica a Holloway, da un buen ejemplo de lo que queremos decir:
Empecemos con un ejemplo muy simple: un grupo de diez personas se encuentran en un cuarto pequeño con una ventana pequeña para hablar sobre el libro de John Holloway. Algunos de ellos no son fumadores y otros sí lo son. Hay una discusión sobre si se debería permitir o no fumar, y hay desacuerdos. ¿Cómo resolverlos? Sólo existen tres soluciones: 1) La ley del más fuerte: algunas personas, que son más grandes o tienen un palo grande, imponen su poder sobre los demás. Por supuesto, esto no es lo que queremos… 2) Consenso: continuar con la discusión hasta que todos se pongan de acuerdo sobre la misma solución. Ésta es la situación ideal, pero no siempre funciona. 3) Todos se ponen de acuerdo en tener una votación y la mayoría decide si se permite o no fumar. La mayoría tiene poder sobre la minoría. No un poder absoluto: tiene límites y tiene que respetar a la dignidad de los demás. Pero, aún así, tiene poder sobre. Desde luego, la minoría puede siempre dejar el cuarto, pero ésta también será una forma de reconocer el poder de la mayoría. Puedes aplicar la misma lógica a todo tipo de comunidades humanas, incluidos los pueblos zapatistas” (Holloway y Löwy 2002-2003).
El argumento de Löwy señala el límite con que se encuentra todo intento de fundar una política no representativa o inorgánica. Ese límite es el conflicto, es decir, la instancia en que las aspiraciones recíprocas de las partes divergen y no puede hallarse una solución que satisfaga a todas. El ejemplo es interesante, además, porque el problema no surge por consideraciones técnicas ligadas al número de personas o la distancia geográfica. El conflicto puede darse en todo su vigor intensivo, aún en grupos pequeños. Simplemente, las personas en un cuarto no pueden fumar y no fumar a la vez. Si se deja la situación librada a cada parte y se permite fumar a algunos, se obliga a otros a respirar el desagradable humo. Si se preserva a estos últimos, se prohíbe fumar a los otros. El conflicto presenta una lógica de “suma cero” o “sábana corta” donde no pueden ganar todos. Si unos obtienen lo que quieren, otros deben perderlo (o, siguiendo con la metáfora de la sábana, si uno consigue taparse, tiene que destapar al otro). No resulta difícil acordar con Löwy en que es imposible imaginar una comunidad humana donde estas instancias conflictivas o de “suma cero” no se presenten. Los conceptos de multitud y de poder-hacer o flujo del hacer, con su apuesta a una coordinación espontánea, inmanente, inorgánica y no-representativa de las partes sociales, no parecen darnos elementos para lidiar con las situaciones de conflicto. Estas situaciones exigen lógicamente el paso a instancias representativas (que pueden, y es deseable que sean, democráticas, pero no por eso dejan de ser representativas) como única alternativa a la nuda fuerza.
El conflicto se estructura en una peculiar tensión entre identidad y diferencia. Cuando todos estamos de acuerdo, es manifiesto que no hay conflicto. Cuando no estamos de acuerdo pero es posible que cada uno haga lo que quiere, tampoco hay conflicto. El conflicto se distingue de la mera diferencia porque es una diferencia en torno a lo mismo, una no-coincidencia en lo común. Volviendo al ejemplo del grupo de estudios, si todos quisieran fumar no habría conflicto alguno, pero tampoco lo habría si la reunión se diera (por caso) mediante internet desde cuartos separados. El problema surge cuando algunos quieren fumar en el mismo cuarto que otros, que no toleran el humo. La conflictividad es la emergencia de un diferendo en lo común o la puesta de lo común en cuestión. Esta diferencia en lo común no puede despacharse sin el tránsito traumático por la experiencia de una pérdida. Hay conflicto porque es imposible la satisfacción plena de todos, porque la coexistencia plural no se vive sin menoscabo. El conflicto atestigua la imposibilidad de convivir con otros sin deponer la autonomía radical de cada uno, esto es, la necesidad de socializar una pérdida para existir en común.
La representación política, implicada aún en la democracia directa, se alza sobre el hiato insalvable entre lo particular y lo universal. Ese hiato funda un concepto de lo “común” de mayor intensidad, que no remite a una mera red horizontal de articulaciones inmanentes y contingentes, sino que incluye la toma de decisiones de conjunto, orgánicamente, en instancias centrales con primacía sobre los particulares. La construcción de poder popular supone siempre una vertebración política que no se agota en la proliferación de devenires o experimentaciones singulares descentralizados.
Entendemos que el concepto de poder popular se monta sobre el carácter paradójico de la representación democrática. La representación democrática es paradojal porque evidencia que la sociedad no coincide consigo misma, que la estructuración política de la coexistencia humana excede la mera yuxtaposición de una multiplicidad de elementos, pero a la vez no se encarna en una persona física trascendente. Representación democrática es el acto por el cual el conjunto de un conglomerado humano delega la toma de decisiones en el propio conjunto. La sociedad se desdobla, se reduplica en la representación, componiendo su propia trascendencia: todos delegan la toma de decisiones en todos. Pero ese todos es, en alguna medida, fallido, en tanto la unidad orgánica supone una cierta institucionalidad separada que complete políticamente el edificio social. La utopía rousseneana de la identidad homogénea de la comunidad es imposible. Cada uno acepta, entonces, el carácter vinculante de las decisiones tomadas conjuntamente. En ello radica la delegación: las partes políticas deponen su autonomía a favor del conjunto. Sin embargo, esa delegación no se corporiza en un individuo o grupo que monopolice la toma de decisiones sino que el monopolio pertenece al conjunto, aunque la forma política del conjunto supone constitutivamente una delegación de poder. La representación democrática permite tramitar el conflicto en la medida en que asume el carácter no-coincidente de la sociedad consigo misma, introduciendo esa no-coincidencia en cierta forma de institucionalidad.
Negarse a aceptar la representación política es suponer que el conflicto no se va a presentar nunca en la sociedad (o incluso en el interior de una organización), o sea, que los hombres somos lo bastante dóciles o lo bastante parecidos para ponernos siempre de acuerdo. Las implicancias totalitarias de esa presunción son manifiestas. No querer perder nunca nada, no estar dispuestos a deponer la autonomía radical de cada parte (individuo o grupo) en favor del todo es negar el conflicto y por lo tanto la diferencia en sentido fuerte (como diferencia en torno a lo común y no mero particularismo atomístico).
Lo anterior significa que necesitamos dejar de pensar la prefiguración del socialismo bajo la matriz utópica que proyecta una sociedad sin conflictos, espontáneamente armónica. Asumir formas orgánicas de representación política es una necesidad para la construcción de prácticas prefigurativas estratégicamente más solventes, que puedan asumir la inexorabilidad del conflicto aún más allá de las sociedades de clase y su antagonismo característico. El espontaneismo confunde la crítica del capital con la crítica de la representación política sin más. Sin embargo, ambas críticas pueden y deben separarse. Mientras que el capital articula un modo de producción históricamente determinado, guiado por el imperativo de reproducir la ganancia y sometido a una dinámica fetichista y ciega; la representación política tiene un alcance histórico sumamente ambiguo y amplio (existió antes del capitalismo y probablemente siga existiendo después). Esto se debe a que el nervio conflictivo de la sociedad humana es transhistórico: es imposible construir una sociedad donde los hombres no entren en diferendos en torno a su vida en común. Los antagonismos objetivos del capital, basados en el carácter contradictorio de la economía del plusvalor, tienen en cambio una factura histórica precisa, ligada a los últimos siglos de historia europea y mundial. La crítica al capital necesita dejar de orientarse por la promesa de un más allá de la historia que absorba la mediación política en la inmanencia de lo social y asumir la condición límite del conflicto humano como insuperable.
El conflicto, entonces, lesiona el lazo social y establece la grieta irreductible entre lo social y lo político. En todas las utopías libertarias y espontaneístas subyace la pretensión de disolver lo político en lo social, superando la herida constitutiva de la sociabilidad. Estas concepciones implican una visión armónica y homogénea del sujeto social, que no necesita instituciones o mediaciones políticas dado que la “democracia absoluta” (o el comunismo) se traba en sus propios vínculos espontáneos.
Esto nos lleva a repensar la idea misma de emancipación, más allá de los marcos trazados por Marx en La cuestión judía (“toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo”, Marx, 2004: 31). Una idea de emancipación que evite las ilusiones espontaneístas de la reunificación orgánica de lo social puede entenderse como la profundización radical de la irresoluble interrogación democrática, que esté más allá del totalismo ciego de la lógica del capital, pero no más allá de las indispensables coagulaciones institucionales de la representación política. No se trata de disolver lo político en lo social – utopía imposible y reaccionaria que se expone a devenir en una “estatización burocrática de la sociedad” – sino, al contrario, de expandir el campo democrático de la política. La emancipación social no se opone sino que profundiza y extiende esa “emancipación política” que Marx entendía, sin desdén, como un enorme progreso (Marx, 2004). Esto supone entonces despojarse de la noción de emancipación plena en el sentido de una transformación absoluta de la sociedad que salvaría el hiato constitutivo del lazo humano. La pérdida de la inmediatez con la naturaleza y el mundo exterior, característica del hombre y su existencia simbólica, borra toda tentativa de plenitud del horizonte de la vida social. El poder, la heteronimia, las instituciones son constitutivas del lazo social. Pero esto no compele a abandonar el proyecto emancipatorio, sino que exige – como pretendió Marx con su esfuerzo materialista – refundarlo y reinventarlo sobre bases secularizadas de todo idealismo.
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¿Qué estrategia para qué sociedad? ¿Qué or ganización para qué estrategia?
Superar la inorganicidad de las particularidades que no traban mediaciones articuladoras nos devuelve al viejo problema de la “centralización”. La democracia y una cierta centralización necesaria, no solo no son antinómicas (como se cree demasiado a menudo), sino complementarias. Son en realidad la condición una de la otra. “De una parte, porque importa, en democracia, que la discusión tenga un contenido, que conduzca a una decisión que comprometa a los participantes, sin lo que se limita a una simple charla de café o a un intercambio de opiniones tras el cual cada cual se queda como está. De otra parte, porque hacer conjuntamente lo que se ha decidido es la única forma de probar su justeza o de corregir sus errores. Es un principio elemental de responsabilidad, ya que es imposible sacar colectivamente el balance de orientaciones que no se ha siquiera intentado aplicar colectivamente, cada cual quitándose de encima entonces la responsabilidad de los fracasos. En fin, porque la política es una cuestión de correlación de fuerzas, y no solo de pedagogía, y es indispensable en ciertos casos influir con todas las fuerzas en un punto para hacer que las líneas se muevan. Esto tanto más cuanto que vivimos en una sociedad sometida a relaciones de dominación materiales e ideológicas, en la que la lucha se da con armas (muy) desiguales” (Bensaïd, 2008).
Todo esto no dice nada respecto a los “procedimientos democráticos” de una organización, ni sobre el grado de delegación. Bien podría tratarse, todavía, de una asamblea que resuelva por voto directo. Esto nos lleva al segundo aspecto caro a las nuevas experiencias organizativas: el “consensualismo”, si se permite la expresión, es decir detener las acciones conjuntas e, incluso, la deliberación, allí donde se evidencia divergencias irreductibles. La organización se pone el techo de los amplios consensos y se inhibe de avanzar en terrenos con opiniones divididas. La centralización supone (más allá de los casos excepcionales de acuerdo total) la necesidad de resolver sobre la base de un criterio democrático, esto es, de soberanía mayoritaria. El “consensualismo”, en definitiva, no es más que otra expresión de la fragmentación posmoderna: las articulaciones –puntuales, limitadas– se reducen a los acuerdos unánimes, imposibilitando el avance en una experiencia común sobre la base de criterios democráticos en la toma de decisiones.
Tomarse con seriedad esta tarea implica comprometerse con la rehabilitación y reformulación en nuevas condiciones de lo que para buena parte del nuevo activismo sigue siendo la “bestia negra” de la política revolucionaria: la “forma-partido”. Como solía repetir Daniel Bensaïd:
Una política sin partidos (como quiera que se llamen: movimiento, organización, etc.) termina, en la mayoría de los casos, en una política sin política: ya sea en un seguidismo sin objetivos a la espontaneidad de los movimientos sociales, o en la peor forma de vanguardismo individualista elitista, o finalmente en una represión de lo político en favor de lo estético o lo ético” (Bensaïd, 2002).
Cuando hablamos de la “forma partido” o de organización política, pensamos especialmente en 1) la necesidad de centralización y representación democrática en la toma de decisiones y 2) el reconocimiento de que no existe, y probablemente no existirá nunca, la “unidad espontánea” de toda la clase en un único movimiento social basado en procedimientos de carácter consejista. El partido no es una forma eterna que se reproduce inalterable a lo largo de la historia: hablar de partidos en la tradición socialista es referirse a un conjunto heterogéneo que incluye a las primeras organizaciones obreras del siglo XIX, los grandes partidos socialdemócratas previos a la guerra mundial, el bolchevismo, los grupúsculos políticos del 68 europeo, las organizaciones político-militares latinoamericanas e incluso algunos “movimientos sociales” actuales que se asumen crecientemente como organizaciones orientadas hacia tareas esencialmente políticas. Las actuales discusiones sobre la “forma-partido”, la crítica a la burocratización y el rechazo a la centralización, no son una novedad en el movimiento socialista. Más allá de lo abusivo de ciertas críticas, éstas señalan dificultades reales de la práctica política y puntos ciegos de la teoría marxista a atender cuidadosamente por parte de cualquier intento serio de renovar las aspiraciones emancipatorias. Es recurrente en la historia del movimiento obrero que en paralelo a la degeneración burocrática de organizaciones políticas o experiencias revolucionarias surjan como reacción concepciones ingenuas que, apelando a algún tipo de unificación espontánea de las luchas sociales, buscan volver superflua la mediación estrictamente política, esto es, el paso por estructuras representativas y lógicas centralistas. Cuando hablamos de rehabilitar la noción de partido (o algunos de sus componentes) no pretendemos volver a las peores formas del vanguardismo autoproclamatorio, sino que señalamos la necesidad de que la nueva izquierda anticapitalista termine de desembarazarse de los remanentes que aún le queden de espontaneísmo y horizontalismo despolitizantes. Si bien es comprensible el recelo ante la organización partidaria, resulta excesivo responsabilizar a la “forma-partido” como tal del devenir burocrático de las tentativas revolucionarias del siglo pasado. La tendencia a la burocratización se asienta, más bien, en fenómenos de largo alcance histórico, como son la autonomía del campo político, la dinámica de la división social del trabajo y la creciente complejidad de las sociedades modernas. Las organizaciones sin estructuras estables no están más a salvo de las cristalizaciones burocráticas que los partidos políticos (Freeman, 2004). Esto no significa que las formas organizativas de las que se doten las clases subalternas sean neutras respecto a sus resultados. Luego de un siglo de miserias burocráticas surgidas desde el seno de las tentativas revolucionarias, debemos advertir que la más amplia democracia y la auto-actividad popular han de ser el fundamento de cualquier proyecto de emancipación.
El rechazo del burocratismo por parte de la nueva izquierda anticapitalista muchas veces lleva también a la visión ingenua según la cual la clase trabajadora podría organizarse masivamente sólo por una ampliación o difusión de organismos asamblearios directos, sin pasar por la mediación de los agrupamientos ideológicamente diferenciados. Como si la organización del pueblo trabajador se pudiera resolver creando un gran “soviet de soviets”, una coordinación o centralización generalizada de consejos o asambleas, donde los agrupamientos políticos se disolvieran en la participación masiva y espontánea de compañeros y compañeras. Encontramos nuevamente una visión “roussoneana” de la democracia: en la asamblea donde se constituye la voluntad general no puede haber subgrupos ni fracciones. Cada miembro debería asistir a la asamblea como individuo “suelto”, no contaminado por la propaganda política de corrientes, tendencias o facciones. La experiencia histórica muestra que esa aspiración roussoneana es extremadamente ingenua: los hombres siempre disputan entre sí (incluso cuando comparten los lineamientos de un proyecto común) y se organizan en tendencias, corrientes, partidos y fracciones de todo tipo para motorizar esa disputa. No existe una asamblea espontánea de trabajadores inmaculados de corrientes de opinión diversas, conflictivas e incluso contrapuestas. Aceptar de pleno derecho el plano de la lucha política significa, también, comprender que las clases subalternas no se manifestarán nunca en una expresión unitaria y políticamente neutra, sino en una pluralidad de herramientas organizativas políticamente diferenciadas, que deberán buscar la unidad a partir de procedimientos sanos de confluencia-y-competencia, sin aspiraciones ingenuas a la composición sin diferenciaciones.
No podemos entender a la “burocracia” como la mera cuota de pasividad y opacidad que comporta toda institución y organización social. Esta “alienación” es constitutiva de la vida social, pero no implica necesariamente una inhibición de la auto-organización ni una deformación autoritaria. Lo que sí debemos combatir, a sabiendas de las desviaciones burocráticas del siglo pasado, es la consolidación de direcciones políticas que se orienten por sus propias necesidades, autonomizando sus comportamientos según intereses que escapan a todo control democrático. Eso es la “burocratización”: la aparición de una elite dirigente que se preocupa más por sus propias necesidades de conducción (por mantenerse en el poder, por conservar privilegios) que por ocupar un momento funcional y subordinado a la auto-construcción organizativa de los sectores populares. Ahora bien, la representación política no conlleva como tal la burocratización, aunque la frontera entre una y otra no sea estable ni siempre fácilmente discernible. Hay formas de representación que hacen posible la auto-constitución del sujeto popular. El desarrollo subjetivo y organizativo de las clases subalternas supone, es obvio, una extensión de su participación democrática sobre la vida social. Intentando radicalizar este contenido mínimo de toda perspectiva emancipatoria, muy usualmente se ha intentado establecer entre la participación directa y la representación una incompatibilidad estricta propia de dos lógicas contradictorias. Para recusar esta simplificación hay que mostrar que, por el contrario, entre una y otra no hay necesariamente una relación de “suma cero”. Ciertas formas de delegación y representación son la apoyatura y la condición de la participación directa y el empoderamiento de los sectores subalternos. Es justamente el caso de los sectores populares en lucha cuando se arman de organizaciones democráticas –sean sindicatos, movimientos o partidos. Estos incluyen una cierta disciplina, división de tareas y formas representativas, pero funcionales a la auto-constitución democrática del sujeto popular. Como dice Alain Badiou: “los que no tienen nada –poder, dinero, medios– sólo tienen su disciplina como posibilidad de fuerza”.
El carácter ineludible del conflicto no tiene solo consecuencias sobre las formas organizativas, sino también sobre las propias hipótesis estratégicas y sobre el modelo de sociedad al que aspiramos. Partir de la irreductibilidad del conflicto en la vida social exige abandonar “las ilusiones que hacen creer a algunos que una democracia directa, una brusca epifanía o iluminación de lo social, sería capaz de arreglar los problemas del poder y la política” (Vincent, 1999). Descartada la apelación simplista a la democracia directa generalizada debemos asumir seriamente la necesidad histórica de alumbrar una democracia socialista, que pueda sortear la incapacidad de las experiencias revolucionarias del siglo pasado para enfrentar el fenómeno burocrático. Abandonar una hipótesis consejista ingenua conduce también a una conclusión en el plano estratégico: una futura situación de dualidad de poderes no puede concebirse en total exterioridad respecto a las instituciones pre-existentes. El Estado no es una realidad monolítica a la que podemos oponerle en bloque el contra-Estado de los organismos soviéticos, como su exterior absoluto. La ruptura revolucionaria necesita desembarazarse de las viejas instituciones y construir otras nuevas, pero el proceso de constitución de un nuevo poder no es absolutamente exterior a las instituciones de la democracia burguesa, sobre todo en los países con consolidadas tradiciones parlamentarias y estados “hegemónicos” relativamente vigorosos. “Un proceso de confrontación y de dualidad de poderes atraviesa también crisis y fracturas de las viejas estructuras institucionales existentes. Los viejos cascarones incluso pueden convertirse en el envoltorio de nuevos poderes” (Sabado, 2006).
Esta dialéctica reaparece en los diferentes procesos revolucionarios. En la “Comuna de París”, por ejemplo, el viejo ayuntamiento (comuna) renace con el influjo de la movilización popular, convirtiéndose en un organismo de doble poder. También es un ejemplo el vínculo, aunque breve, establecido entre el poder soviético y la asamblea constituyente en Rusia. Durante el proceso chileno vinculado a la Unidad Popular, las Juntas de aprovisionamiento de los barrios populares y los cordones industriales – la coordinación territorial de los sindicatos – se convirtieron en un punto de apoyo para la emergencia de organismos de poder popular surgido desde instituciones creadas por la central sindical o los poderes públicos, en el contexto de una enorme presión y movilización sociales. Esta característica de los procesos de dualidad de poder en las sociedades contemporáneas no ha dejado de profundizarse en las últimas experiencias revolucionarias: a la ya clásica referencia a la Unidad popular chilena, podemos agregar los ejemplos de la revolución de los claveles en Portugal o, más actual, del proceso bolivariano en Venezuela. La combinación de experiencias de auto-organización popular junto a la ocupación de posiciones en el marco de la democracia burguesa y la inevitable confrontación consiguiente con la contra-revolución, parecen ser coordenadas posibles para un proceso revolucionario en las actuales condiciones sociales y políticas. Hay que agregar –aunque un análisis exhaustivo excede las posibilidades de este texto– que si estos procesos de auge de masas se desarrollan en el contexto de ausencia de una alternativa revolucionaria con peso real, plausiblemente sean hegemonizados por direcciones reformistas o nacionalistas que, pese a sus limitaciones y contradicciones, pueden jugar un papel positivo en tanto impulsen una ruptura, aunque parcial, con el imperialismo y los sectores dominantes sobre la base de la movilización popular. En estos procesos es la misma institucionalidad democrático-burguesa la que se vuelve el marco inestable donde se dirimen los ascendentes enfrentamientos de clase y se expresa la radicalización política de las masas durante un periodo más o menos prolongado. En procesos de estas características es inevitable la relación tirante y compleja entre las direcciones de estos procesos, nacionalistas o reformistas, y los sectores revolucionarios que se proponen una ruptura decisiva con el Estado burgués. Una estrategia socialista para ser tal debe desarrollarse evitando un doble peligro: por un lado, el vanguardismo sectario que se desprende del desarrollo subjetivo y organizativo de los sectores populares; por el otro, la adaptación populista a la dirección de estos procesos.
No poder descansar en la referencia ingenua a un momento transparente de democracia directa para la sociedad pos-revolucionaria conduce a una reexamen sobre el papel y las potencialidades de algunas de las instituciones de la democracia representativa (la existencia de asambleas legislativas, el sufragio universal, el pluripartidismo, el estado de derecho) que no pueden seguir entendiéndose simplemente como “la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo” (Lenin, 2006). La democracia socialista no debiera proceder necesariamente a la supresión de todas las instituciones surgidas en buena medida como conquistas de las luchas populares, sino apuntar a su radical “realización y negación”, al desarrollo máximo de su potencial democrático y anti-autoritario, contra la mera formalidad a la que la reduce la sociedad capitalista. La constitución de un “poder público” que no está fusionado con una posición social directa (a diferencia de las sociedad pre-capitalistas donde no existía un poder político independiente de las relaciones de dependencia personal o de dominación económica) tal vez constituya, para retomar la expresión de Marx, una de las “conquistas de la era capitalista”, una ruptura inédita en la historia humana sobre la cual la nueva civilización socialista deberá basarse – en lugar de pretender revertirla hacia las formas artesanales y pre-modernas de ejercicio del poder – para profundizar sus rasgos democráticos (Artous, 1999).
Una estrategia socialista en las condiciones actuales no puede ser otra cosa que, al mismo tiempo, estrategia de desgaste y estrategia de enfrentamiento. Esto impone, en un plano organizativo, reconocer la multiplicidad y complementariedad de las organizaciones de las clases subalternas, en relación a las diferentes tareas, que cuentan con niveles autónomos, irreductibles a la verticalización y uniformización partidaria. Las organizaciones políticas deben saber acompañar el desarrollo concreto del movimiento de la sociedad, sin pretender identificarse con él, defendiendo sus tiempos de maduración. Pero a su vez, no se puede desconocer la irreductibilidad de la lucha política, la inexorabilidad de los mecanismos de centralización democrática y el hecho inevitable de que la clase trabajadora y el pueblo se organizan en una pluralidad de herramientas políticas diferentes. La nueva izquierda aspiró históricamente a politizar la lucha social y dotar de carnadura social a la política. Sin abandonar lo sano de estas pretensiones (antivanguardismo, respeto del movimiento real de la clase, apuesta al protagonismo popular), es necesario señalar que la mera indistinción o fusión de lo social y lo político puede llevar a despolitizar lo político y/o a sobreideologizar lo social. Es preciso evitar los riesgos simétricos del espontaneísmo y el vanguardismo. La lucha hegemónica requiere de un momento de apertura y ductilidad organizativa, del fomento de instancias de auto-organización y el enraizamiento en las tradiciones e identidades culturales de los sectores subalternos. No corresponde entonces, en nombre del centralismo, simplemente denunciar como centristas o reformistas a los nuevos movimientos que surgen lentamente del seno del pueblo trabajador, aún si a veces acarrean sus confusiones y contradicciones, al tiempo que sus propias preguntas e innovaciones. A su vez es indispensable que las organizaciones políticas de nuevo tipo asuman de pleno derecho la necesidad de la centralización democrática y la representación para articular una estrategia y un programa global para enfrentar al Estado capitalista y resistir las presiones reformistas y oportunistas propias de la sociedad burguesa. Sin idealizar ni fetichizar ningún modelo organizativo, debemos entonces manejar una amplia ductilidad organizativa que se oriente a incorporar, en la actual etapa, a las nuevas camadas de activistas y a los movimientos sociales a la construcción de un nuevo sujeto político. La construcción de un bloque hegemónico anticapitalista va a requerir entonces de la reunión entre formas flexibles, amplias, democráticas, como de corrientes ideológicas, capaces de intervenir políticamente y reflexionar en términos estratégicos y programáticos.
Construir esas formas de representación es hoy una necesidad estratégica, impuesta tanto por la maduración de nuestras organizaciones como por la necesidad de eficacia propia de una coyuntura más exigente. En primer término, debemos empezar a readaptar algunas formas orgánicas que se forjaron al interior de la militancia social, asumiendo que quedan rezagadas de cara a las nuevas tareas políticas de la actual etapa y, por tanto, pueden ser paradojalmente funcionales al renacimiento de prácticas burocráticas y facciosas al interior de nuestras construcciones. No se trata de volver a las formas de organización propias del centralismo burocrático de la izquierda tradicional, pero tampoco de naturalizar el ritmo y los métodos de movimientos que adquirieron su forma en base a una intervención sectorial. El lema zapatista de “avanzar al paso del más lento” puede ser conveniente para construir y desarrollarse desde la confianza, la vocación de síntesis y la solidez propias de los tiempos de una comunidad originaria o de un barrio popular suburbano. Pero esa misma metodología puede traicionar el ánimo que le dio nacimiento cuando intenta aplicarse a la lógica de una herramienta política estratégica. Así, por ejemplo, la voluntad de consenso puede condenar una organización al estancamiento, violentando los términos de una construcción democrática que exige asumir lógicas de mayoría y minoría, es decir una soberanía democrática mayoritaria. En el mismo sentido, es necesario permitir y alentar la más amplia libertad de organización interna y la constitución de tendencias que, en lugar de establecer el método de la “intriga permanente” entre facciones nunca clarificadas, constituyen el mejor anticuerpo contra los comportamientos facciosos, en la medida en que vaya acompañada por una cultura militante abierta a la construcción conjunta, la discusión fraterna y la honestidad intelectual y política.
Debemos refundar y reinventar las formas partidarias (poco importa si les damos ese nombre) es decir, los instrumentos democráticos de centralización de la lucha política. La centralización no es una determinación administrativa, sino un proceso orgánico por el cual se concentran energías, se hacen experiencias comunes, se delibera de conjunto, se decide y se revisan las decisiones según mecanismos democráticos. No podemos predeterminar qué forma tendrán las organizaciones revolucionarias del próximo periodo al margen de la práctica social, aunque sí formular algunos criterios e hipótesis organizativas a partir de la experiencia política acumulada. La superación de todo monolitismo ideológico y la apertura al pluralismo político, una fuerte sensibilidad hacia la “cuestión democrática”, el respeto a la autonomía del movimiento social y a la multiplicidad de expresiones organizativas, parecen ser las coordenadas mínimas para la estructuración de corrientes políticas que sean dignas de nuestra época.
La construcción de una herramienta política que recoja lo mejor de la militancia social desplegada durante el último periodo y dé lugar a formas novedosas de articulación entre eficacia organizativa, pluralismo ideológico y democracia interna, constituye la tarea central de nuestra coyuntura. No hay ninguna garantía de éxito y bien puede suceder que las experiencias organizativas que se propusieron renovar la izquierda anticapitalista en nuestro país recaigan en las vías muertas del sectarismo o el oportunismo. Todo depende de la lucha. Hoy asistimos a una oportunidad histórica de construir algo nuevo en la izquierda revolucionaria de nuestro país. Si conseguimos dar lugar a una forma superior de unidad que supere la “etapa artesanal del movimiento”, la nueva izquierda habrá sentado las bases para empezar a construir una presencia genuina en la vida de las clases subalternas de nuestro país.
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Bibliografía 
Artous, A., Marx, l´etat et la politique , Syllepse, París, 1999 
Bensaïd, D., Lenin: ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!, International Socialism Journal nº 95, 2002. 
Bensaïd, Daniel, El retorno del problema político, Actuel Marx, n° 46, Partis/Mouvements. 
Freeman, J., “La tiranía de la falta de estructuras” en El Rodaballo , n° 15, Bs. As., 2004
Lenin, V., El Estado y la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2006 
Marx, K., Sobre la cuestión judía. Prometeo Libros, Buenos Aires, 2004 
Vincent, J.M., Prefacio, en Artous, A., Marx, l´etat et la politique[1] , Syllepse, París, 1999
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Notas
(1) Facundo Nahuel Martín es Licenciado en Filosofía, integrante del colectivo editor de la revista Herramienta y militante del FPDS (Frente Popular Darío Santillán)
(2) Martín Mosquera es integrante del colectivo editor de la revista Contra-tiempos y militante de Democracia Socialista.

Imagen: En la vuelta/ Acción fotográfica (http://www.enlavuelta.org/)

ENTREVISTA CON FRANCK GAUDICHAUD (I) Progresismos gubernamentales y estrategias de poder popular constituyente


BRYAN SEGUEL
21 de Enero 2015, VientoSur

[El texto que publicamos a continuación es la primera parte de una extensa entrevista que analiza los procesos de resistencia e impugnación de las políticas neoliberales en América del Sur desde mediados de los años noventa, y repasa las acepciones y usos del concepto de poder popular en las distintas experiencias latinoamericanas.]

El escenario geopolítico latinoamericano actual y la (re)emergencia de las izquierdas

Seguel: Muchos analistas señalan que América Latina se constituye hoy, nuevamente, como un escenario para la emergencia de proyectos políticos de izquierda. ¿Qué elementos geopolíticos inciden a tu juicio en esta coyuntura favorable para la movilización de izquierda en América Latina? Con esto me refiero a elementos de la política internacional, el rol de Estados Unidos y su política hacia América Latina, o elementos tales como la implantación y la impugnación del neoliberalismo en la región o los virajes estratégicos de las izquierdas.
GaudichaudHay varios planos ahí que podrían desarrollarse. Partiendo de un plano continental, podemos señalar que, efectivamente, la perspectiva geopolítica es esencial para entender parte de la coyuntura actual. Se está hablando, desde hace un tiempo atrás, de una posible “nueva autonomía” o soberanía de América Latina respecto a los “gigantes” del norte, al imperialismo céntrico y de Estados Unidos en particular. El escenario regional es evidentemente fundamental para analizar el impulso o “giro” progresista -institucional electoral- de varios países, de manera sucesiva en menos de 15 años. En más de diez países, en particular en América del Sur, se vivió la elección y a menudo reelección de presidentes que se reconocen como de izquierda o centroizquierda y aparecieron gobiernos de nuevo tipo de corte “progresista” o más bien de orientación nacional-popular, más o menos radicales. No por eso se puede afirmar que la influencia de Washington haya desaparecido de la región o que el imperialismo sea algo anticuado en América Latina. Se trata todavía de un fenómeno de dominación continental esencial, pero combinado con nuevos procesos y actores que hay que integrar al análisis: desde la relación de los gobiernos latinoamericanos con los poderes fácticos cada vez más impresionantes de las transnacionales, pasando por el nuevo papel de China y de Brasil. No obstante, es cierto que podemos constatar la existencia de una nueva -aunque muy relativa- autonomía de la región y márgenes de maniobra más amplios para los estados. Insisto en lo relativo, pero también en la novedad de la coyuntura, que se traduce por ejemplo, en un curso integrador regional bolivariano creativo. Es el caso del ALBA, impulsado por el presidente Chávez, sin duda lo más novedoso del período 2006-2010. Pero también pienso en espacios diplomáticos y de coordinación internacional, como es CELAC o UNASUR, que permiten consensuar, superar conflictos interestatales o ayudar a tratar problemáticas internas sin Estados Unidos, un hecho capital después de décadas de hegemonía de la OEA. Así, por primera vez, Cuba se reintegró a la comunidad latinoamericana a pesar de la oposición férrea de los EEUU, e incluso asumió la presidencia protempore de la UNASUR, un hecho improbable diez años atrás. Entonces, representa un avance importante de autonomía, de soberanía política regional, de resurgimiento de la ideas de Simón Bolívar y de José Martí. Se trata, sin duda, de un avance parcial y con no pocas contradicciones: no es casualidad que los movimientos sociales reclamen una “diplomacia de los pueblos” en oposición a una integración interestatal al servicio del capital, de proyectos neodesarrollistas o del modelo primo-exportador extractivista, como es el caso del IIRSA (Integración de la Infraestructura Regional Suramericana), perspectiva defendida hoy por los miembros de la UNASUR y del MERCOSUR.
Seguel: En ese sentido, analizando el tema específico de la CELAC, no deja de ser interesante que la presidencia de ese organismo, en primera instancia haya recaído en Chile, en un gobierno neoliberal liderado por Sebastián Piñera y en segunda instancia, en Cuba. ¿Cómo lees esa tensión entre un sector dentro de América Latina que se perfilaba hacia el ALCA y que drásticamente tiene que dar un viraje en su política regional hacia estas expresiones, lo que al menos, para los gobiernos neoliberales como el chileno y el colombiano, es bastante complejo porque tampoco pueden marginarse?
Gaudichaud: Eso demuestra una nueva relación de fuerzas geopolíticas que hace que los gobiernos más abiertamente proimperialistas no se puedan quedar al margen de espacios como UNASUR o CELAC y acepten la reintegración de Cuba, aunque al mismo tiempo, defiendan su propia agenda estratégica proestadounidense y proneoliberal, expresada hoy en la Alianza del Pacífico y complementada con la multiplicación de Tratados de Libre Comercio (TLC). Chile es el país que más TLCs ha suscrito en el mundo y sigue aferrado a su alianza estratégica y comercial con los poderes céntricos del sistema-mundo capitalista, con la Unión Europea, con Estados Unidos e incluso con China, hoy primer socio comercial del país. Globalmente, el panorama regional dista de ser homogéneo ya que cada nación tiene intereses nacionales propios y orientaciones disímiles. Algunos desde una visión claramente bolivariana, como Venezuela que buscó instalar una “petrodiplomacia” activa y más solidaria con la creación de Petrocaribe, del ALBA, la interesante tentativa –pero fracasada hasta el momento- del Banco del Sur (para ya no depender del Banco Mundial), etc. En el caso de Brasil, vemos afirmarse una potencia ya no sólo “emergente” sino más bien “emergida”, de corte subimperialista o como imperialismo regional, que defiende el MERCOSUR como una integración, no alternativa, proliberal y también “latina”, pues se contrapone en parte a los Estados Unidos. Por eso es que el escenario es un tanto más complejo que una visión binaria: algunos autores describen una nueva era marcada por la multipolaridad o una época de “transición hegemónica” que conduciría hacia el declive de Estados Unidos en el continente y en el mundo. Yo creo que hay que tener mucho cuidado, ya que todavía estamos lejos de este escenario, cuando todavía dominan los claroscuros y algunos resabios de la “guerra fría 2.0”. Por cierto, hay un declive parcial de la presencia dominante de Estados Unidos en lo político en América Latina, pero no así en lo militar: EEUU ha multiplicado las bases militares en la región, con siete nuevas bases en Colombia en el último período. Esto le permite generar una presión muy grande en “eslabones débiles” de la cadena de estados del continente. Estoy pensando en Honduras y en Paraguay, donde Estados Unidos se involucró, de manera directa o indirecta, para apoyar golpes de Estado calificados de “institucionales”… Pensemos también en el golpe de Estado en Venezuela de abril de 2002. Pero no sólo la presencia de Estados Unidos es hegemónica en lo militar, sino que también en lo cultural a través de sus medios de comunicación globalizados, de la difusión de patrones de hiperconsumo, alimentación y endeudamiento, de las industrias musicales, etc.… Este llamado “soft-power” está igualmente presente a través de ONGs que dicen fomentar la democracia (NED, USAID)[1] y, en realidad, lo que buscan es la desestabilización de gobiernos considerados adversos como el boliviano, el ecuatoriano o el venezolano. En lo económico, las redes de los capitales transnacionales y de las multinacionales norteamericanas o europeas, son muy activas, captan cada vez más recursos naturales, tierra y mano de obra: por ejemplo, Wal-Mart está presente en toda la región; las maquiladoras están asentadas en varios países como México y en América Central.
Además, habría que citar la alianza estratégica con Colombia (“plan Colombia”), lo que finalmente permite que Estados Unidos tenga todavía mucho poder, mucha capacidad de maniobra y presión en la región. Poderío militar, poderío económico, capacidad de influencia diplomática: así que si hablamos de “transición poshegemónica” geopolítica es de muy largo plazo y dependerá de muchos factores de futuro. Por otra parte, si bien es cierto que se está consolidando una nueva multipolaridad de países emergentes en el mundo, con Brasil, China, India y los famosos BRIC, hay que evaluar bien en qué son realmente un progreso y si son capaces de proponer algunas alternativas a la gubernamentabilidad imperial mundial actual. Todo permite dudar de ello…
Seguel: Me gustaría que pudieses referirte a dos temas en específico. Lo primero, a las características del neoliberalismo y el modo en cómo se ha ido generado su impugnación por parte de los movimientos sociales en América Latina y, lo segundo, ¿cómo esto se relaciona con el viraje de las izquierdas? Digo esto porque, con posterioridad, me gustaría ver las diferencias entre distintas izquierdas, tales como el rol del Partido de los Trabajadores en el gobierno en Brasil o el Frente Amplio en el gobierno de Uruguay. En el fondo, quiero ver si, a tu juicio, existe una relación entre el neoliberalismo implementado en los países de la región, el modo en cómo se lo ha impugnado y las orientaciones de los actuales gobiernos de izquierda.
Gaudichaud: Bueno, sólo quisiera añadir algo antes, que tiene que ver de nuevo con el plano geopolítico de este inmenso escenario que es el continente latinoamericano. Quiero subrayar primero, la gran diversidad de condiciones geofísicas, demográficas e históricas, por ejemplo entre pequeños países de América Central y algunos gigantes de América del Sur. De hecho, desde principios del siglo pasado, Washington siempre ha pensado el mar Caribe como un “mar cerrado”, perteneciente “naturalmente” a los Estados Unidos, incluyendo México y América Central como zona de influencia directa y dividiendo así América en dos, quedando del otro lado una América del Sur considerada como un peligro si lograra unirse. Esta visión tradicional surge dentro de la élite política “yankee”. Últimamente, las declaraciones de John Kerry sobre la necesidad de volver a controlar “el patio trasero” (sic) de EEUU o los documentos del Departamento de Defensa sobre la indispensable proyección militar hacia el Asia-Pacífico, sin perder la hegemonía en América Latina lo demuestran (ver los documentos de Santa Fe)[2]. Esa división en dos del continente es un potente freno a la integración bolivariana. Por supuesto, un país como Honduras, si se queda aislado, no tiene la misma capacidad de resistencia geopolítica o de construcción de soberanía nacional que un país como Brasil. La gran derrota estratégica del siglo XXI de Estados Unidos en la “Patria Grande” es el fracaso del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) en 2005, en la cumbre de Mar del Plata. Es una derrota con profundas consecuencias, pues echó abajo los planes neoliberales estadounidenses en el continente para la primera mitad del siglo. Por eso se multiplican ahora otras tentativas como los TLCs, la consolidación del TLCAN[3] con México y Canadá, la voluntad de integrar la Alianza del Pacífico, etc. Y una de las lecciones de todo esto es que el fracaso del ALCA fue producto de una doble dinámica: resistencia de los pueblos y capacidad de oposición de algunos gobiernos. Esa gran derrota vino desde abajo, con la intensa campaña continental de movimientos sociales por el “No al ALCA” y fue posible gracias a la oposición de presidentes como Hugo Chávez en particular y Lula de Brasil, que veía con malos ojos esta presión de Washington en su zona de influencia privilegiada.
Lo que quiero subrayar es que entender el “giro a la izquierda” (una expresión muy engañosa en realidad) es comprender la activación de grandes luchas sociales y populares en los últimos quince años, lo que varios sociólogos definen como “emergencia plebeya”: un fenómeno variopinto pero que irrumpió en el escenario político logrando fisurar el Consenso de Washington en algunos países y, al mismo tiempo, poner en jaque la hegemonía política, económica y subjetiva del neoliberalismo. Dichas radicalidades críticas y resistencia explican, en parte, esta reorientación progresista en lo institucional-electoral. Es decir, las relaciones de fuerza políticas solo pueden verse afectadas de manera prolongada gracias a las luchas y reacomodos entre las clases sociales. Esa evidencia de toda teoría política crítica ha sido, una vez más, demostrada en América Latina desde mediados de los años ‘90. De hecho, es donde hubo irrupción más significativa de movimientos sociales, de trabajadores, indígenas y populares, donde el escenario político conoció cambios más drásticos, más profundos en lo institucional y una mayor capacidad de los gobiernos “progresistas” de proponer otro camino que podríamos llamar, por el momento y de manera transitoria, “posneoliberal”. Pero, este impulso desde abajo no fue suficiente en ningún país -hasta ahora- para encontrar derroteros poscapitalistas y en ello seguramente pesa mucho todavía, la debilidad de la organización clasista de los trabajadores y su proyección política independiente.
Seguel: ¿A qué casos te refieres?
Gaudichaud: Estoy pensando en el caso paradigmático de Bolivia, donde hubo realmente inmensas movilizaciones, conflictos de clases, grandes manifestaciones populares, en particular por parte del movimiento campesino indígena y con el apoyo, aunque restringido, de la COB (Central Obrera Boliviana). Como lo escribió el periodista anglosajón Benjamin Dangl, en Bolivia, el movimiento social era tan explosivo que parecía “bailar con dinamita”. Sólo ese nivel de movilización permitió, a la larga, la elección de Evo Morales. La “guerra” del agua y del gas, los enfrentamientos con los militares, la destitución de varios gobiernos corruptos y neoliberales, todo ese cóctel permitió la emergencia de un nuevo instrumento político: el MAS (Movimiento Al Socialismo) también considerado como“instrumento de soberanía de los pueblos”. Desde otra realidad, en Ecuador es la irrupción indígena durante los noventa y de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) -incluso con algunos caminos equívocos de su brazo político, el movimiento Pachakutik que participó un tiempo en el gobierno de Gutiérrez-, lo que modificó sustancialmente el escenario político. Esos cambios abrieron el espacio para la elección de un outsider, Rafael Correa, exministro sin partido, cristiano y economista heterodoxo. Y en fin, la experiencia venezolana -tal vez mejor conocida- que surge más bien “desde arriba” y desde la figura carismática que fue Hugo Chávez y, a partir de ahí y con sucesivas victorias electorales (¡más de 19!), empodera progresivamente a la sociedad civil y al “bajo pueblo”, en un país con poca tradición de movilización obrero y social de masas.
Es interesante constatar que estos tres procesos nacionales-populares no se basan en la izquierda tradicional, ni en la izquierda revolucionaria histórica, fuerzas ausentes o marginales. Parece derrumbarse el sistema político tradicional, hay irrupción o recomposición desde abajo que no se hace según el libro clásico de la izquierda marxista revolucionaria, ni siguiendo a sus partidos. En términos de “sujetos del cambio”, tampoco se hace desde la clase obrera industrial o minera, sino más bien desde la subalternidad múltiple y popular que son los movimientos indígenas, los movimientos populares urbanos, los trabajadores desocupados, etc. Los y las que el teólogo de liberación brasilero Frei Betto nombra como el “pobretariado” de América Latina. Aunque también están presentes el movimiento sindical y los trabajadores (como la COB boliviana) o gremios más tradicionales como el de los profesores. Después de que el neoliberalismo atacó, destruyó, desplazó al movimiento obrero tradicional, desindustrializó en parte los países, han sido otros los espacios los que lograron recomponer la conflictividad -que es lucha de clases también- y permitieron agrietar el consenso hegemónico de las clases dominantes.
En otros países, se gestó un escenario más clásico e institucionalizado, con sus avances democráticos y retrocesos también. Estoy pensando en Brasil, donde un partido inicialmente muy anclado en el movimiento obrero clasista, el Partido de los Trabajadores (PT), que dio una encarnizada lucha contra la dictadura, poco a poco al institucionalizarse y participar en poderes ejecutivos locales o de estados federados, se va hacia al centro, abandonando su reivindicación anticapitalista inicial, la de la campaña de 1989. Con la distancia, podemos decir que cuando Lula logra ganar la elección presidencial del 2002, ya el PT había perdido parte de su alma revolucionaria original. Instalado en el gobierno, termina ese proceso de integración: el partido reivindica a la centro izquierda, gestiona el sistema con reformas estabilizadoras, otorgándole nuevos beneficios y campo de juego al capital nacional y extranjero, al mismo tiempo que responde a la urgencia social -y ahí reside la fuerza del “lulismo”-, a través de un sistema de subvenciones, de bonos, de programas sociales (como “hambre cero”) que saca de la pobreza extrema a más de 30 millones de familias. Una dinámica que un economista francés calificó de “neoliberalismo perfecto”, porque combina políticas favorables al capital local como al global, pero creando una muy sólida base (o clientela) electoral en las filas mismas de las principales víctimas del capitalismo. Por mi parte, he hablado de la constitución de un“social-liberalismo sui generis. Subrayemos que la hegemonía del PT ha sido, por fin, cuestionada con las recientes movilizaciones urbanas de junio 2013 por el aumento en las tarifas del transporte público y en contra del vergonzoso despilfarro que representó la copa del mundo, movilizaciones que fundamentalmente representan el primer quiebre masivo y organizado entre el “petismo” y los brasileros, abriendo así un nuevo panorama político que si bien no impidió la reciente reelección de Dilma Roussef, se tradujo de manera contradictoria en el plano electoral con una fuerte tasa de abstención, el crecimiento notable del PSOL (Partido Socialismo y Libertad) y el importante auge de la candidata ecologista-neoliberal Marina Silva (que casi vence a Dilma).
Seguel: Entendiendo que ese es el escenario heterogéneo de las izquierdas, ya sea por el modo en cómo irrumpen o cómo son oxigenadas por las movilizaciones sociales que se van generando, el historiador y politólogo cubano Roberto Regalado señala que, en ese contexto, la clásica distinción -que tenemos los marxistas para referirnos al alcance de las transformaciones- en términos de“reforma o revolución”, se agotaría, ¿en tu opinión, crees que esa consideración es adecuada?
Gaudichaud: Todo depende de qué “izquierdas” estemos hablando. Primero, anotar que Roberto Regalado estudia esencialmente el campo progresista gubernamental, lo que deja a muchas izquierdas, colectivos y partidos extraparlamentarios, incluyendo a los más “radicales”, fuera del análisis. Si hacemos un balance distanciado, ese famoso “giro a la izquierda” permitió, principalmente, comenzar a salir de la “larga noche neoliberal”, como una vez lo dijo el presidente Correa. Como lo señala el sociólogo ecuatoriano Franklin Ramírez, lo que nace hoy en América Latina, no es la revolución, no es el reformismo socialdemócrata tradicional o el populismo clásico, no son tampoco sólo “dos izquierdas” (una moderada y otra radical): esencialmente, el progresismo actual encarna un cierto retorno y regulación del Estado, de políticas sociales que redistribuyen parte de la renta hacia los más pobres y de afirmación de una era de “neodesarrollismo”, después de décadas de neoliberalismo. Una época de mayor control estatal de los recursos estratégicos y naturales, sin romper las reglas del juego de la economía de mercado, renegociando las relaciones con las multinacionales o la búsqueda de ciertos niveles de consenso con las burguesías locales (en Bolivia hoy, entre 60% y 80% de la renta del gas se queda para el Estado y el resto para las multinacionales, antes de Evo era al revés…). En el caso de los procesos nacional-populares más radicales, como en Venezuela y en Bolivia, esta dinámica viene acompañada, o más bien se basa, en una fuerte orientación y discursos antiimperialistas y decoloniales: después de su nueva elección, en octubre pasado, Evo Morales dedicó su victoria a “los que luchan contra el imperialismo y contra el neoliberalismo”.
Este escenario, cristalizado en torno a contundentes victorias electorales, está caracterizado por la afirmación creciente de figuras presidenciales omnipresentes carismáticas (se puede hablar de hiperpresidencialismo) e importantes procesos de asambleas constituyentes (Bolivia, Ecuador, Venezuela), con la aparición de nuevos derechos fundamentales: derechos de la naturaleza, estados plurinacionales, referéndums revocatorios, etc. Es evidente que asistimos a dinámicas democratizadoras novedosas y a la implementación de reformas sociales profundas que permitieron disminuir a la par pobreza y desigualdad social de manera notable (la pobreza bajó más de 20 puntos en Bolivia y Venezuela). Estos gobiernos tienen que lidiar con fuerzas sociopolíticas, mediáticas y económicas internas y externas muy potentes, hostiles y capaces de manipulación de la opinión pública como de subversión militarizada: recordemos el golpe de Estado en abril de 2002 en Caracas, el golpe “institucional” en Paraguay o Honduras, la casi secesión de la regiones más ricas de la “media luna” en Bolivia, la sublevación policíaca en Ecuador contra Correa, etc. Pero, claro, no se trata de procesos revolucionarios como los vividos en el siglo XX, como en el escenario cubano en 1959 o nicaragüense en 1979. Desde Marx -por lo menos- y sus estudios sobre la Comuna de París, algunos signos fundamentales de dinámicas revolucionarias son la ruptura del aparato estatal, la transformación de las relaciones sociales de producción y la irrupción de los de abajo en el escenario político, donde disputan la hegemonía y desplazan a la clase dominante. No estamos exactamente en tales condiciones en la América Latina de hoy, a pesar de la retórica revolucionaria (revolución “del siglo XXI”“ciudadana” o “comunitaria-indígena”) y de las transformaciones existentes en el plano político.
Entonces, cuando Roberto Regalado plantea que la disyuntiva “reforma o revolución” ya no es válida, yo diría que sí es válida la disyuntiva “reformismo o revolución”, en un escenario diferente al del siglo XIX o XX. Tal vez necesitemos pensar hoy, a la luz de las experiencias recientes de América Latina, en“reformas Y revolución”“reformas en permanente revolución” o sea políticas públicas radicales en procesos abiertos destinados a revolucionar la sociedad y sus estructuras, apoyadas en el desarrollo de formas crecientes de poder popular constituyente. Tenemos que asumir que, en algunos contextos específicos, puede haber procesos interrumpidos de reformas democráticas y posneoliberales que abran camino, desde gobiernos de izquierdas, gobiernos del pueblo trabajador, como desde las luchas de clases. De hecho, basta con volver a leer textos de los mismos bolcheviques (Lenin, Trotsky, etc.) o de Rosa Luxemburgo para constatar que los revolucionarios de principios del siglo pasado no cometían ese error de confundir reformas con reformismo. Y, por eso, no podemos oponer de manera a-dialéctica y dogmática reforma versus revolución, conflicto social versus disputa electoral, gobiernos populares versus luchas de clases, unidad del pueblo trabajador versus unidad de las izquierdas, etc. Siguiendo a Claudio Katz, se trata de recuperar hoy los sentidos estratégicos del“porvenir del socialismo”, sin perder la brújula de necesarias discusiones y pasos tácticos audaces, creativos, autogestionarios, de transición para lograr unificar, aglutinar a los trabajadores, indígenas y sectores populares como también en ese camino -ojalá- a las fraccionadas izquierdas anticapitalistas. Sin esa unidad de los de abajo, y sin independencia de clase, sólo habrá populismo desde arriba o neoliberalismo de guerra… De la misma manera, según Katz, el objetivo es concebir procesos de transformación de mediana y larga duración, con saltos cualitativos y rupturas contundentes, más allá de la caricatura del “asalto” al palacio presidencial (que en realidad nada tiene que ver con el pensamiento dialéctico de Lenin) o del “limbo” institucional en el cual se encuentran hoy la mayoría de los “progresismos”.
Para que me entiendas bien, insisto en que esa perspectiva de reformas en revolución permanentesignifica no abandonar la estrategia e intencionalidad revolucionaria (y consiguiente transformación rupturista del Estado), pues si no, el efecto inmediato es bregar por reformas democráticas que terminan siendo meramente reformistas o electoralistas, pensando el Estado como “neutro” y posible de “mejorar” desde los márgenes del capitalismo periférico: es decir, al final de cuentas, ajustes “progresistas” dentro del modelo, como lo vivido por ejemplo en Brasil, Uruguay o con el “newsandinismo” orteguista en Nicaragua. De hecho, el mismo Roberto Regalado se pregunta si las actuales izquierdas gubernamentales representan un “reciclaje” de viejos esquemas o realmente nuevos vientos de cambios. Yo diría que la clave continúa siendo la relación de estos gobiernos con las luchas sociales, los asalariados y el pueblo, sus posiciones respecto al imperialismo, a las clases dominantes, pero también con desafíos esenciales del tiempo presente: la lógica decolonial e indígena, la lógica medioambiental y del buen vivir, la lógica feminista y antipatriarcal. Desde las izquierdas, varios intelectuales (como Isabel Rauber o Marta Harnecker por ejemplo) piensan que en Bolivia, Venezuela y, en menor medida, en Ecuador existen procesos democratizadores, antiimperialistas, posneoliberales aunque en disputa. De hecho, en estos países varios sectores revolucionarios apoyan críticamente -y con más o menos autonomía- los evidentes avances que han significado estos gobiernos progresistas o nacional-populares en el plano de la soberanía nacional, integración regional, de la salud, educación, alfabetización, infraestructura, en la disminución notable de la pobreza extrema, el empoderamiento político y territorial, etc. Las experiencias de las Asambleas Constituyentes en estos tres países son una lección para toda la región (y para Chile, en particular, donde sigue vigente la Constitución de la dictadura…). Así, en Bolivia, no cabe duda de que hubo revolución de las subjetividades, transformación democrática campesino-indígena, desplazamiento de la élite gobernante oligárquica racista, pero -en rigor- no una revolución en términos de transformación radical (es decir “en la raíz”) de la relación capital-trabajo y capital-naturaleza. Es un proceso abierto posneoliberal. En Venezuela, varios grupos del chavismo popular o anticapitalista como -entre otros- Marea Socialista apoyaron a Chávez y hoy al gobierno del presidente Maduro, subrayando sus vacilaciones y las capitulaciones de las burocracias estatales, llamando a una “revolución en la revolución” y a contraatacar frente a la ofensiva subversiva de la derecha neoliberal o del imperialismo.
Por eso, es importante ver que para otros intelectuales, como los ecuatorianos Decio Machado o Pablo Dávalos por ejemplo, esta fase progresista-neodesarrollista sólo escondería las nuevas figuras de una “democracia disciplinaria” que coopta y canaliza los movimientos y clases populares, mientras tanto oxigena un capitalismo local-mundial en crisis, con inversiones públicas. Alberto Acosta, ex presidente de la Asamblea Constituyente del Ecuador o el sociólogo marxista Mario Unda piensan así que el correísmo se transformó en un “nuevo modo de dominación burguesa” y de restauración conservadora, con un discurso de cambio muy marcado que acompaña una modernización económica capitalista nacional. Esta modernización ocurre también en otros países combinando el reciclaje de viejas formas del populismo con nuevas figuras del bonapartismo latinoamericano: ¿qué pensar, por ejemplo, del kirchnerismo en Argentina y de su asombrosa capacidad de control social? ¿qué opinar de las agresiones verbales en la televisión pública, del presidente Correa hacia movimientos indígenas o militantes ecologistas (calificados de “infantiles” o de “terroristas”)? De hecho, analizando el caso ecuatoriano y el creciente autoritarismo del gobierno hacia el movimiento indígena pero también hacia los defensores del proyecto Yasuní o su rechazo contundente a toda perspectiva feminista, se ve una clara determinación del “progresismo” a rechazar las disidencias o criticas sociales y políticas “abajo y a la izquierda”: el último episodio de esa tendencia regresiva ha sido el lamentable anuncio de Rafael Correa del desalojo de su sede histórica a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), con justificaciones legales falaces. O sea, eso significa intentar borrar uno de los bastiones históricos de la resistencia contra los embates de los gobiernos neoliberales por ser hoy, duros críticos de la “revolución ciudadana”… Un hecho denunciado con razón como “injusto y políticamente insensato” por Boaventura de Sousa Santos, sociólogo portugués que acompañó al gobierno en sus inicios. En este caso, como en muchos otros, el deber de solidaridad es de denunciar estos hechos, sin tapujos, ni genuflexiones ante el poder, sea quien sea quien ocupe el sillón presidencial.
Incluso, ¿cómo analizar hoy el fenómeno carismático-popular chavista? Por cierto, alguien como Ernesto Laclau, por su propia filiación peronista, explica que la “razón populista” puede ser progresiva y democratizadora como regresiva y autoritaria en América Latina, según su contenido, dirigentes e inclinaciones. Pero este problema plantea la imperiosa necesidad de un análisis crítico, abierto y clasista de estas experiencias. Asimismo, Raúl Zibechi en su libro “Progre-sismo” afirma que los gobiernos progresistas, finalmente tienen un efecto despolitizador en la sociedad porque logran “domesticar” gran parte de los movimientos.
Análisis de casos: Venezuela y Bolivia en la mira
Seguel: Me gustaría seguir analizando el caso de Venezuela, sobre todo a un año del fallecimiento de Hugo Chávez y cuando han surgido ciertas críticas al interior de las mismas filas del chavismo. ¿Dónde se inscriben esas críticas, a qué responden?
Gaudichaud: A un año de la muerte de Hugo Chávez, la coyuntura bolivariana es muy crítica, muy tensa, con la ofensiva de la derecha insurreccional neoliberal, pero también por el estado mismo, interno, del Proyecto Bolivariano. Por supuesto, existen presiones exteriores imperiales, intervención de Washington y una campaña mediática planetaria, digna de futuros estudios, para atacar al proceso bolivariano. Es un dato esencial de la coyuntura, pero no por eso podemos caer en la visión binaria, reduccionista que dice: “o estás con el gobierno de Maduro, en bloque, de manera acrítica o si no, es que estás con el imperialismo”… Es una visión equívoca y nefasta para la solidaridad internacional. La“ternura de los pueblos” (así llamaban los sandinistas al internacionalismo) no puede basarse en tal análisis simplista, maniqueo. La oposición a Maduro y la derecha venezolana se apoyan en contradicciones y en la propia debilidad el proceso bolivariano, en sectores medios altos de la población (no sólo en las clases altas), e incluso en el hartazgo de parte del “bravo pueblo” frente a la corrupción, ineficacia administrativa, crisis económica, inseguridad urbana, etc., como lo ha demostrado el declive electoral relativo del chavismo. Por eso, necesitamos descifrar esas debilidades internas y escuchar las voces críticas dentro del espacio bolivariano y también, fuera del gobierno. Los libertarios de Caracas no son proimperialistas; Orlando Chirino (dirigente trotskista y sindical de la Unión Nacional de Trabajadores) no es neoliberal; el ex viceministro Rolando Denis no es propatronal y los compañeros de Marea Socialista o del sitio web Aporrea no son “traidores”… Hoy día en Venezuela, existen luchas obreras y sindicales que han sido reprimidas, esencialmente por sicarios patronales, pero nunca denunciados por el Estado. El mismo Ministerio del Trabajo impide la aplicación del nuevo Código laboral que representó un gran progreso para los trabajadores del país. La inflación ya ha carcomido el aumento salarial de la época de Chávez y la dimensión de la crisis económica actual, no es sólo producto del mercado negro o de la ofensiva de la burguesía, también nace de una muy mala gestión, del tipo de cambio de divisas, de la ausencia de una planificación para la diversificación económica y la industrialización. Todo eso ha sido graficado, estudiado y explicado por economistas críticos como Manuel Sutherland o Víctor Álvarez (exministro) e investigadores del Centro Internacional Miranda (CIM). El desabastecimiento ataca primero al bolsillo de las clases populares y el tema de la inseguridad es real, perjudicando primero a los pobres de la ciudad, no a los que habitan Chacao, Altamira u otros barrios pudientes. La reproducción de una “boliburguesía” parasitaria, que lucra del proceso a la sombra del Estado, es cada vez más insoportable para miles de militantes barriales, de fábricas, de cooperativas, de consejos comunales. Entonces, esos son problemas graves, candentes y, repito, no tiene sentido callarlos en nombre de la defensa legítima de las importantes conquistas sociales y democráticas del decenio chavista y de la lucha unitaria necesaria, indispensable, frente al imperialismo. Menos aún, en nombre del “socialismo del siglo XXI” o frente a las 19 elecciones democráticas victoriosas… Cuando toda una burocracia gubernamental o paraestatal del PSUV[4] rema a contracorriente, hay espacios como Marea Socialista u otros grupos que denuncian el actual “diálogo de paz” y el pacto de no-agresión con la burguesía venezolana (como los Cisneros, los Mendoza y otras familias), los mismos que incentivaron el golpe de Estado del 2002 y que nunca fueron castigados. ¿Por qué no se dialoga más con el movimiento obrero que intenta organizarse, con los colectivos bolivarianos, con los consejos comunales? Últimamente se ha intentado iniciar “gobiernos de calle”, volver a la base: veremos si esto permite reanudar los lazos entre el ejecutivo y el pueblo chavista. Hay tensiones y la situación actual es muy crítica, a pesar de los avances en términos sociales logrados en los últimos 15 años. De hecho, según la CEPAL, es el país que más ha reducido, a la par, pobreza y desigualdades en la región. No representa un dato menor en el continente más desigual del mundo… Existe además hoy un pueblo empoderado, politizado y movilizado -herencia de Chávez- que quiere defender sus conquistas. Por esta razón, hay que pensar el bolivarismo como un proceso nacional-popular “en tensión” y una dinámica plebeya muy contradictoria, en la cual la capacidad de las luchas populares autónomas -en particular del movimiento obrero clasista- será el elemento decisivo del futuro de esta experiencia excepcional de principios de siglo.
Seguel: ¿Qué rol juega la transferencia de renta del petróleo a la llamada “boliburguesía”, en el sentido de la acentuación de estas contradicciones internas que mencionas?
Gaudichaud: Varios estudiosos venezolanos, como Edgardo Lander o la historiadora Margarita López Maya, ya han descrito la “maldición” que representa el petróleo y la monoexportación de recursos naturales para una sociedad. Paradójicamente, estar sentado en un pozo petrolero para un proyecto de emancipación es una verdadera calamidad, porque el rentismo es todo lo contrario a una perspectiva humana emancipadora, impregna todas las clases sociales, no hay nadie que esté a salvo de este modelo de sociedad, de hiperconsumo y de una economía extravertida, una formación social dependiente que debilita toda capacidad de producción nacional y posibilidad de soberanía alimentaria (más del 80% de los alimentos de los venezolanos es importado). En este complejo contexto, la revolución bolivariana logró, por primera vez en la historia republicana de este país, y con el nuevo control gubernamental sobre PDVSA (Petróleos de Venezuela), utilizar la renta petrolera para y hacia las clases populares a través de las misiones de salud, educación, vivienda, infraestructura, etc., con el apoyo de Cuba. La principal reserva de petróleo del mundo ya no es sólo un recurso al servicio de la oligarquía local y de sus socios de Miami, aunque hoy todavía, una gran parte de los beneficios van a parar a las multinacionales asociadas a PDVSA asentadas en la franja del Orinoco como EXXON, CHEVRON, TOTAL, etc. y a un sector parasitario del viejo Estado. Pero, ¿cómo hacer para transformar y democratizar realmente, económicamente, este modelo rentista depredador? Es la gran pregunta de estos 15 años de proceso bolivariano. Ahí, la gran desgracia es que todas las experiencias más avanzadas de control obrero o de cogestión como en la siderúrgica Sidor en el estado de Guyana o en una empresa como Inveval y algunas otras grandes fábricas, no fueron incentivadas o apoyadas, más allá de sus problemas internos, también reales. Al contrario, son a menudo combatidas por las burocracias sindicales, municipales y/o estatales. Lo mismo pasa con los Consejos Comunales o las Misiones. Además, estos organismos se crearon por fuera del Estado, como un bypass para intentar suplir la inmensa ineficacia estatal y responder a la urgencia social. En estas condiciones, estas políticas públicas no transforman al Estado rentista y están muy poco institucionalizadas, lo que amenaza su continuidad en el tiempo. O sea, ¡de nuevo el problema del Estado!
Seguel: Pasando a otra experiencia, hablemos un poco del caso boliviano. Llegando al término del segundo mandato del presidente Evo Morales, se notaba cierto agotamiento o más bien ciertos cuestionamientos internos, los que -se podría decir- fueron revertidos por la impresionante victoria electoral presidencial de octubre pasado. ¿El proceso boliviano se está agotando en términos de su planteamiento inicial? ¿Cómo leer el llamado de García Linera a constituir el capitalismo andino-amazónico?
Gaudichaud: Como punto de partida, una pequeña precisión: el tema del agotamiento parcial del “ciclo” progresista gubernamental, yo lo vería a nivel continental, con altibajos y diferencias nacionales obviamente. Estamos a más de quince años de la apertura del ciclo y de la elección de Hugo Chávez, y la fuerza propulsiva de lo que alguna vez se llamó “giro a la izquierda” muestra sus límites y tensiones. Desde formas de social-liberalismo sui generis a la brasilera, pasando por la experiencia ecuatoriana, hasta el proceso bolivariano y sus crisis, hay -es cierto- una pérdida de fuerza, un cierto agotamiento, aunque relativo si analizamos encuestas de opinión. Volviendo a Zibechi, el periodista y sociólogo uruguayo afirma que si efectivamente los progresismos mantienen una gran fuerza electoral y gubernamental, parecen haber perdido su capacidad inicial de transformación social emancipadora, con un sesgo que se volvió cada vez más estabilizador o conservador del orden político-económico existente. Habría que recordar algo esencial, las derechas de ninguna manera desaparecieron del ajedrez político, controlan países clave como Colombia, Panamá o México y crecen electoralmente en varios de los países con gobiernos progresistas: basta con ver las últimas elecciones regionales o locales en Venezuela y Argentina. Cuando la crisis capitalista mundial impacta a la región, los límites de los procesos en su diversidad afloran con mayor fuerza y aparecen las grandes contradicciones de modelos productivos primo-exportadores, altamente basados en el crecimiento de la exportación de materias primas. El tema del “megaextractivismo” y sus formas de acumulación por desposesión y depredación es un tema central del período y un talón de Aquiles de América Latina. Los útiles trabajos de Eduardo Gudynas o Maristella Svampa sobre la problemática y los caminos emancipatorios del “posdesarrollo”, subrayan que no se ha superado esa gran dependencia, incluso se han reprimarizado las economías de algunos países: en Brasil, país “imperialista periférico” e industrializado, el sector extractivista es proporcionalmente cada vez más importante. Un economista como Pierre Salama describe bien esta nueva degradación de los términos del intercambio. En este contexto, se acumulan los conflictos y luchas entre el movimiento popular, las comunidades indígenas y los gobiernos progresistas. El neodesarrollismo extractivista es una de las piedras de tope de los progresismos, revelando los límites de los procesos actuales. Así como lo recalca Frei Betto:
"La fuerza de penetración y obtención de ganancias del gran capital no se redujo con los gobiernos progresistas, a pesar de las medidas regulatorias y cobro de impuestos adoptados en algunos de esos países. Si, de un lado, se avanza en la implementación de políticas públicas favorables a los más pobres, por otro, no se reduce el poder de expansión del gran capital (…) Los gobiernos y movimientos sociales se unen, especialmente durante los períodos electorales, para frenar las violentas reacciones de la clase dominante alejada del aparato estatal. Sin embargo, es esta clase dominante la que mantiene el poder económico. Y por más que los inquilinos del poder político implementen medidas favorables para los más pobres, hay un escollo insalvable en el camino: todo modelo económico requiere de un modelo político coincidente con sus intereses. La autonomía de la esfera política en relación con la económica es siempre limitada. Esta limitación impone a los gobiernos democrático-populares un arco de alianzas políticas, a menudo espurias, y con los sectores que, dentro del país, representan al gran capital nacional e internacional, lo que erosiona los principios y objetivos de las fuerzas de izquierda en el poder. Y lo que es más grave: esa izquierda no logra reducir la hegemonía ideológica de la derecha, que ejerce un amplio control sobre los medios de comunicación y el sistema simbólico de la cultura dominante."
Por cierto, como lo subrayó Fred Fuentes, el extractivismo no puede ser “el árbol que esconde el bosque”: o sea, el modelo primo-exportador es, ante todo, producto de una estructura de dependencia económica de tipo neocolonial. Para países del sur, cuando la pobreza y las necesidades son todavía inmensas, no se trata de abandonar “a secas” toda forma de extracción de riqueza (pero sí la más depredadora y extravertida). Tampoco se pueden confundir los diferentes usos que hacen los gobiernos suramericanos de la renta o sus políticas hacia las multinacionales. En paralelo, es significativo ver que los ejecutivos en vez de buscar radicalizar sus enfoques posneoliberales e intentar apoyarse más en el pueblo trabajador movilizado, convergen cada vez más hacia el centro, en una clara “lulización” de la política latinoamericana que implica compromiso entre las clases, negociación con el capital financiero y acuerdos con la oposición parlamentaria neoliberal. Es el escenario ya existente en Nicaragua, Uruguay, Salvador, Brasil, Argentina, etc.
El caso boliviano, creo yo, con el paso del tiempo, ha mostrado ser el progresismo más potente y capaz de construir un posneoliberalismo consolidado, popular y con fuertes rasgos decolonizadores, un hecho esencial en un país como Bolivia. Tenemos un presidente sindicalista-indígena surgido de esta“emergencia plebeya” de los años 2000, de las “guerras” del gas y del agua, y que declara ser el“gobierno de los movimientos sociales”. Un autor como Pablo Stefanoni (unos de los mejores analistas del complejo proceso boliviano), explica de manera detallada este fenómeno de una experiencia nacional popular que se asienta -en un plano simbólico-subjetivo- en la reivindicación del campesino indígena y de la decolonialidad del poder (concepto acuñado por el peruano Aníbal Quijano), a la vez que promueve un modelo económico modernizador-desarrollista. La elección de Evo favoreció la reintegración de las comunidades indígenas a la nación y a la comunidad política, facilitó el desplazamiento de la vieja élite oligárquica blanca, permitiendo el surgimiento de una nueva clase media indígena. Evo y el MAS (Movimiento Al Socialismo) encarnan no obstante un indigenismo muy flexible y pragmático, un “esencialismo estratégico” adaptativo, ya que Evo Morales reivindica el indigenismo al mismo tiempo que el vicepresidente García Linera anuncia un Modelo Nacional Productivo modernizador. No se trata en absoluto de una política indianista, como lo reivindican Felipe Quispe y los sectores más etnoracialistas del indianismo. El MAS logró alejar los riesgos de golpe, controlar y negociar con latifundistas y burguesías de las regiones orientales de la “media luna” y constituir una base electoral popular muy solidificada: lo que acaba de confirmarse con su nueva y contundente victoria electoral de octubre de 2014. Con el gobierno del MAS, Bolivia entró en 2005 en una fase de consolidación institucional, después de décadas de caos neoliberal, represiones del movimiento popular y golpes militares: Evo es el presidente más longevo de la historia de la república de Bolivia, desde su fundación… Se conseguiría así forjar un consenso nacional en torno a esta figura campesino-indígena. En ese sentido, sí es una revolución política, una ruptura en la historia boliviana. El MAS controla el Parlamento y una nueva democracia corporativa, que pasa por los espacios sindicales campesinos e indígenas, que juegan un papel de cooptación de dirigentes y de ascensor social.
En el campo económico, varias nacionalizaciones (con indemnización) y el control del gas nacional dio forma a un esbozo de lo que el vicepresidente llamó, en los años 2005-2006, “capitalismo ando-amazónico”: construcción de un Estado regulador, capaz de orientar la expansión de la economía industrial y extractiva, al mismo tiempo que organiza la transferencia de recursos hacia sectores populares y comunitarios, a través de bonos o del aumento del salario mínimo o de la cobertura social, educacional y de salud. Pero fundamentalmente, en términos macroeconómicos, en la gestión de divisas y en el presupuesto público, este gobierno sigue aterrorizado por el espectro de la hiperinflación de los años ‘80 que derrotó toda tentativa socialdemócrata. Es muy ortodoxo en el plano económico. El sociólogo James Petras declaró que el gobierno de Evo Morales sería, en su opinión, “el más conservador de los radicales o el más radical de los conservadores”… Es el país que, en proporción a su PIB, tiene la reserva de divisas más importante del mundo, ¡más que China! El mismo FMI calificó a Bolivia como la economía más estable de América Latina y el New York Times afirmó que Evo Morales sería el mejor representante del desarrollo de la región. En ese aspecto no hubo grandes cambios. Los principales avances fueron primero, en términos simbólicos y subjetivos (lo que no hay que menospreciar después de siglos de racismo estatal); segundo, en el plano del control de los hidrocarburos y de reafirmación de una soberanía nacional antiimperialista y; tercero, los avances en el sistema de jubilación, de servicios sociales, de regulación del mercado informal. Pero queda mucho por hacer en términos de lucha contra la pobreza, la desigualdad social y de género. No obstante, la inversión en los servicios públicos se multiplicó por siete desde 2005, a medida que bajaban, como nunca antes, los niveles de pobreza y analfabetismo.
Varios sectores desde el movimiento popular, del indianismo o de la debilitada izquierda radical, reivindican una ruptura mucho más profunda y rápida, una opción que entiendo y comparto. Desde la COB, hay una tensión acumulada con el gobierno sobre salarios, pensiones y reforma laboral. Por parte de algunas corrientes del movimiento indígena también, del katarismo aymara y de figuras como Felipe Quispe o Pablo Mamani. Entonces, ese es el escenario, un escenario bastante complejo. Morales supo ocupar un espacio desde una reactivación de la antigua figura nacional-popular, surgida con fuerza en la revolución minera campesina de 1952 (ver los trabajos de René Zavaleta Mercado). Pero, a diferencia de los años ‘50, no existe hoy en Bolivia una alternativa radical revolucionaria al nacionalismo popular, con influencia de masas, enraizada en masivos sindicatos mineros, como lo era el POR (Partido Obrero Revolucionario) boliviano.
Conclusión: una derrota de Evo Morales en las últimas elecciones presidenciales hubiera representado un grave retroceso y una victoria para los neoliberales y las oligarquías…
12/2014
http://contrahegemoniaweb.com.ar/geopolitica-imperial-progresismos-gubernamentales/
Esta entrevista es una contribución a un libro colectivo por publicarse en 2015 sobre “Movimientos sociales y poder popular en Chile. Retrospectivas y proyecciones políticas de la izquierda latinoamericana”, un trabajo realizado en conjunto entre el Grupo de Estudios Sociales y Políticos – Chile (GESP), de la Universidad de Santiago – USACH y Tiempo robado editoras.
Franck Gaudichaud es Magíster en Historia (Universidad de Bordeaux), Doctor en Ciencia Política (Universidad París 8) y profesor en Estudios Latinoamericanosde la Universidad de Grenoble (Francia)
Bryan Seguel es estudiante de historia y sociología de la Universidad de Chile. Asistente de investigación del “Núcleo Bicentenario: memoria social y poder” de la Universidad de Chile. Equipo interdisciplinario de investigación en movimientos sociales y poder popular (www.poderymovimientos.cl).
Notas
[1] NED: National Endowment for Democracy; USAID:United States Agency for International Development (N.d.E).
[2] Documentos elaborados para orientar la política imperial de EEUU hacia América Latina, iniciados en los años 80 con Reagan (Santa Fe I). A fines del 2000, bajo el presidente Bush, vieron la luz “los documentos Santa Fe IV”, con una fuerte orientación antichavista.
[3] Tratado de Libre Comercio de América del Norte (N. d. E)
[4]PSUV. Partido Socialista Unido de Venezuela.