Roberto Regalado América Latina: ¿qué ciclo llegó a su fin?

Alainet
Desde el inicio de la actual crisis económica mundial y los primeros golpes efectivos de la ofensiva continental reaccionaria en curso, ambos en 2008‑2009, los partidos y movimientos políticos, y las y los analistas y comunicadores de izquierda, venimos reflexionando, alertando y realizando propuestas para conjurar, o al menos limitar, el impacto de estos factores negativos en los gobiernos de signo popular que, por primera vez en la historia de América Latina y el Caribe, ocupan un lugar significativo en el mapa político regional. Entre otros espacios, esta problemática ha sido abordada en los Encuentros del Foro de São Paulo y los Seminarios Internacionales «Los partidos y una nueva sociedad» realizados entre 2009 y 2014. También lo hacemos en esta vigésima edición de nuestro seminario, e igual sucederá en el vigésimo segundo Encuentro del Foro, que se efectuará en El Salvador a finales de mayo del presente año.

Al entrar en tema, lo hago con una sincera felicitación a nuestros anfitriones del Partido del Trabajo de México, en particular, a su coordinador nacional, profesor Alberto Anaya Gutiérrez, quienes fueron víctimas de la ofensiva reaccionaria en las elecciones de julio de 2015, en las cuales el PT fue despojado de su registro electoral. Los felicito porque, en lugar de amilanarse cuando todas las puertas, y casi todos los ojos y oídos parecían cerrarse, libraron una dura batalla política y legal que desembocó en la restitución del estatus y los derechos conculcados. Por ello, este vigésimo seminario, número cerrado que podemos celebrar en virtud de esa gran victoria del PT, es también la oportunidad de reconocer la constancia y dedicación que ese partido hermano ha demostrado en el empeño de construir y desarrollar este espacio de convergencia de las fuerzas de izquierda y progresistas del mundo, y de agradecer a sus dirigentes y militantes, y en especial a Alberto, por habernos dado un valioso y oportuno ejemplo de la actitud a asumir ante los reveses parciales que sufrimos en la lucha contra enemigos que son, a la vez, poderosos y débiles: poderosos por su capacidad de destruir a la humanidad; y débiles por su incapacidad de evitar destruirla.

A tono con la mencionada sistematicidad en el abordaje de los peligros que enfrentan los procesos revolucionarios y reformadores de nuestra región, sobre ese tema versaba mi ponencia en el décimo octavo seminario «Los partidos y una nueva sociedad», en 2014,1 que comenzaba con un exergo de Schafik Hándal:

[…] en todo proceso de revolución –decía Schafik– también surge la tendencia a la contrarrevolución. Esto tiene carácter objetivo. Triunfa, en definitiva, la corriente que logra la mayor fuerza, la que se guía por un plan más acertado, más inteligente. El predominio de la revolución o de la contrarrevolución se decide en el terreno subjetivo: depende de la conducción de una o la otra.

Ese pensamiento adquiere renovada vigencia en esta época en que los partidos y movimientos políticos de izquierda y progresistas de América Latina y el Caribe conquistaron el derecho a ocupar espacios en los poderes del Estado, incluido el ejercicio del gobierno nacional, situación sin precedentes que los coloca ante la posibilidad de acumular o desacumular fuerza social y política, en función de sus respectivos proyectos estratégicos de transformación o reforma social, proceso en extremo complejo y accidentado, no solo porque transcurre en desigual lucha contra el imperialismo y las oligarquías criollas, sino también por sus propias tensiones y contradicciones internas. Este proceso ha atravesado por tres etapas:

  • Desde la segunda mitad de la década de 1980 hasta casi finales de la de 1990, lo determinante fue la acumulación de la fuerza social necesaria para derrocar a gobiernos neoliberales, y de la fuerza política suficiente para ocupar espacios en gobiernos locales y legislaturas nacionales, pero insuficiente para disputar con éxito el gobierno nacional, en medio de la reestructuración del sistema de dominación continental, que buscaba una alternancia electoral en los poderes del Estado restringida, exclusivamente, a fuerzas neoliberales.

  • Entre finales de la década de 1990 y finales de la de 2000, lo determinante fue la acumulación de la fuerza social y política que hizo posible la elección de gobiernos nacionales, a contracorriente de las campañas de coacción y exacerbación del miedo a la supuesta debacle que provocaría la interrupción de los flujos de capitales extranjeros, motivada por el acceso al gobierno de presidentes y presidentas de izquierda y progresistas, seguida de la reelección ininterrumpida de esos gobiernos, no obstante la arremetida en su contra por parte del imperialismo y los grupos oligárquicos criollos desplazados del control monopólico del Estado.

  • Desde 2009, lo determinante es el flujo y reflujo de la acumulación de fuerza social y política, provocado por la combinación de dos factores: una mayor efectividad de las estrategias desestabilizadoras reaccionarias; y el creciente costo político ocasionado por errores y deficiencias propias. Así llegamos a un pico de desacumulación social y política, entre finales de 2015 y comienzos de 2016, cuyos indicadores más sobresalientes son la derrota del candidato presidencial del Frente para la Victoria en Argentina, y el triunfo del restaurador neoliberal Mauricio Macri; la pérdida del control de la Asamblea Nacional por parte del Partido Socialista Unido de Venezuela, cuerpo legislativo que pasa a convertirse en el principal bastión político‑institucional de la derecha; y el triunfo del NO en el referéndum constitucional con que los movimientos populares bolivianos se proponían abrir la posibilidad de un tercer período de gobierno del presidente Evo Morales Ayma.

A raíz del resultado adverso de las recientes elecciones en Argentina y Venezuela, a los que luego se sumó el referendo de Bolivia, los ideólogos y estrategas mediáticos al servicio del imperialismo fabricaron la noción de «fin del ciclo progresista», según la cual, la cadena de elecciones y reelecciones de gobiernos de izquierda y progresistas en estos y otros países, sería un paréntesis en el avance de la humanidad hacia el reinado eterno del neoliberalismo, es decir, que la noción de «fin del ciclo progresista» no es más que un replanteamiento de la desacreditada tesis del «fin de la historia».

¿Es la actual desacumulación social y política expresión o presagio del fin de un ciclo? Ciertamente, indica el fin de «algo» que puede llamarse ciclo, etapa o período, según la preferencia de enunciación, pero de ningún modo constituye el desenlace de un accidente que retrasó la inexorable entrega de nuestros países a la globalización neoliberal.

Por ejemplo, en la carrera armamentista, cuando una parte crea un nuevo sistema de armas, la otra se ve obligada a crear su equivalente, o incluso un sistema que lo supere, y este «ciclo» se repetirá mientras dure esa carrera. Algo análogo sucede en la lucha social y de clases: nuevas formas de dominación generan nuevas formas de lucha, y viceversa, y este «ciclo» se repetirá mientras los pueblos no alcancen su plena emanación.

En América Latina, el cierre de los espacios legales y semilegales de lucha sindical clasista y de lucha político‑electoral pautada por la estrategia de frentes amplios, ocurrido a raíz del estallido de la Guerra Fría, generó nuevas formas de lucha social y política, a saber: mediante la lucha armada, se produjo el triunfo de las revoluciones cubana, granadina y nicaragüense; a través de pronunciamientos militares progresistas, llegaron al gobierno Juan José Torres en Bolivia, Juan Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos en Panamá; y, en virtud de una convergencia sin precedentes de fuerzas sociales y políticas, fue electo en Chile el gobierno constitucional del presidente Salvador Allende.

Las nuevas formas de lucha de la América Latina de los años sesenta generaron nuevas formas de dominación, en específico, la ejecución de una estrategia a mediano plazo subdividida en dos fases: en la primera, el imperialismo impuso en la región Estados de «seguridad nacional», que combinaron la destrucción brutal de los procesos y las fuerzas de izquierda, progresistas y democráticas, con programas de contrainsurgencia destinados a paliar las contradicciones socioeconómicas que incentivan la lucha popular; y en la segunda, una vez concluida la fase de represión y neutralización, sustituyó a los Estados de «seguridad nacional» por un sistema político‑electoral concebido para garantizar una alternancia en el gobierno restringida, exclusivamente, a fuerzas neoliberales. Así frustró o destruyó todos los proyectos y procesos de transformación revolucionaria y reforma progresista posteriores al triunfo de la Revolución Cubana.

Pero, las nuevas formas de dominación impuestas entre los años sesenta y ochenta generaron nuevas formas de lucha: el neoliberalismo provocó una intensificación de la protesta popular, parte esencial de cuya energía nutrió la lucha político‑electoral de las fuerzas de izquierda y progresistas de varios países, que también capitalizaron el voto de castigo de amplios sectores sociales contra los partidos oligárquicos que aplicaron esa doctrina. Mediante la convergencia del voto popular consciente y el voto de castigo contra la derecha neoliberal, los partidos y movimientos políticos de izquierda y progresistas demolieron las barreras y quebraron los candados concebidos para evitar su acceso al gobierno nacional.

Y hoy se está produciendo un nuevo giro dialéctico en el efecto de acción y reacción zigzagueante entre la dominación imperial y la lucha popular, que seguirá actuando en algunos momentos y lugares a favor nuestro, y en otros en contra nuestra, hasta que derrotemos la hegemonía burguesa –cuya forma y contenido en esta etapa es la hegemonía neoliberal– y construyamos una hegemonía popular.

A diferencia de lo ocurrido en las décadas de 1940 y 1950, y en las décadas de 1960 a 1980, en la actualidad no se está produciendo un cambio de forma de dominación que demande un cambio de forma de lucha popular, sino un cambio en la forma de dominación, que demanda un cambio en la forma de lucha. Con otras palabras, el imperialismo no está en condiciones de imponer un nuevo sistema de dominación con el cual sustituir al sistema político‑electoral de alternancia en el gobierno restringido exclusivamente a fuerzas neoliberales. Su política es restablecer este sistema en aquellos países donde las fuerzas populares derribaron sus barreras y quebraron sus candados, y blindarlo en los países donde hasta ahora ha funcionado de manera ininterrumpida.

Mi ponencia en nuestro décimo octavo seminario analizaba los cambios ocurridos, a la altura de 2014, en los tres factores positivos que, en mi opinión, posibilitaron el inicio de una cadena de elecciones de gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina, a menos de una década del derrumbe de la URSS,2 algo entonces inconcebible para muchos, incluido quien les habla:

  • El primer factor fue el acumulado histórico de luchas contra la dominación colonialista, neocolonialista e imperialista, en especial en la etapa 1959‑1989, en la que si bien el imperialismo frustró o destruyó, según el caso, todos los proyectos y procesos revolucionarios y reformadores de aquel momento, al final de la etapa, la fuerza social y política demostrada por los pueblos lo obligó a permitir la apertura de espacios de lucha legal hasta entonces inexistentes o precarios en la casi totalidad de la región.

Sobre este primer factor, con sumo respeto y prudencia, pero apuntando a un problema de fondo, la ponencia invitaba a cada fuerza latinoamericana y caribeña de izquierda y progresista a autoanalizarse para determinar si, en el cuarto de siglo transcurrido desde la caída del Muro de Berlín, había sido capaz de mantener e incrementar aquella acumulación histórica que abrió en el subcontinente una nueva etapa de luchas populares exitosas en momentos en que ello era inconcebible. Las interrogantes planteadas en ese texto eran: ¿cuánto, cómo y dónde hemos avanzado en la construcción de nuevos paradigmas y procesos emancipadores durante los últimos veinticinco años? ¿Cuánto, cómo y dónde nos hemos estancado? ¿Cuánto, cómo y dónde hemos retrocedido?

  • El segundo factor fue el rechazo universal a la fuerza bruta históricamente empleada contra los pueblos latinoamericanos, en especial la utilizada por los Estados de «seguridad nacional» entre 1964 y 1989, que obligó al imperialismo y sus aliados a buscar formas más sofisticadas de dominación.

Este segundo factor, la ponencia lo consideraba neutralizado o atenuado mediante un cambio en la forma de dominación que sustituye los golpes de Estado brutales y las dictaduras militares sangrientas, por estrategias de descrédito, erosión, boicot, sabotaje y desestabilización de los gobiernos y las fuerzas de izquierda y progresistas.

  • El tercer factor fue aumento de la conciencia, la movilización y la acción social y política registrado en la lucha contra el neoliberalismo, que incorporó a la lucha política y electoral a franjas populares que antes no podían y/o no tenían la conciencia y el incentivo necesarios para participar en ellas.

Sobre ese tercer factor, la ponencia alertaba que, debido a lo planteado en los dos puntos anteriores y a la incidencia de otros elementos negativos convergentes, se estaba produciendo un vuelco del voto de castigo contra los gobiernos de izquierda y progresistas, al que se sumaba la aparición de una creciente abstención de castigo de su propia base social.

¿Cómo vemos hoy, a dos años de haber presentado aquella ponencia, el cambio en la forma de dominación? Vemos que con estrategias y tecnologías de última generación, el imperialismo y las oligarquías criollas potencian el fetichismo y la enajenación inherentes a la sociedad capitalista: fomentan el olvido de la lacerante reestructuración neoliberal; culpan a los gobiernos de izquierda y progresistas de los problemas heredados de sus predecesores neoliberales, al tiempo que les impiden resolverlos mediante el boicot, el sabotaje y la desestabilización; vuelcan contra nuestros gobiernos el rechazo a prácticas consustanciales a la política de derecha, tales como la corrupción y el irrespeto a las instituciones; y lanzan contra ellos la creciente multicausal insatisfacción ciudadana, de la que somos en parte responsables.

¿Y en qué debe consistir el cambio en la forma de lucha? Para sobreponernos al cambio en la forma de dominación, tenemos un grueso y valioso expediente de análisis y reflexiones sobre la guerra de medios, las campañas desestabilizadoras, los golpes de Estado de nuevo tipo y otros conceptos que reflejan las modalidades de la actual ofensiva reaccionaria. Seguramente, este expediente continuará creciendo en cantidad y calidad, pero el problema es qué hacer con él.

El imperialismo y las oligarquías criollas son feroces en la defensa de sus intereses. Basta echar un vistazo al pasado, a las intervenciones y agresiones militares, a los golpes de Estado, a las masacres, las desapariciones, los asesinatos, las torturas, los encarcelamientos y los exilios, para recordar cuan feroces son y, por cierto, para notar que, a diferencia de otras regiones, en la actualidad, en América Latina y el Caribe no están dando rienda suelta a toda su ferocidad, porque la correlación de fuerzas se los impide. El punto es no malgastar y devaluar ese expediente hilvanando una interminable enumeración de fechorías ajenas que tributen a la cultura del lamento y la justificación. A los imperialistas y sus socios menores, no basta con denunciarlos; hay que derrotarlos, y para eso es que ha de servir el expediente.

Es malintencionadamente falso hablar del supuesto fin del ciclo progresista en América Latina y el Caribe, pero sí asistimos al final del ciclo, la etapa, el período, o como queramos llamarle al pasado reciente en que los gobiernos de izquierda y progresistas se reelegían, de manera casi automática, en virtud del carisma de su líder o lideresa; del acumulado social y político histórico, y del cosechado en la batalla contra los gobiernos neoliberales precedentes; del boom exportador de productos primarios, que no aprovecharon para reorientar la matriz económica hacia el fortalecimiento de las cadenas productivas nacionales y la integración regional; y de las meritorias políticas públicas que, sin embargo, no fueron real o suficientemente armonizadas con la generación de conciencia transformadora, la construcción de poder popular y el empoderar del pueblo. Otras muchas cosas pueden decirse sobre lo hecho y no hecho, pero aquí me detengo.

Para el final dejo lo más importante y difícil. Para vencer la ofensiva imperialista y oligárquica es preciso que todos y cada uno de los gobiernos, y todas y cada una de las fuerzas de izquierda y progresistas de la región se blinden, y esto quiere decir –y ahora lo expreso sin la prudencia de hace dos años– que se autoanalicen y se autocritiquen, que identifiquen y erradiquen de raíz los errores y las deficiencias que regalan combustible a la guerra mediática y las campañas desestabilizadoras, desconciertan a los movimientos populares, fomentan la abstención de castigo de sus bases sociales y estimulan el voto de castigo del electorado fluctuante.

La identificación, el reconocimiento y la rectificación de las deficiencias y los errores propios es la premisa indispensable para reemprender la acumulación social y política, pero es también lo más difícil porque implica atravesar por un doloroso proceso de autoevaluación y autocrítica que de verdad llegue a la raíz de los problemas, lo que hasta el momento no hemos hecho. En mi opinión, y la digo con el mayor respeto y espíritu constructivo, nos autoevaluamos y nos autocriticamos solo en la medida en que lo consideramos necesario para «capear el temporal», para «salir de hueco», pero no lo hacemos hasta sus últimas consecuencias, que es la verdadera forma de hacerlo.

En resumen, el ciclo que llegó a su fin es este, de cuyo ocaso todas y todos somos partícipes, en el que las fuerzas de izquierda y progresistas podíamos mantener la acumulación social y política, sin identificar y subsanar los errores y las deficiencias que nos han venido haciendo más y más vulnerables a la guerra mediática y las estrategias desestabilizadoras. Si no somos capaces de darnos cuenta de esto y actuar en consecuencia, también podemos llegar a lo que la derecha llama el «fin del ciclo progresista».


- Roberto Regalado es Doctor en Ciencias Filosóficas, miembro de la Sección de Literatura Histórica y Social de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, consultor del Instituto Schafik Hándal y el Centro de Estudios de El Salvador.
Ponencia presentada en el XX Seminario Internacional «Los partidos y una nueva sociedad», México D.F., 9 al 11 de marzo de 2016.

1 Roberto Regalado: «La “guerra de posiciones” en América Latina hoy», ponencia presentada en el XVIII Seminario Internacional «Los partidos y una nueva sociedad», México D.F., 27 al 29 de marzo de 2014.

 
2 Para conocer a fondo los análisis y reflexiones del autor sobre las razones que posibilitaron la elección de gobiernos de izquierda y progresistas en América Latina a partir de finales de la década de 1990, y los problemas, peligros e interrogantes planteados a esos gobiernos, ver a Roberto Regalado: La izquierda latinoamericana en el gobierno. ¿Alternativa o reciclaje?, Ocean Sur, México D.F., 2012.
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