El golpe de Estado ya ha sido consumado. Brasil pasa a integrar junto con Honduras y Paraguay el listado de países donde el Imperio probó con indudable éxito, como si fuera un gigantesco laboratorio, la nueva fórmula destituyente de gobiernos neo-desarrollistas. Una receta “moderada” según algunos analistas que no la viven en carne propia, pero brutal, como es el capitalismo en su verdadera esencia, si se la mide teniendo en cuenta el ejemplo argentino, donde en pocos meses decenas de miles de personas perdieron su trabajo y las esperanzas de construir un futuro más o menos estable. Una embestida que es regional en primera instancia y mundial si se piensa en términos absolutos, ya que viene siendo trabajada desde hace varios años, para recuperar el tiempo que les llevó a los estrategas de Washington comprobar que lo que buscaron en Medio Oriente
-destruyendo un país tras otro- lo podían obtener más fácilmente en Latinoamérica.
Lo particular de estos golpismos es que no admiten las más mínimas reformas, ya que cada uno de los gobernantes destituídos fueron marcados a fuego sólo por el hecho de iniciar emprendimientos que contemplaban políticas sociales dirigidas a los sectores que el neoliberalismo de los 90 había arrojado a la exclusión pura y dura. Ni siquiera, en los tres casos citados, se puede hablar de planteos revolucionarios de peso, que incluyeran en lo interno nacionalizaciones del comercio exterior o reforma agraria, por citar algunos ítems. Al contrario, como ha quedado patéticamente expuesto en el caso brasileño, a pesar de que Dilma Rousseff hiciera todo tipo de concesiones y generara alianzas inadecuadas que derivaron en políticas de ajuste notoriamente anti-populares, la poderosa burguesía paulista siguió atacando por todos los flancos y fue desgastando día a día al gobierno del Partido de los Trabajadores.
A diferencia de la derecha argentina que impuso a Mauricio Macri por las urnas, aunque con un muy ajustado resultado, sus pares brasileños llegan al gobierno por la ventana y con un “candidato” que además de ser ostensiblemente débil (como dice un humorista brasileño:"si Michel Temer se presentara a elecciones dudaría de votarlo, porque lo conoce, hasta su propia esposa") y con suficientes antecedentes delictivos como para ingresar en la emblemática cárcel paulista de Itaí y no en el Palacio de Planalto, como ahora le ha tocado en suerte. Sin embargo, las posibilidades que imponen las cada vez más desacreditadas democracias burguesas le permitirían a Temer intentar llevar adelante un plan de medidas que se han venido elaborando en distintas usinas de la oposición a Dilma. De hecho ya está anunciado el retorno de personajes que cohabitaron en la estructura política del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, máximo exponente del neoliberalismo “a la brasileña”, o los aportes en tecnócratas y amigos del FMI y del Banco Mundial que llegarán de la mano del derechista Aecio Neves.
En ese marco de incorporaciones, quizás la que más ruido provoca es el retorno de Henrique Meirelles, quien acompañara a Lula al frente del Banco Central entre el 2003 y 2011, cuando corrían tiempos de auge económico y no los actuales, donde la novena economía del mundo hace aguas por donde se la mire. Meirelles, actual ejecutivo de grandes empresas trasnacionales y hombre de confianza de sectores del partido Republicano estadounidense, promoverá desde la cartera de Economía, una política de más ajuste y endeudamiento como ya probara su colega Joaquim Levy en la gestión Dilma.
Dulces por la “victoria” obtenida, los partidos de derecha más ligados a instalar a Brasil en la Alianza del Pacífico y emprender relaciones carnales con Estados Unidos y Europa, tratarán de aprovechar el tiempo que va hasta fin de año para evitar no sólo que Dilma vuelva (algo que a esta altura parece improbable) sino que Lula da Silva, el único dirigente carismático de los sectores populares pueda aspirar a vencer en futuras elecciones.
Sin embargo, la derecha puede imaginar escenarios idílicos -desde su punto de vista- de privatizaciones, despidos y devaluaciones encubiertas, pero hay un factor con el que necesariamente tendrá que contar y que no es precisamente un imponderable. Se trata de la inmensa resistencia popular que desde hace meses viene ganando las calles de Brasil. Esos trabajadores y campesinos que no tuvieron dudas de enfrentar las políticas de ajuste del ministro Levy ni las provocadoras gestiones en defensa de los agronegocios de la ministra Katia Abreu, ambos de la gestión que ahora ha sido destituída. Esos hombres y mujeres que bloquean las carreteras, que están a pie de barricada, a los que se les ilumina el rostro cuando se encuentran con sus pares gritando consignas de “tierra, techo y trabajo”, o que marchan de un punto al otro denunciando que el Brasil de los de abajo tiene años de estar esperando por demandas incumplidas. Gente de pueblo que prefirió no ocupar cargos y defender la autonomía de clase, precisamente para no sumergir las ideas revolucionarias que poseen, en las cloacas burocracia y la politiquería.
Allí, precisamente allí está el Brasil real, con los Sin Tierra y los Sin Techo, con los metalúrgicos de ABC o los operarios de la Mercedes Benz, que estos días gritaron para que lo escuche el mundo “Nao vai ter golpe”. En esas andaduras está la savia que alimentará la resistencia que a partir de este fatídico 12 de mayo, deberá intentar que Temer y sus secuaces se den cuenta que cualquier gobernabilidad que trate de llevar a cabo será imposible.
Los pobres de Brasil saben que si no se mueven con fuerza se impondrá el gobierno de los ricos. Por eso lo proclaman en sus asambleas: ya no es tiempo de conciliábulos sino de acción, de paro general, de rutas y calles cortadas por multitudes, de desobediencia civil en todos los órdenes, de sabotaje a quienes intenten vulnerar conquistas obtenidas, de armar frentes de rechazo a empresarios voraces, de denuncia constante al terrorismo mediático practicado por la Red O’Globo y otras similares. Esas rebeldías de las que indudablemente el pueblo brasileño está nutrido, son los elementos básicos para que el golpe producido no funcione. Ahora "es tiempo de guerra” cantaba Chico Buarque hace años, y no de mansedumbre complaciente. Ya habrá espacio para pensar en elecciones anticipadas o potenciar la candidatura de Lula, hoy lo más importante se juega en las calles, que es a lo más le teme la burguesía. El resto, para que esa resistencia no quede aislada, será obra de la solidaridad internacional de todos los pueblos que quieren que Brasil le tuerza el brazo al Imperio.
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