Sería difícil exagerar la trascendencia nacional e internacional de las elecciones presidenciales que tendrán lugar en Ecuador el próximo domingo. En una nota anterior nos referimos a ellas hablando de una nueva “batalla de Stalingrado” en donde se juega el futuro de los tan hostigados procesos progresistas y de izquierda en América Latina y el Caribe.
Una derrota de la Alianza País significaría poco menos que la clausura del ciclo iniciado a fines del siglo pasado. Caída la fortaleza ecuatoriana el cerco se cerraría sobre Bolivia y Venezuela, acosadas por el recrudecimiento de la virulencia de la oposición y, en el caso de la segunda, también por los tremendos efectos de la crisis económica desatada por una perversa combinación de factores locales e internacionales. Y Cuba perdería un gobierno amigo, cosa que no es una cuestión menor para la isla en un escenario internacional como el actual. Por el contrario, una ratificación general del curso político seguido por Ecuador desde la elección del presidente Rafael Correa sería un valioso y oportuno reaseguro para esos países y un significativo aliento para los partidos y movimientos sociales que resisten a la restauración conservadora ocurrida en Argentina y Brasil y para los pueblos que luchan en contra de gobiernos de inequívoco signo neoliberal desde México hasta Chile, pasando por Colombia, Perú y otros países de la región.
Sería una muy positiva señal que el tan pregonado “fin de ciclo progresista” esté lejos de haberse consumado y que es, antes que nada, un ardid de la derecha cuyo propósito es muy claro: convencer a los sujetos de la rebeldía ante el orden neoliberal que la batalla ya se ha perdido y que no tiene sentido seguir luchando. Es bien sabido que la victoria en el terreno de las ideas y las conciencias es prerrequisito de la victoria política. Así, la muletilla del “fin de ciclo” es una sibilina forma de promover una rendición incondicional de las fuerzas del campo popular.
Una eventual victoria de la derecha en Ecuador precipitaría un retroceso espectacular de los avances registrados en los últimos diez años, con independencia de su caracterización y valoración. Por eso el electorado ecuatoriano haría bien en mirarse en el espejo argentino. En el país sureño, la derecha llegó al gobierno en un ajustado ballotage prometiendo que los logros del período kirchnerista no sólo serían respetados sino también profundizados a partir de una supuesta mejor administración de la cosa pública.
Mentiras todas que se transparentaron desde las primeras horas del gobierno de Mauricio Macri, cuando se puso en evidencia que la demagogia de la campaña nada tenía que ver con las políticas que efectivamente fueron llevadas a la práctica. El espejo brasileño no es menos aleccionador que el argentino, y arroja las mismas o peores enseñanzas. Pensar que en Ecuador la derecha se comportará de otro modo, que será fiel a sus edulcoradas promesas de campaña y que, en caso de prevalecer, se abstendrá de descargar un furioso escarmiento sobre la masa plebeya que instaló a Rafael Correa en el Palacio de Carondelet es un acto de imperdonable ingenuidad e irresponsabilidad políticas, sobre todo cuando quienes albergan tan inocentes expectativas son fuerzas partidarias o corrientes de izquierda.
Si en el orden nacional la desciudadanización, la pérdida de derechos y la reconcentración de los ingresos y la riqueza serían el colofón inmediato de la victoria de la derecha, las consecuencias en el terreno internacional no serían menos nefastas. Aparte de lo que señaláramos al principio de esta nota, habría que agregar el enorme impacto de la previsible cancelación del asilo diplomático concedido a Julian Assange, junto con Edward Snowden el “enemigo público número uno” de Estados Unidos y los principales gobiernos y megacorporaciones capitalistas de todo el mundo, cuyas siniestras maniobras, estafas y crímenes salieron a la luz pública gracias a Wikileaks, fundado precisamente por Assange.
Lo primero que haría un eventual gobierno de derecha en Ecuador sería ofrecer en bandeja de plata la cabeza del asilado en Londres, así como el gobierno de México hizo lo propio -infructuosamente, para su desgracia- al entregarle a Barack Obama la del “Chapo Guzmán” en vísperas de la elección presidencial norteamericana, con el objeto de robustecer las chances electorales de Hillary Clinton.
La entrega de Assange a las autoridades norteamericanas no sólo sería una velada sentencia de muerte para el australiano sino un mensaje tan funesto como aleccionador para quienes están empeñados en descorrer el velo que oculta los crímenes de los capitalistas. Pero esto no sería lo único que haría ese gobierno: seguramente renegociaría el retorno de las tropas estadounidenses a la base de Manta para que, de ese modo, Washington pudiera establecer un control absoluto del litoral pacífico nuestroamericano (al día de hoy Ecuador es una molesta excepción en esa materia). No habría que descartar que en tal eventualidad se utilizara el pretexto de la “guerra contra el terrorismo” para, como lo hiciera Colombia hace pocos años, incorporar al país como aliado estratégico de la OTAN e involucrarlo en las guerras de pillaje que esa organización criminal libra en los más apartados rincones del planeta. Dejamos a los lectores imaginar que otras iniciativas podría tomar un gobierno de esa orientación en el terreno internacional. ¿Seguiría apoyando, como lo ha hecho el actual gobierno a la UNASUR, cuya sede está precisamente en este país o al proceso de paz en Colombia, facilitando las negociaciones entre el ELN y Bogotá?
Ante este razonamiento los infaltables “doctores de la revolución” no demorarán en señalar lo que según sus análisis serían los insanables vicios y limitaciones del actual gobierno ecuatoriano y sosteniendo al mismo tiempo que Alianza País no es diferente de las expresiones políticas de la derecha contra las cuales competirá en las elecciones. Una vez más basta con observar lo ocurrido en la Argentina o Brasil, donde también allí sectores presuntamente radicalizados se golpeaban el pecho asegurando que Scioli o Macri eran lo mismo, o que Aecio Neves era igual que Dilma.
Tarde comprobaron su gravísimo error y reparar el daño facilitado por su actitud insumirá años de luchas y sufrimientos, sobre todo para las grandes mayorías nacionales. En el caso del Ecuador este predicamento desconoce dos datos esenciales: la vulnerabilidad externa del país y sus limitados márgenes de maniobra ante el despotismo del capital internacional y sus aliados y el hecho de que en este mundo realmente existente -no en el que construyen las alucinaciones doctrinarias- no existen ni han existido jamás gobiernos que puedan presentar una hoja de balance a salvo de defectos, yerros y limitaciones, y el de Ecuador no es –ni podría ser- la excepción. Para ello se requeriría, como bien lo observaba Jean-Jacques Rousseau, que los hombres fueran ángeles pero no lo son. Tal como lo hemos dicho en numerosas oportunidades, a la hora de hacer las cuentas de los últimos diez años los aciertos del gobierno de Rafael Correa superan ampliamente los desaciertos, y este es el dato a partir del cual hay que posicionarse ante el desafío del próximo domingo.
La experiencia histórica enseña que hay sectores de la izquierda que suelen ser víctimas de dos impulsos profundamente autodestructivos: la compulsión por la equivocación, misma que hace que cuando se enfrenta a una coyuntura política crítica, su miopía la lleve a ver al árbol en todos sus detalles –y sobre todo sus defectos- pero a ignorar el bosque; y, por otro lado, una temeraria tendencia al suicidio mesiánico que termina por facilitar la victoria de sus enemigos. La derecha no padece de ninguno de estos dos males, aunque tiene muchos otros; pero nunca se equivoca a la hora de identificar a su enemigo de clase. Por eso para la “comunidad de inteligencia” de Estados Unidos, con la CIA a la cabeza, el enemigo a derrotar es Lenin Moreno. Y no creo que ello se deba a la repulsa que les provoca su nombre de pila. Para muchos, con esto nos basta y nos sobra para saber cómo hay que votar el próximo domingo.
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