Jaime Osorio; La ruptura entre economía y política en el mundo del capital




 Osorio Urbina, Jaime Sebatián
Revista Herramienta

Osorio Urbina, Jaime Sebatián. Docente e investigador, Departamento de Relaciones Sociales, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. Dirección electrónica: josorio@correo.xoc.uam.mx
 
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Llamamos capital a la unidad diferenciada de relaciones sociales de explotación y dominio. En el mundo del capital, toda relación de dominio de clases (para diferenciarlo de formas de opresión o de poder que no son constitutivamente de clases: padre/hijo; profesor/alumno; hombre/mujer; médico/paciente; etc.) es relación de explotación (directa, sobre trabajadores activos, o indirecta, sobre trabajadores inactivos) y toda relación de explotación es, a su vez, relación de dominio de clases.
 
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El capital no puede revelarse en el mundo fenoménico como explotación y dominio. Por el contrario, promete la construcción de un mundo de hombres libres e iguales. A pesar de violentar esa promesa, sin embargo, debe reconstituirla. Para ello debe conformar la ficción real de un mundo de hombres libres e iguales. Ficción, porque encubre y desvirtúa la esencia de su ser. Real, sin embargo, porque dicho trastocamiento actúa y alcanza consistencia. Opera de manera efectiva.
En pocas palabras, el capital necesita presentarse de manera distorsionada, al revés de lo que es. Esto forma parte del proceso de fetichización del capital, que le posibilita crear un “mundo encantado, invertido y puesto de cabeza” (Marx, 1973, vol. III: 768). Por medio de la fetichización, el ser se manifiesta ocultándose. Aquí nos interesa develar algunos de los procesos que hacen posible sostener aquella ficción.
 
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Un primer paso del capital, en ese proceso de ocultarse y revelarse de manera distorsionada, implica la ruptura de su unidad económico-política, conformando estas dimensiones como esferas autónomas e independientes, ya no como diferencias en el seno de una unidad. El desarrollo de esta tendencia llevará a la conformación de saberes con “objetos” particulares: la ciencia de la economía o ciencia económica, y la ciencia de la política o ciencia política. De allí, su constitución en disciplinas, en momentos en que los saberes sociales se disciplinan, se presentará como un paso normal.
 
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Para comprender en su complejidad la unidad económico/política del capital y el proceso de ruptura de esa unidad es pertinente considerar la particularidad de la primera fase de la circulación, en donde se realiza la compra y venta de medios de producción y de fuerza de trabajo. Allí los portadores de capital y trabajo se presentan como sujetos libres, que de manera soberana llevan a cabo el proceso de intercambio. Por ello, dice Marx, el mercado, aparece como el reino de la libertad.[1] El obrero es dueño de su fuerza de trabajo y de manera libre, sin coacción visible ni sujeción a otros sujetos, se presenta a vender su mercancía, al igual que el burgués, quien también de manera libre llega al mercado con mercancía dinero, dispuesto a comprar fuerzas de trabajo.
 
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En ese proceso de libre intercambio importa destacar el obscurecimiento de los procesos políticos que lo hacen posible, y que ponen de manifiesto la coacción y la ficción de libertad en que se encuentra el vendedor de su fuerza de trabajo.[2] Primero, porque él y su clase han sido objeto de violencia en los procesos de despojo y expropiación de tierras y herramientas, quedando desnudos de medios de producción. Segundo, porque el monto de dinero percibido por la venta de su fuerza de trabajo, sólo le permite al trabajador su reproducción diaria. Esto implica que necesariamente deba presentarse un día tras otro nuevamente en el mercado a vender su mercancía, ya que de lo contrario es su propia existencia, como ser vivo, la que queda en entredicho. Lo que tenemos, entonces, es una nueva coacción política imperando en la “libertad” de los trabajadores y su cotidiana presencia en el mercado. Tercero, porque el trabajador es expropiado de valor, al menos del que excede al valor de su fuerza de trabajo, lo que implica explotación, y un Estado de derecho (dominio) que hace posible dicha explotación.
 
La fuerza de trabajo reposa en la corporeidad viva del trabajador, (músculos, cerebro, sistema nervioso, esqueleto, corazón, pulmones, etc.). No hay forma de separar una de la otra. Por tanto, cuando el trabajador vende su fuerza de trabajo, el capital no sólo se lleva aquella mercancía, sino también la corporeidad total del trabajador. Y todo lo que le suceda a esa fuerza de trabajo, trabajando en términos de extenuantes jornadas, intenso trabajo, para no hablar de las agotadoras horas de traslado de la vivienda al trabajo y viceversa, es al trabajador y a su cuerpo (y alma o espíritu) al que le sucede todo esto. Aquí radica el punto central del poder del capital sobre la vida, o biopoder. Y es por desconocer o relegar este proceso por lo que las formulaciones de Michel Foucault y Giorgio Agamben,[3] en su radicalidad, terminan dejando de lado el proceso fundamental y generalizado que explica la capacidad del poder (del capital) sobre la vida, además de colocarla permanentemente en entredicho en nuestro tiempo.[4]
 
Es la presencia de una violencia institucional (consagrada por leyes en un Estado de derecho), de una coacción encubierta, lo que explica que no tengan que presentarse policías a sacar de sus camas a los trabajadores a altas horas de la mañana, ni a golpearlos para que se dirijan a los centros de transporte público y de allí a sus trabajos. Aquella violencia de despojo ancestral, a la cual se añade ahora la violencia cotidiana (expropiación diaria de plusvalía), los obligan a buscar un salario para sobrevivir. Este es el cuadro de la libertad del vendedor de fuerza de trabajo. Lo que se presenta como operaciones simplemente económicas son también operaciones políticas de sometimiento, violencia y coacción encubiertas.
 
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Históricamente la ruptura entre economía y política toma forma en las últimas décadas del siglo xix, con la llamada revolución marginalista. Para la economía política clásica, que cristaliza en la segunda mitad del siglo xviii y primera del siglo xix, la reflexión de la economía remitía de manera directa hacia las clases sociales y las formas de apropiación de la riqueza social. Así ocurría con el fisiócrata Francois Quesnay en su Cuadro económico (1758); también, en el primer libro, de los cinco que conforman La riqueza de la naciones (1776), de Adam Smith, o en David Ricardo, con su teoría de la distribución del ingreso en Principios de Economía Política (1817). Luego, con el inglés William Stanley Jevons, el francés Léon Walras y el austríaco Anton Menger, antecedidos por el francés Antoine Augustin Cournot, la política explícita de la economía es definitivamente abandonada para dar paso a una economía cada vez más circunscrita a asuntos de la circulación y del mercado. De esta manera, la economía comienza a alejarse de los problemas de la producción y, despolitizada en su apariencia, plantea, como sustento de cientificidad, la sofisticación matemática y estadística.
 
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La despolitización de la economía (que no es sino otra forma de operación política) tiene como uno de sus efectos abandonar la mirada sobre el conjunto de las fases del proceso económico para concentrar su atención en la circulación, particularmente en la segunda fase, allí en donde las mercancías valorizadas son lanzadas al mercado para su realización. Problema nada irrelevante para un capitalismo que hace crecer considerablemente la masa de valores de uso como resultado de su elevada productividad (y de la intensidad), y con este crecimiento, también hace propiciar la tendencia recurrente a las crisis. Las condiciones de equilibrio entre oferta y demanda, competencia perfecta, precios, utilidad marginal, entre otros temas, pasarán a constituirse en asuntos privilegiados de la nueva ciencia económica y su mirada reduccionista.
 
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No es ocioso señalar que como resultado del quiebre antes señalado en el seno de la economía (que implica el paso de la economía política a manos del marxismo) y frente al incremento de las luchas sociales que acompañan el paso del capitalismo manufacturero al industrial, resultado a su vez de la constitución de un proletariado cada vez más extenso y organizado, surge la necesidad de una nueva disciplina en las ciencias sociales, ahora la sociología, que se hará cargo de explicar los problemas sociales, pero desde una perspectiva donde prevalece impedir el desorden social (o la anomia), bajo la impronta empírico/positivista de analizar los hechos sociales como cosas, al decir de Durkheim, en manos de quien cristaliza la nueva disciplina.
 
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La conformación de la economía y la política como disciplinas independientes deja, sin embargo, a cada una bajo el espectro de las relaciones sociales que las constituyen, de explotación a una y de dominio a la otra. Esto implica un problema demasiado serio aún para el proceso del capital de revelar-ocultando. Por ello es necesario llevar a cabo una segunda ruptura, ahora, en el seno de cada esfera, a fin de romper con las relaciones sociales que las constituyen.
 
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Romper relaciones y asumir “cosas” como objeto de reflexión es una característica de los saberes que pone en marcha el mundo del capital (Pérez Soto, 2008). Este paso, relegar relaciones y asumir cosas, se encuentra en la base del individualismo metodológico que prevalece en las ciencias sociales. El individuo cumple con todas las exigencias de la ciencia empírica y experimental que caracteriza en lo fundamental a los saberes en la modernidad capitalista. Por ello, no tiene nada de extraño que se lo asuma como la unidad básica desde la cual los saberes actuales piensan los procesos de la sociedad.
 
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Fracturadas las relaciones sociales, y establecido el privilegio de las cosas como objetos de las ciencias, en la esfera económica, el mercado se conforma en la entidad fundamental de una economía ya no-política. Es allí donde interactúan los individuos, llevando a cabo operaciones de compra y venta. Pero en el mercado, tenemos además individuos libres: nadie los coacciona, que no sean las razones del propio mercado, en sus procesos de intercambio. La ficción de un mundo de hombres libres gana posiciones en las rupturas que realiza el capital.
 
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En la esfera política, autonomizada de la economía, y ya abandonadas las relaciones sociales, suceden operaciones semejantes. En los relatos prevalecientes, son individuos –que reclaman pasar del estado de naturaleza (allí donde el hombre es un lobo para los demás hombres) al estado político– los que establecen un contrato social y los que darán vida al Estado. Ninguno de ellos tiene la capacidad de imponerse sobre los otros. Por ello, el Estado podrá erigirse en la autoridad de todos. La igualdad política de los que acuerdan es fundamental para sostener el imaginario de un Estado de todos. El relato contractualista juega, así, un papel central en la fetichización del capital, en torno al imaginario de una sociedad de hombres iguales.
 
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Con la constitución del ciudadano y, más tarde, con el sufragio universal, aquel proceso alcanza una nueva vuelta de tuerca. Cada cabeza es un voto, y un voto es igual a cualquier otro voto. La democracia liberal termina por consagrar la igualdad política de los individuos.
 
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El doble proceso de fractura señalado –entre economía y política, inicialmente, y luego, el de las relaciones sociales que las constituyen– le permite al valor que se valoriza (capital) reforzar la ficción-realidad de un mundo de hombres libres e iguales. Y que lo que acontece en una esfera no tiene relaciones con lo que sucede en la otra. En pocas palabras, la doble fractura permite que la economía se manifieste como no-política, para que a su vez la política se manifieste como no-económica.[5]Esto implica asumir que nada de lo que acontece en la economía (y más particularmente en el mercado) es resultado de decisiones políticas (lo que sería muy gravoso).Y que nada de lo que acontece en la política es resultado de la acción de poderes económicos (lo que rompería la ficción de iguales).
 
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En el plano económico, el capital no puede ocultar, sin embargo, que el mundo que construye está conformado por notables desigualdades sociales. La riqueza y la pobreza son visibles, como visible es su desigual reparto. El problema inicial será, entonces, naturalizar estos procesos. En pocas palabras, presentar que no existen relaciones sociales que los generan. Así, se dirá que el mercado, en tanto mecanismo socialmente neutro, se encarga de distribuir la riqueza a través de criterios puramente técnicos, en función de las diferencias en materia de esfuerzo, talento y capacidades de los individuos. De este modo, la desigualdad social imperante en la esfera económica se presenta como no-política: no hay nada de dominio y de poder –en tanto relaciones entre agrupamientos clasistas–, sino sólo operaciones técnicas, las presentes en la generación de riqueza y pobreza en el capitalismo. Las responsabilidades por la presencia de una y de otra reposan a su vez en razones puramente individuales: cada individuo, según sus esfuerzos, capacidades y talentos, es el dueño de su suerte social.
 
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La desigualdad social no solo es un resultado puramente técnico para el relato del capital, sino, además, constituye –para ese relato– un gran motor en el desarrollo de la sociedad. Aquellos individuos que perciben menores proporciones de la riqueza social –y teniendo a la vista la riqueza y el bienestar de otros–, se verán impulsados a realizar mayores esfuerzos y a buscar mejores capacitaciones con el fin de acceder a escalones superiores de bienestar. De esta forma, las acciones individuales, en favor del ascenso social, traen consigo mejoras para la sociedad en su conjunto.
 
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Las preguntas clásicas de la economía: ¿qué se produce?, ¿cómo se produce?, ¿para quién(es) se produce?, ponen de manifiesto que, en momentos históricos determinados, son los proyectos de determinados capitales los que prevalecen y organizan la vida en común. Porque cuando decimos capital, en el fondo, decimos muchos capitales, inscritos unos en la producción, otros en la circulación, terceros en la banca y las finanzas, y además, de tamaños y peso diferenciado; y lo más relevante, orientados a mercados sociales distintos. No es lo mismo valorizar el capital produciendo automóviles que produciendo pan. En otras palabras, no existe un proyecto de reproducción que permita a todos los capitales resolver sus necesidades por igual. El capitalismo es un sistema de competencia entre capitales y son algunos –en momentos históricos determinados– los que logran sacar adelante sus proyectos en desmedro de los intereses de otros capitales. Esto se expresa, a su vez, hacia los sectores dominados, donde los proyectos del capital tienen consecuencias diferenciadas en sus condiciones de existencia.[6]
 
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El hecho de que sean determinados proyectos del capital los que prevalezcan en momentos específicos (que significa decir: los intereses de determinadas clases, fracciones o sectores dominantes son los que prevalecen) nos traslada, de manera inmediata, al terreno de la política y del Estado. Quiere decir que los proyectos de determinadas clases, fracciones y sectores dominantes se han hecho hegemónicos y que en ese proceso han subordinado a otros proyectos de agrupamientos dominantes, que con mayor o menor fuerza, ventajas y desventajas, se articularán en torno a los proyectos hegemónicos, dando forma a una articulación particular del bloque en el poder. Con ello nos acercamos a responder uno de los interrogantes clave del análisis político: ¿quién(es) detentan el poder?[7] Desde esta perspectiva, la noción de hegemonía asume necesariamente una connotación económica/política que expresa dimensiones diferenciadas de la unidad del capital.
 
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Que la política aparezca como no-económica es una dimensión fundamental para mantener el imaginario de una sociedad en donde la política (esto es, la capacidad de los sujetos de decidir sobre el curso de la vida en común) es un asunto de todos en condiciones de igualdad política. Este imaginario se rompería, si las desigualdades sociales imperantes en la economía se expresaran sin mediaciones, como fuerza diferenciada en lo político, con lo que la mayor riqueza de algunos equivaldría a mayor poder político. Todas las fracturas que realiza el capital en su despliegue impiden que se construyan esos puentes y se establezcan esas ecuaciones.
 
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El sufragio universal apunta a resanar las fisuras que tienden de manera permanente a producirse en esa realidad. Cada cabeza es un voto y solo un voto. Por tanto, a la hora de decidir sobre los asuntos de la vida en común, el dueño de Teléfonos de México (Telmex), Carlos Slim,[8]sólo deposita un voto; y con ello, el grado de decisión proporcional correspondiente, igual que acontece con el voto que deposita el portero de aquella empresa. Al final, uno y otro solo dispusieron de un átomo de poder en la decisión general. El recuento final mostrará la correspondencia entre votos y ciudadanos participantes. Y para disipar dudas, se pueden poner urnas transparentes, en donde, vía medios electrónicos, todos pueden ser testigos de que Carlos Slim solo introduce una papeleta en la urna, igual que cualquier otro ciudadano.
 
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En una esfera política así conformada, se construye, además, la ficción de que en las elecciones fundamentales (las presidenciales en un régimen presidencial, las parlamentarias en un régimen parlamentario) se encuentra en juego todo o casi todo, salvo la democracia misma. En definitiva, es el curso y la organización de la vida en común lo que se pone en disputa cuando se elige a las máximas autoridades. Con esto, se fortalece, a su vez, la ficción del poder de los ciudadanos: los ciudadanos, en este relato, no pueden ser sino sujetos empoderados.[9]
 
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En los hechos, los ciudadanos eligen en un campo de juego que ha sido previamente delimitado y en donde las opciones a elegir han sido filtradas por las reglas y procedimientos inscritas en aquella delimitación. El Estado de derecho imperante expresa los límites del campo de juego y sus reglas, a las que deben someterse los jugadores-ciudadanos y sus órganos de representación: los partidos políticos. De esta forma, en tales procesos, solo se encuentra en juego lo que aquellas delimitaciones permiten. Ello explica el enorme peso que alcanzan las exigencias a los contendientes sobre el respeto al Estado de derecho.
 
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Destacar lo anterior permite poner de manifiesto que todo Estado de derecho expresa el poder de clases que subyace en –y que establece– un orden social, previo a cualquier elección. Por tanto, tiene sentido que el dueño de Telmex y el portero de dicha empresa depositen, cada uno, solo un voto. En los hechos, Carlos Slim y todos sus iguales ya han votado (o más claro, decidido) de manera previa, estableciendo las fronteras de lo legal y lo ilegal, de lo posible y lo imposible, del juego, del campo de juego y de sus reglas. Y son esas decisiones previas, en tanto poder constituido, las que organizan el curso de la vida en común y, por supuesto, también, las elecciones. Por ello, tendencialmente, quienes expresan ese poder, siempre ganan en las elecciones, cualquiera sea el resultado. Y el voto de los porteros y sus iguales contará como la cuenta de los que no-cuentan, al decir de Rancière (1996). Por eso, cualquiera sea el resultado, siempre pierden.
 
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En las elecciones de la democracia liberal, no está puesto en juego el poder político del Estado. No se convoca para dirimir si la vida en común la organizaremos en torno a la propiedad común o en torno a la propiedad privada de los medios de producción. En las elecciones, solo se dirime qué fuerzas políticas y/o personeros asumirán los principales cargos del aparato del Estado, es decir, quienes encabezarán las instituciones en donde se administra el poder político, no quienes detentan el poder político. Ese aparato de Estado no está para servir a intereses sociales cualesquiera, ya que constituye la cosificación de las relaciones de poder del Estado. Por eso, aún si se diese el caso de que fuerzas y personeros anti-capitalistas ganaran en elecciones y alcanzaran las cúspides del aparato, este operaría como un verdadero pantano político, en donde aquellas fuerzas y personeros, que se moverán en sus límites, terminarán hundiéndose, y sus proyectos, desvirtuados.
 
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Dentro del marco de las relaciones sociales existentes, con el arribo de una clase reinante con proyectos distintos a los prevalecientes e incluso encontrados u opuestos, se pueden producir modificaciones en las relaciones de fuerza entre las clases dominantes y las clases dominadas sin que se altere el fundamento del poder y del dominio. También, se pueden producir modificaciones en el seno del bloque en el poder y en el campo de las relaciones de fuerza entre el bloque de las clases dominadas.
 
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La eficacia de los procedimientos de la democracia liberal se puede medir por el enorme número de elecciones realizadas a lo ancho del planeta, y en cada sociedad, en un periodo que cubre casi un siglo desde que se estableció el sufragio universal bajo las reglas de la democracia liberal.  En relación con esto, no son llamativos los pobres resultados alcanzados en materia de transformaciones políticas para el mundo de los dominados.
 
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Solo asumiéndose como negación de lo alcanzado, y por tanto como paso posible, pero transitorio y rupturista, incluso con lo alcanzado, en la ruta de la destrucción de las relaciones sociales imperantes, es que aquellos triunfos electorales podrán revestirse de nuevas potencialidades rupturistas. Instalarse en el aparato y suponer que desde allí pueden llevarse a cabo las transformaciones sociales es quedar atrapado en la telaraña fetichista construida por el poder político imperante, que terminará de entrampar y desgastar a los que se suponían triunfadores.
 
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La promulgación de leyes en favor de los explotados y dominados por gobiernos populares insertos en el aparato de Estado burgués es algo bueno. Pero ello no puede hacernos perder de vista que esas leyes se inscriben en un Estado de derecho que, como unidad, protege y defiende los intereses de las clases dominantes que lo establecieron y promulgaron y que crearon un poder para sostenerlo. También, por ello, promulgar un nuevo Estado de derecho o una nueva Constitución sin crear el poder de los dominados para imponerlo y defenderlo, no deja de ser una operación bien intencionada, pero condenada al fracaso. Y en esta materia, los fracasos tienen duros costos humanos y políticos, y son de larga duración.
 
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Discutir sobre las acciones políticas de gobiernos populares no significa desconocer su significación, aún para proyectos que se plantean transformar y revolucionar el orden social existente. Simplemente se trata de establecer sus límites y romper con el fetichismo que lleva a hacer creer que instalándose en el aparato del Estado es posible no solo someter al capital, sino, incluso, construir un mundo ajeno al mismo. El Estado burgués y el aparato de ese Estado no son el lugar para una ni para otra cosa. Solo desde una política que busque ganar y acumular fuerzas para destruir las relaciones sociales imperantes, tendrá sentido ocupar posiciones en el aparato del Estado, de manera transitoria, si ello es posible. Pero desde esta perspectiva, pronto se hará presente la necesidad de romper y negar aquello que se ha ganado, porque su carga y su condición de obstáculo para acumular fuerzas será cada día mayor, y mayor, también, el desgaste de los sectores populares.  
 
 
Bibliografía
 
Agamben, Giorgio, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos, 1998. 
Ávalos, Gerardo / Hirsch, Joachim. La política del capital. México: UAM-Xochimilco, 2007.
Ferreira, Carla / Osorio, Jaime / Luce, Mathias (orgs.), Padrão de reprodução do capital. San Pablo: Boitempo, 2012.
Foucault, Michel, Historia de la sexualidad I. La voluntad de poder. México: Siglo XXI Editores, 1977.
Foucault, M. Defender la sociedad. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Foucault, M., Seguridad, territorio, población. México: Fondo de Cultura Económica, 2006.
Marini, Ruy Mauro, “Razón y sinrazón de la sociología marxista”. En: Sergio Bagú et al., Teoría marxista de las clases sociales. Cuadernos de Teoría y Sociedad, México, UAM-Iztapalapa, 1983.
Marx, Karl, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador), 1857-1858. Volúmenes I y II. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1971.
–, El Capital. México: Fondo de Cultura Económica, 1973.
–, El Capital. Buenos Aires: Siglo XXI editores , 1975.
–, Teorías sobre la plusvalía. Tres volúmenes. México: Fondo de Cultura Económica, 1980.
Osorio, Jaime, El Estado en el centro de la mundialización. La sociedad civil y el asunto del poder. México: Fondo de Cultura Económica, 2004.
–, Estado, biopoder, exclusión. Análisis desde la lógica del capital. Barcelona: Anthropos/UAM, 2012.
Pérez Soto, Carlos, Desde Hegel. Para una crítica radical de las ciencias sociales. México: Ítaca, 2008.
Rancière, Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1996.

 
Artículo enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
 
 
[1]. “La órbita de la circulación o del cambio de mercancías, dentro de cuyas fronteras se desarrolla la compra y la venta de la fuerza de trabajo, era, en realidad, el verdadero paraíso de los derechos del hombre. Dentro de estos linderos, sólo reinan la libertad, la igualdad, la propiedad…” (Marx, 1973, vol. I: 128). Énfasis del original, salvo que se explicite lo contrario.
[2]. “El contrato por medio del cual (el obrero JO) vendía su fuerza de trabajo al capitalista demostraba a ojos vistas […] que disponía libremente de su persona. Cerrado el trato se descubre que el obrero no es ‘ningún agente libre’,  que el momento en que se le deja en libertad para vender su fuerza de trabajo es precisamente el momento en que se ve obligado a venderla […]” (Ibíd.: 240).
[3]. Cf. Foucault (1977; 2000; 2006) y Agamben (1998).
[4]. Para el desarrollo de estos problemas, véase Osorio (2012).
[5]. Cf. la apreciación de Gerardo Ávalos (Ávalos / Hirsch, 2007).
[6]. Los problemas anteriores remiten a la noción “patrón de reproducción del capital”. Para su tratamiento véase: Ferreira / Osorio / Luce (orgs.) (2012).
[7]. El otro interrogante clave es: ¿cómo se ejerce el poder? Para ello, cf. Osorio (2004).
[8]. Uno de los hombres más ricos del mundo, de acuerdo con la clasificación de la revista Forbes.
[9]. Pero empoderados bajo formas (de violencia) institucionales establecidas. De allí, el temor y la sorpresa cuando los ciudadanos expresan su poder en las calles, por ejemplo, y además, no de manera atomizada, sino bajo formas supra-individuales.  

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