1 de noviembre 2013
En la misma Casa Comunal de Totonicapán donde fueron velados los seis indígenas asesinados el 4 de octubre de 2012, cuando protestaban contra el aumento de las tarifas eléctricas y una reforma constitucional que desaparece pueblos y tierras comunales, se debería celebrar el lunes 4 de noviembre un encuentro entre comuneras y comuneros con la feminista estadunidense Silvia Federici, escritora y activista en el movimiento Occupy Wall Street.
Debería, porque comuneros de la familia Tzul recibieron amenazas de muerte el 26 de octubre, días antes de un acto que estaba concitando el interés de una población que viene sufriendo agresiones militares y de las grandes empresas multinacionales vinculadas a la minería y a las hidroeléctricas. La familia Tzul, y en particular las hermanas Gladys y Jovita, son perseguidas por indígenas, por mujeres y porque están contribuyendo a revitalizar el tejido comunitario en los 48 cantones de Totonicapán.
Gladys realiza su doctorado de sociología en Puebla, bajo la dirección de Raquel Gutiérrez. En su libro Feminismos desde Abya Yala, Francesca Gargallo sostiene que “su presencia es doblemente agente de deconstrucción porque es a la vez k’iche’ y feminista” (p. 256). Como sucede en toda América Latina las mujeres están en la primera fila de las resistencias al extractivismo (desde las Madres de Ituzaingó en Argentina hasta las integrantes de Conamuri en Paraguay), y combinan creatividad, combatividad y una gran capacidad para deconstruir el modelo extractivo.
Los indios guatemaltecos han mostrado, en los últimos años, una creciente capacidad para resistir el modelo de robo y conquista asentado en la minería a cielo abierto y en megaobras como las represas hidroeléctricas. Más de 30 municipios declararon desde mediados de la década de 2000 su oposición a la minería. Una de las acciones más notables fue la Marcha Indígena Campesina y Popular iniciada en Cobán el 19 de marzo de 2012, que llegó nueve días después a Ciudad de Guatemala luego de recorrer a pie más de 200 kilómetros.
La marcha no sólo reunió miles de personas de diversas pueblos, sino que logró agrupar las principales demandas, entre ellas “que terminen los desalojos, la persecución y criminalización en contra de líderes y lideresas indígenas y campesinos, las falsas acusaciones, las actuaciones parcializadas de jueces y fiscales, las órdenes de captura y juicios amañados, la intimidación y ataques en contra de miembros, comunidades y organizaciones, así como los asesinatos y allanamientos”.
En octubre de 2012 los comuneros de los 48 cantones de Totonicapán bloquearon cinco puntos de las carreteras que comunican la cabecera del departamento, en defensa de sus demandas. La represión militar causó seis muertos y más de treinta heridos graves. El antropólogo Kajkoj Maximo Ba Tiul sostiene que en Guatemala se desarrolla “una nueva forma de contrainsurgencia” impulsada por Estados Unidos y la alianza histórica oligárquico-burguesa-militar para “la destrucción de los bienes de la naturaleza en territorios indígenas” (Cetri, 11 de diciembre de 2012).
Para el modelo de desarrollo extractivo, señala Maximo, “la nueva insurgencia son los pueblos que se oponen a la destrucción de sus territorios”. Por eso se trata a pueblos enteros como “terroristas”, aplicando métodos muy similares a los del régimen de Efraín Ríos Montt (1982-1983) durante el genocidio que arrasó 400 aldeas, o sea la política de “tierra arrasada”.
En un trabajo sobre “la política k’iche’”, Gladys Tzul sostiene que las comunidades indígenas son “sistemas de gobierno, que administran y reproducen la vida cotidiana, que se organizan para la gestión colectiva del territorio comunal”. Por lo tanto, su política “no se organiza de la misma manera que la política liberal”, recuperando en este sentido la mirada de Raquel Gutiérrez sobre la política comunitaria en Bolivia: es deliberativa y no representativa, está anclada en formas de producción familiares y en la propiedad colectiva de la tierra.
No son, pues, movimientos sociales o movimientos indígenas, sino sociedades otras, diferentes a la sociedad hegemónica. Y son, también, sociedades en movimiento. Luego de la masacre de octubre de 2012, mujeres y hombres jóvenes de Totonicapán, entre ellos Gladys y su hermana Jovita, analizaron en colectivo la reforma constitucional que promueve el gobierno de Otto Pérez Molina (kaibil durante la guerra), concluyendo que bajo el manto de la “nación guatemalteca” se busca “el despojo de las tierras comunales” y la desaparición de los pueblos indígenas, relegados a reliquias culturales.
Los comuneros de Totonicapán realizaron, como apunta Gladys, “un potente trabajo analítico-práctico de investigación”, lo socializaron y lo difundieron en las asambleas comunitarias. Luego empezaron a negociar con la empresa el uso de sus tierras, “una negociación de propietarios comunales que se presentan a negociar en colectivo”, algo que las multinacionales no están dispuestas a tolerar. Ese es, en este caso concreto, el escenario de fondo de la violencia y las amenazas.
La historia de los oprimidos, escribió Walter Benjamin en Tesis sobre la historia, nos enseña que “el estado de excepción” es la regla. Giorgio Agamben en Homo Sacer agrega algo más perturbador aún: “El campo de concentración y no la ciudad es hoy el paradigma biopolítico de Occidente”. Añade que desde los campos de concentración “no hay retorno posible a la política clásica” y que es desde estos “terrenos inciertos” donde debemos pensar las formas de una nueva política.
Los pueblos mayas, a un lado y otro de la frontera, están empujando los límites del campo, tentando la solidez de las alambradas y de las casamatas. Esa es su historia larga, de cinco siglos; y, en particular, la de los últimos cuarenta, cincuenta años. El desafío es doble y nos incluye, porque las murallas del campo sólo pueden ser derribadas presionando desde los dos lados, de adentro y de afuera.
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