Trump es un mandatario reaccionario que explicita sus planes de agresión con muros, visados,
oleoductos contaminantes y aumentos del presupuesto de defensa a costa del gasto social. Pero
ningún otro presidente enfrentó tanto rechazo inicial. Los millones de manifestantes que ganaron
las calles, ya impusieron el freno judicial de varios atropellos propiciados por el magnate.
El principal objetivo económico de Trump es recuperar la primacía de Estados Unidos en el marco
de la globalización neoliberal. No lidera un repliegue proteccionista, sino un reordenamiento proyanqui
de los tratados de libre comercio. Su prioridad es doblegar a China, para lograr la apertura
del mercado asiático a los bancos y proveedores estadounidense, mientras obstruye las
importaciones de su rival de Oriente.
El potentado busca reforzar la preponderancia internacional de Wall Street, con mayor
desregulación financiera y privilegios impositivos a los bancos. Pretende consolidar la
preeminencia del lobby petrolero eliminando las restricciones a la contaminación. Recurre a la
xenofobia para limitar la movilidad de la fuerza de trabajo y reforzar la vieja segmentación de los
asalariados estadounidenses.
Con esa estrategia no recuperará el empleo industrial perdido. A lo sumo facilitará la relocalización
de sectores automatizados, que utilizan contingentes muy reducidos y calificados de mano de
obra.
En el plano geopolítico Trump aspira a restaurar el unilateralismo bélico. Proclama que Estados
Unidos debe alistarse para “ganar guerras”, con la intención de retomar el modelo agresivo de
Bush.
En Medio Oriente trata de recomponer la alianza con Turquía, Arabia Saudita e Israel para recrear
la primacía del imperialismo en Siria e Irak. Tiene en la mira exigir por la fuerza el desarme atómico
de Irán y despliega las mismas presiones sobre Corea del Norte, como una amenaza indirecta a
China.
También trabaja para lograr la subordinación total de Europa, a través de su mayor
financiamiento de la OTAN.
Pero esa estrategia requeriría neutralizar a Rusia mediante acuerdos privilegiados de asociación
económica. Esa política choca con la oposición frontal del establishment liberal y el rechazo
explícito de un significativo sector de la CIA, el Congreso, el poder judicial y los medios de
comunicación.
En la primera potencia se registra un inédito escenario de división de las clases dominantes. La
eventual implementación de una alianza con Rusia contra China suscita enormes conflictos y el
gobierno apela a la improvisación. En un clima de gran oposición de las elites afronta una
significativa escala de fracasos y renuncias.
La presentación de Trump como un “populista anti-sistémico” es totalmente incorrecta y los
paralelos que se trazan con Maduro o Evo Morales son disparatados.
El multimillonario es un
exponente de la clase capitalista, que ensaya una gestión autoritaria con aspiraciones
bonapartistas.
En el plano ideológico intenta reemplazar el cosmopolitismo de la Tercera Vía por alguna
combinación de neoliberalismo con xenofobia. Su modelo económico mixtura monetarismo y
ofertismo con ciertos ingredientes keynesianos. En ningún caso se justifican las posturas
contemporizadoras de algunos intelectuales progresistas, que presentan a Trump como un líder
industrialista, antiliberal o pacificador. Con esa mirada resulta imposible valorar la explosión de
protestas que genera su presidencia.
China se dispone a pulsear con Trump enarbolando una agenda de Davos. Propone profundizar el
capitalismo global y los acuerdos de libre-comercio. La elite rusa vacila luego de sus exitosas
jugadas en Siria y Crimea. Sabe que Estados Unidos nunca ofrece retribuciones significativas a
cambio de la simple subordinación.
En sintonía con Trump el gobierno inglés acelera el Brexit. Propicia fuertes restricciones a la
inmigración, mayor diversificación del comercio y una creciente desregulación financiera. Pero
afronta una seria amenaza de secesión de Escocia, en un marco de generalizado temblor de la
Unión Europea. El Viejo Continente ya comienza a lidiar con un peligro de fractura en tres
asociaciones de reducida influencia.
Es evidente que en América Latina la prioridad de Trump es el atropello a México. Agrede a ese
país como una advertencia a los grandes rivales de Asia y Europa. Quiere convertir a México en un
caso testigo de su proyecto de limitar la inmigración y renegociar los convenios comerciales.
Ninguna de las críticas del magnate al NAFTA valida la conveniencia de ese tratado. Al contrario
confirman todos los efectos de empobrecimiento y desnacionalización que generó en el país.
Trump está muy involucrando, además, en la nueva campaña contra Venezuela. Con ridículas
acusaciones de narcotráfico, intenta repetir en la OEA el operativo que condujo a la expulsión de
Cuba en años 60. Esa ofensiva socava el restablecimiento de relaciones diplomáticas con la isla, en
un marco de gran parálisis de CELAC, UNASUR y todos los organismos de interacción
latinoamericanos forjados en la última década.
Los gobiernos de continuismo derechista y de restauración conservadora se amoldan a la agenda
imperial de Trump.
Macri compra armas, apuntala las acciones anti-iraníes de Israel e incentiva
agresiones contra Venezuela. Temer aleja a Brasil de los BRICS para situarlo en la esfera de
EDI Santos acelera el ingreso de Colombia en la OTAN, encubre el asesinato de militantes
y renegocia los acuerdos de paz con la pauta represiva que exige Uribe. Peña Nieto se humilla,
amparado por una clase dominante que carece de un Plan B frente al ultimátum del imperio.
La adversidad económica internacional refuerza esta subordinación política al Norte de la alta
burguesía latinoamericana. La prosperidad de la década pasada quedó atrás y desde 2012 impera
un ciclo recesivo. Brasil padeció en los últimos dos años el peor retroceso económico desde la
crisis del 30.
Los precios de las materias primas oscilan entre nuevas caídas y leves recuperaciones, sin
recuperar el elevado techo de la década anterior. Las remesas y la inversión externa retroceden y
el previsible repunte de la tasa de interés estadounidense disuade la llegada de capitales.
Pero al cabo de un largo proceso de primarización no solo retrocede la industria local. La crisis
también golpea a las empresas transnacionales de origen latinoamericano. Por eso sale a flote
ahora la corrupción de Oderbrecht. El escándalo provocado por el sistema internacional de coimas
montado por la empresa ha sido utilizado para los operativos golpistas de la derecha. Pero
también facilita la captura estadounidense de los apetecidos negocios de obra pública.
Frente a estas adversidades los grupos dominantes de la región retoman la ortodoxia neoliberal.
Buscan acuerdos de libre-comercio con la Unión Europea y aceptan la agenda china de invasión
importadora y saqueo de los recursos naturales.
Reactivan, además, las privatizaciones inconclusas o fracasadas de los años 90 e implementan un
brutal recorte de los derechos sociales, con mayor flexibilización laboral y contra-reformas en el
sistema de jubilaciones. Esta escalada agrava la pobreza, la desigualdad y la precarización.
Pero la restauración conservadora ha quedado desconectada en América Latina de su referente
estadounidense. Los mandatarios neoliberales apostaban al triunfo de Hillary y sus políticas
derechistas han perdido sintonía con la Casa Blanca. Este distanciamiento acentúa la
vulnerabilidad de gobiernos cada vez más ilegítimos.
La república de delincuentes que impera en Brasil se deshace de un ministro tras otro, mientras el
repudiado Temer gobierna a la deriva con el auxilio del Congreso, la justicia y los medios. Macri
sufre el desgaste generado por sus fracasos económicos, la pérdida brújula política y el
descontento social. Peña Nieto está tocando un piso de inédita impopularidad. El miedo
imperante en Colombia, la represión vigente en Honduras, el desengaño predominante en Perú o
los explosivos contubernios reeleccionistas en Paraguay no generan el clima de estabilidad, que
requiere el neoliberalismo.
Trump aporta muy poca consistencia a la restauración conservadora, mientras continúa indefinido
el desenlace del ciclo progresista. La caída de los gobiernos de centroizquierda de Argentina y
Brasil no desencadenó el efecto dominó que imaginaba la derecha. La derrota de su delfín en
Ecuador confirma la continuidad de los escenarios en disputa.
En Venezuela se define el resultado de esta pulseada. Los golpistas intentan complementar el
sabotaje de la economía con violencia callejera y provocaciones diplomáticas. El gobierno resiste a
los tumbos con maniobras institucionales, sin apelar a un poder comunal alternativo y sin afectar
los recursos económicos de los conspiradores.
En este incierto escenario se afianza la resistencia de una nueva generación luchadores, que
participó activamente en la experiencia política de la década pasada. Ese segmento actúa sin
padecer la carga de derrotas (y desmoralizaciones) que afectó a sus antecesores de los años 70.
Argentina es el epicentro de movilizaciones gigantescas. El dominio callejero que exhibió la
derecha ha sido sustituido en Brasil por una gran irrupción social. El gasolinazo marcó un punto de
giro en México, luego de intensas luchas de los maestros y las víctimas de Ayotzinapa. En Chile se
refuerza la batalla contra los Fondos de Pensión y en Colombia se acrecientan los paros
campesinos. En lugar de indagar tanto el devenir de los gobiernos, hay que prestar mucha
atención a estas luchas por abajo.
La llegada de Trump intensifica esa acción popular e incentiva la recreación de las tradiciones
antiimperialistas latinoamericanas. Especialmente en México se renueva la memoria de los
avasallamientos perpetrados por Estados Unidos.
Frente a un horizonte tan controvertido resulta indispensable caracterizar acertadamente al
millonario que ocupa la Casa Blanca. Es totalmente erróneo observarlo como un potencial aliado,
suponiendo que encarna proyectos heterodoxos o antiliberales. Mucho peor es imaginarlo como
un admirable “líder peronista”.
Para construir una resistencia latinoamericana desde la izquierda hay que confrontar con Trump,
creando vínculos de solidaridad con los manifestantes de Estados Unidos. Es poco realista
fantasear con una alternativa global a Trump liderada por el Papa Francisco. En la batalla contra el
exponente del imperio hay que apuntalar proyectos anticapitalistas. Es la única forma de
recuperar conquistas y preparar caminos hacia la igualdad social
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