Huracán Sandy: cuidado con los capitalistas del desastre en Norteamérica
Naomi Klein
Sin Permiso 11 de noviembre 2012
Menos de tres días después de que Sandy llegara a la Costa Este de los Estados Unidos, Iain Murray, del Competitive Enterprise Institute, culpó a la resisrencia de los neoyorquinos a las tiendas de grandes superficies de las desgracias a las que estaban a punto de enfrentarse. Escribió en Forbes.com que la negativa de la ciudad a aceptar a Walmart [cadena de grandes almacenes baratos célebre por su hostil política laboral] hará mucho más dura la recuperación: "Las tiendas de mamá y papá no pueden hacer lo que las grandes superficies en estas circunstancias". Avisó también de que si el ritmo de reconstrucción resultaba ser lento (como suele suceder a menudo), en ese caso habría que culpar a "disposiciones prosindicales como la Ley Davis-Bacon", en referencia al decreto que exige que a los trabajadores de proyectos públicos se les pague, no el salario mínimo sino el preponderante en la región.
Ese mismo día, Frank Rapoport, un abogado que representa a varios contratistas multimillonarios de los sectores de la construcción e inmobiliario saltó a la palestra para sugerir que muchos de los proyectos de obras públicas no deberían ser en absoluto públicos. Por el contrario, los gobiernos cortos de fondos deberían inclinarse por sociedades público-privadas, conocidas como "P3s" en los EE. UU. Eso quiere decir carreteras, puentes y túneles reconstruidos por empresas privadas que podrían, por ejemplo, instalar peajes y quedarse con los beneficios. Estos acuerdos no son legales en Nueva York o Nueva Jersey, pero Rapoport cree que eso puede cambiar. "Ha habido algunos puentes maltrechos en Nueva Jersey que necesitan recambios estructurales, y eso va a ser muy caro" declaró a The Nation. "Así, bien puede suceder que el gobierno no tenga el dinero necesario para reconstruirlos como debe ser. Y ahí es donde aparece el P3."
El premio al desvergonzado capitalismo del desastre, no obstante, recae sin dudarlo en el economista de derechas Russell S. Sobel, que escribe en un foro digital del New York Times. Sobel sugería que en áreas duramente castigadas, la Fema (Agencia Federal de Gestión de Emergencias - Federal Emergency Management Agency) debía crear "zonas de libre comercio, en las que se supendan todas las regulaciones normales, autorizaciones e impuestos". Este sálvese quien pueda empresarial, aparentemente, "proporciona un mejor suministro de los bienes y servicios que las víctimas necesitan".
Sí, es verdad: esta catástrofe, muy probablemente creada por el cambio climático – una crisis surgida del colosal fracaso regulador a la hora de impedir que las grandes empresas tratasen la atmósfera como su cloaca a cielo abierto – es sólo una oportunidad más de mayor desregulación. Y el hecho de que esta tormenta haya demostrado que las gentes pobres y de clase trabajadora son bastante más vulnerables a la crisis del clima demuestra que este es claramente el momento de despojar a esta gente de las escasas formas de protección laboral que les queda, así como de privatizar los magros servicios públicos a su disposición. Por encima de todo, enfrentados a una crisis extraordinariamente costosa nacida de la codicia empresarial, ofrezcamos vacaciones fiscales a las grandes empresas.
El chaparrón de intentos de utilizar la potencia destructiva de Sandy como forma de sacar pasta no es más que el último capítulo de esa larguísima historia que he llamado La doctrina del shock [La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2007]. Y no es más que un minúsculo atisbo de los modos en que buscan las grandes empresas cosechar enormes beneficios a partir del caos climático.
Un ejemplo: entre 2008 y 2010 se registraron o emitieron al menos 261 patentes relacionadas con cultivos "preparadas para el clima", semillas supuestamente capaces de soportar condiciones extremas como sequías e inundaciones; de estas patentes, cerca del 80% las controlaban sólo seis gigantes del “agribusiness”, entre ellos Monsanto y Syngenta. Con la historia de maestra, sabemos que los pequeños granjeros se endeudarán tratando de comprar esatas nuevas semillas milagrosas y que muchos perderán sus tierras.
En noviembre de 2010, The Economist publicó un artículo de portada sobre el cambio climático que proporciona útiles instrucciones (aunque angustiosas) de cómo el cambio climático podría servir de pretexto para la última gran apropiación de tierras, una limpieza colonial final de bosques, granjas y litorales por parte de un puñado de multinacionales. Los editores explicaban que las sequías y la acentuación del calor son una amenaza tal que sólo los grandes pueden subrevivir a esas turbulencias y que "abandonar la granja puede que sea la forma en que muchos granjeros decidan adaptarse". Era el mismo mensaje que tenían para los pescadores que ocupan tierras en primera línea de costa frente a los océanos: ¿no sería mucho más seguro, considerando la elevación del nivel del mar y demás, que se reunieran con sus colegas de las granjas en los barrios de miseria de las ciudades? "Proteger una sola ciudad portuaria es más fácil que proteger una población similar extendida a lo largo de un litoral de aldeas de pescadores".
Pero, podríamos preguntarnos, ¿no hay un problema de empleo en la mayoría de estas ciudades? Nada que una pequeña "reforma del mercado de trabajo" y el libre comercio no puedan arreglar. Además las ciudades, según explican, disponen de "estrategias sociales, formales o informales". Estoy bien segura de que eso significa que la gente entre cuyas "estrategias sociales" se contaba cultivar y conseguir sus propios alimentos puede ahora aferrarse a la vida vendiendo bolígrafos rotos en los cruces de las calles, o tal vez trapicheando con drogas. En qué debería consistir esa estrategia social informal cuando aúllan los vientos de las supertormentas a través de esos precarios barrios miserables es cosa que no se llega a decir.
Durante mucho tiempo el cambio climático lo han tratado los ambientalistas como gran igualador, la única cuestión que afectaría a todo el mundo, rico o pobre. No llegaron a considerar la multitud de formas en que los superricos se protegerían de los efectos menos deliciosos del modelo económico que les hizo tan opulentos. En los últimos años, hemos asistido al surgimiento en los EE.UU de bomberos privados, alquilados por compañías de seguros para ofrecer un servicio de "conserjería" a sus clientes más opulentos, así como la efímera "HelpJet", una aerolínea chárter de Florida que ofrecía servicios de evacuación de cinco estrellas de zonas azotadas por huracanes. Ahora, después de Sandy, los agentes inmobiliarios de categoría andan prediciendo que los generadores autónomos de energía serán el nuevo símbolo de estatus junto al conjunto de ático de lujo y mansión.
Para algunos, tal parece que el cambio climático se imagina menos como un peligro claro y presente que como una especie de vacaciones termales, nada que no pueda superar la adecuada combinación de servicios a la medida y accesorios bien preparados. Esa era al menos la impresión que daba la venta antes de la llegada del Sandy en la tienda Barneys, de Nueva York, que presentaba ofertas de té verde sencha, juegos de backgammon y de sábanas a 500 dólares para que sus clientes de alto copete pudieran "sentirse cómodos con estilo".
De modo que sabemos que los doctores del “shock” están preparándose para explotar la crisis del clima, y sabemos por el pasado cómo termina esta historia. Pero he aquí la pregunta de verdad: ¿podría presentar esta crisis un tipo diferente de oportunidad, que desparrame el poder por las manos de los que son muchos, en lugar de consolidarlo en las manos de unos pocos; que extienda radicalmente los bienes comunes, en lugar de subastarlos a pedazos? En resumen, ¿podría ser que Sandy fuera el principio de un Shock Popular?
Creo que puede serlo. Según lo esbocé el año pasado, hay cambios que podemos llevar a cabo que suponen realmente una oportunidad de rebajar nuestras emisiones hasta el nivel que exige la ciencia. Entre ellos se cuenta relocalizar nuestras economías (así que vamos a necesitar a esos campesinos allí donde se encuentran); expandir inmensamente y reimaginar la esfera pública no sólo para contener simplemente la próxima tormenta sino para impedir trastornos aun peores en el futuro; regular ese infierno de las grandes empresas y reducir su venenoso poder político; y reinventar la economía para que no defina el éxito como infinita expansión del consumo.
Lo mismo que la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial propulsaron movimientos que reclamaron como orgullosa heredad las redes de seguridad social en todo el mundo industrializado, puede el cambio climático suponer una ocasión histórica para conducirnos a la próxima gran ola de cambio progresista. Además, para hacer avanzar este orden del día no son necesarias ninguna de las artimañas que describí en La doctrina del shock. Lejos de aprovechar el cambio climático para impulsar medidas políticas impopulares, nuestra tarea consiste en aprovecharlo para exigir un orden del día verdaderamente populista.
La reconstrucción después Sandy es un punto estupendo a partir del cual empezar a probar estas ideas en el camino. A diferencia de los capitalistas del desastre que hacen uso de la crisis para pasar por alto la democracia, una Recuperación Popular (como la que ya están demandando muchos miembro del movimiento “Ocupemos…”) convocaría nuevos procesos democráticos, entre los que habría asambleas de barrio, para decidir cómo habría que reconstruir las comunidades duramente castigadas. El principio preponderante debe encarar la doble crisis de desigualdad y cambio climático a la vez. Para empezar, eso significa reconstrucción que no cree sólo empleos sino empleos con los que ganarse un salario para vivir. No solo quiere decir transporte público, sino con eficiencia energética, y vivienda asequible en esa rutas de transporte. No solo significa más energía renovable sino un control democrático de la comunidad sobre esos proyectos.
Pero al mismo tiempo, conforme redoblamos las alternativas, nos hace falta incrementar la lucha contra las fuerzas que hacen empeorar de modo activo la crisis del clima. Esto significa reafirmarse en contra de la incesante expansion del sector de los combustibles fósiles en territories nuevos y de alto riesgo, ya sea mediante arenas bituminosas, fracturación hidráulica (“fracking”), exportaciones de carbón a China y perforaciones en el Ártico. Significa asimismo reconocer los límites de la presión política e ir directamente a por las empresas de combustibles fósiles, como estamos haciendo en 350.org con nuestra gira “Haz las cuentas” ("Do The Math"). Estas empresas han demostrado que están dispuestas a quemar cinco veces más carbon del que las estimaciones más conservadoras dicen es compatible con un planeta vivible. Hemos hecho las cuentas y, simplemente, no se lo podemos permitir.
Esta crisis se convertirá en una oportunidad para un salto evolutivo, un reajuste holista de nuestra relación con el mundo natural. O bien se convertirá en una oprtunidad para el mayor desbarajuste del capitalismo del desastre, que deje el mundo aún más brutalmente hendido entre ganadores y perdedores.
Cuando escribí La doctrina del shock, documentaba crímenes del pasado. Las buenas noticias es que esta vez se trata de un crimen en marcha, todavía está en nuestra mano pararlo. Asegurémonos de que esta vez ganan los buenos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario