Comunismo y religión: La mística revolucionaria de José Carlos Mariátegui
Autor(es): Löwy, Michael

Revista Herramienta No. 51

Löwy, Michael. Nació en Brasil en 1938, hijo de inmigrantes judíos vieneses. Se graduó en Ciencias Sociales en la Universidad de San Pablo en 1960, y se doctoró en la Sorbona, bajo la dirección de Lucien Goldmann, en 1964. Vive en París desde 1969. Es director de investigación emérito en el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación Científica); fue profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales). Sus obras han sido publicadas en 24 idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa central (1988); Rebelión y melancolía. El romanticismo como contracorriente de la modernidad (1992); Walter Benjamin: aviso de incendio (2001); Kafka, soñador insumiso (2004); Sociologías y religión. Aproximaciones insólitas (2009); Ediciones Herramienta y El Colectivo publicaron, en 2010, su libro La teoría de la revolución en el joven Marx. Es miembro del consejo editor de la Revista Herramienta, donde ha realizado numerosas contribuciones. 

Tradicionalmente, se entiende el comunismo moderno como un movimiento ateo, secular y profano, activamente opuesto a la religión, como a toda forma de “idealismo”. El pensamiento de José Carlos Mariátegui, uno des los principales fundadores del comunismo latinoamericano, tiene muy poco en común con esta imagen convencional. Acerca de la religión, como acerca de otros tantos temas, Mariátegui es un heterodoxo. En el corazón de su heterodoxia marxista, de la singularidad de su discurso filosófico y político, se encuentra un momento irreductiblemente romántico. 
¿Qué es el romanticismo? No se trata de una escuela literaria sino de un movimiento cultural que nace en finales del siglo xviii como una protesta en contra el advenimiento de la civilización capitalista moderna, una rebelión en contra de la irrupción de la sociedad industrial/burguesa –una sociedad fundada en la racionalidad burocrática, la reificación mercantil, la cuantificación de la vida social y el “desencantamiento del mundo” (según la célebre formula de Max Weber) –. Una vez surgido, con Rousseau, William Blake y la Frühromantik alemana, el romanticismo no desaparecerá más de la cultura moderna y constituye, hasta nuestros días, una de las principales estructuras de sensibilidad de nuestra época. La crítica romántica de la modernidad capitalista se hace en nombre de valores sociales, éticos, culturales o religiosos precapitalistas y constituye, en último análisis, una tentativa desesperada de “reencantamiento del mundo”. Puede tomar formas regresivas y reaccionarias, pero también utópicas y revolucionarias, como por ejemplo en la corriente marxista que se podría definir como “romántica” –de William Morris a E.P.Thompson, del joven Lukács a Ernst Bloch, y de Walter Benjamin hasta Herbert Marcuse–.

Es a esta corriente que pertenece José Carlos Mariátegui, de una forma original y en un contexto latinoamericano muy diferente a los de Inglaterra o Europa central. Su visión del mundo romántico-revolucionaria, tal como la formuló en su famoso ensayo de 1925 Dos concepciones de la vida –verdadera matrix de su obra posterior– rechaza “la filosofía evolucionista, historicista, racionalista” con su “culto supersticioso de la idea del progreso”, en nombre de una vuelta a los mitos heroicos, al romanticismo y al “donquijotismo” (Miguel de Unamuno). Igualmente opuestas a la ideología chata y confortable del progreso inevitable, dos corrientes románticas se enfrentan en una lucha a muerte: el romanticismo de derecha, fascista, que quiere regresar a la Edad Media, y el romanticismo de izquierda, bolchevique, que quiere avanzar hacia la utopía.  Las “energías románticas del hombre occidental” encontraron una expresión en la Revolución Rusa, que “insufló en la doctrina socialista una ánima guerrera y mística” (Mariátegui, 1925a, 1971: 13-16).
La palabra “mística” que aparece muchísimas veces bajo la pluma de Mariátegui es evidentemente de origen religioso, pero tiene una significación más amplia –un poco como en Charles Péguy, un autor que Mariátegui no parece conocer, cuando opone la mística del dreyfusismo a su degradación política–. Se refiere a la dimensión espiritual y ética del socialismo, a la fe en el combate revolucionario, al compromiso total por la causa emancipadora, a la disposición heroica a poner en riesgo la propia vida.[1]
 Para Mariátegui, la lucha revolucionaria –o mejor, para emplear el término de Miguel de Unamuno que le fascinaba tanto, la agoníarevolucionaria– es una forma de reencantamiento del mundo. Pero al mismo tiempo que es “mística” y religiosa, esta lucha es profana y secular: la dialéctica mariateguista trata de superar la oposición habitual entre fe y ateísmo, materialismo e idealismo. En un artículo sobre “Gandhi”, de 1924, encontramos este planteamiento:
El socialismo y el sindicalismo, a pesar de su concepción materialista de la historia, son menos materialistas de lo que parecen. Se apoyan sobre el interés de la mayoría, pero tienden a ennoblecer y dignificar la vida. Los occidentales son místicos y religiosos a su modo. ¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa? Acontece en el Occidente que la religiosidad se ha desplazado del cielo a la tierra. Sus motivos son humanos, son sociales; no son divinos. Pertenecen a la vida terrena y no a la vida celeste. (Mariátegui, 1924, 1964: 198)
Esta temática del carácter a la vez religioso y secular, “místico” y “terrenal” del socialismo está presente en varios otros textos de Mariátegui[2]la Razón y a la Ciencia pero insiste que ellas “no pueden satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre”. Rechazando el “mediocre edificio positivista” y el “alma desencantada” (Ortega y Gasset) de la civilización burguesa, él hace suya el “alma encantada” (Romain Rolland) de los creadores de una nueva civilización (Mariátegui, 1925b, 1971: 22).[3] En el mismo texto encontramos una definición original y sorprendente, cargada de exaltación romántica –y de ironía polémica en contra de las interpretaciones positivistas y cientificistas– de la significación humana y espiritual del socialismo, en cuanto “alma encantada”:; es obviamente herética en relación a la tradición marxista dominante, pero tiene sus equivalentes en Europa en estos años, en Sorel, Ernst Bloch o mismo el joven Gramsci. En su conocido ensayo “programático” de 1925, El Hombre y el Mito, el pensador peruano no se opone a

La burguesía se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Gandhi, es una emoción religiosa. (Mariátegui, 1925b, 1971: 22)

¿Cuál es la fuente de esta idea herética del marxista peruano? Como muchos revolucionarios europeos que buscaban romper la argolla asfixiante del marxo-positivismo de la Segunda Internacional, comenzando por Lukács, Gramsci y Walter Benjamin en 1917-1920, Mariátegui fue fascinado por Sorel, el socialista romántico por excelencia (incluso en sus ambigüedades y regresiones ideológicas).[4] En El hombre y el mito Georges Sorel aparece como el impulsador de la hipótesis de una correspondencia entre religión y socialismo:

Hace algún tiempo que se constata el carácter religioso, místico, metafísico del socialismo. Jorge Sorel [...] decía en sus Reflexiones sobre la violencia: “Se ha encontrado una analogía entre la religión y el socialismo revolucionario, que se propone la preparación y aún la reconstrucción del individuo para una obra gigantesca. Pero Bergson nos ha enseñado que no solo la religión puede ocupar la región del yo profundo; los mitos revolucionarios pueden también ocuparla”. Renan, como el mismo Sorel lo recuerda, advertía la fe religiosa de los socialistas, constatando su inexpugnabilidad a todo desaliento. (Mariátegui, 1925b, 1971: 22)

Pero si comparamos el comentario de Mariátegui con el texto de Sorel mencionado, vemos que ni él ni Renan afirman claramente esta tesis. Lo que escribe Sorel es más bien que los mitos revolucionarios ocupan el mismo sitio en la conciencia que la religión (“el yo profundo”); la conjunción “pero” indica más bien un desacuerdo con la propuesta que una analogía. Es un argumento psicológico, no un paralelo histórico o filosófico. En cuanto a Renan, según Sorel, él considera el socialismo como una utopía, lo que es, a su ver,  una “explicación superficial” de la obstinación de los socialistas. La palabra “religión” no aparece en este contexto. (Sorel, 1908, 1990: 32) De hecho, la idea del “carácter religioso, místico, metafísico” del socialismo no es directamente formulada ni por Sorel, ni por Renan, ¡sino por el mismo Mariátegui!
En uno que otro escrito de Engels encontramos una comparación del primer cristianismo con el socialismo moderno. Pero para el autor del Anti-Dühring se trata de una analogía histórica entre dos movimientos de masas perseguidos por las autoridades, más que de una afinidad sustancial entre socialismo y religión. El autor marxista más cercano a las concepciones del pensador peruano era probablemente el joven Gramsci, que en un artículo sobre Charles Péguy de 1916 rinde homenaje a “este sentimiento místico religioso del socialismo... que invade todo y nos lleva más allá de las polémicas ordinarias y miserables de los pequeños políticos vulgarmente materialistas” (Gramsci, 1916, 1958: 33-34).[5]
Además de las Reflexiones sobre la violenciade Sorel, La agonía del cristianismode Miguel de Unamuno es la otra gran referencia de Mariátegui para su discusión acerca de las afinidades entre el político y el religioso. En su reseña del libro en 1926, se propone interpretar el marxismo como espiritualidad agónica, en el sentido que le da a esta palabra el filósofo español: 

Yo siento [escribe Unamuno] a la vez la política elevada a la altura de la religión y a la religión elevada a la altura de la política”. Con la misma pasión hablan y sienten los marxistas, los revolucionarios. Aquellos en quienes el marxismo es espíritu, es verbo. Aquellos en quienes el marxismo es lucha, es agonía.

A partir de este razonamiento, desarrolla Mariátegui una comparación sorprendente entre Marx y... Dostoievsky: como el escritor ruso, el fundador del socialismo moderno sería “un cristiano, una alma agónica, un espíritu polémico”; en otras palabras –ahora citando a Vasconcelos– “el atormentado Marx está más cerca de Cristo que el doctor de Aquino”. (Mariátegui 1926a, 1975: 120). El argumento es poco convencional, pero de alguna manera se inserta en la tradición marxista –que va del último Engels a Kautsky y mismo a Rosa Luxemburgo– que trata de interpretar a Cristo y al cristianismo primitivo como precursores del socialismo moderno. Pero obviamente Mariátegui va más lejos: no le interesa tanto la afiliación histórica como la afinidad espiritual entre Cristo y Marx, almas agónicas.[6]  
De hecho, más allá de Marx, el tema romántico, “quijotesco”,  de la agonía tiene que ver con la misma identidad político-religiosa del socialista peruano, su Sitz-im-Leben, su visión personal del compromiso revolucionario:

En mi camino, he encontrado una fe. He ahí todo. Pero la he encontrado porque mi alma había partido desde muy temprano en busca de Dios. Soy una alma agónica, como diría Unamuno (agonía, como Unamuno con tanta razón lo remarca, no es muerte sino lucha. Agoniza el que combate) (Mariátegui, 1926b, 1976: 154)

En otras referencias a Unamuno durante estos años, vuelve el tema de la dialéctica entre religión y política, pero a Mariátegui le interesa sobre todo la primera parte de la afirmación del pensador hispánico, la elevación espiritual de la política, en oposición a su miserable rebajamiento administrativo:

Si política es para Huidobro, exclusivamente, la del Palais Bourbon, claro está que podemos reconocerle a su arte toda la autonomía que quiera. Pero el caso es que la política, para los que la sentimos elevada a la categoría de una religión, como dice Unamuno, es la trama misma de la Historia. En las épocas clásicas, o de plenitud de un orden, la política puede ser solo administración y parlamento; en las épocas románticas o de crisis del orden, la política ocupa el primer plano de la vida.
Así lo proclaman, con su conducta, Luis Aragón, André Breton y sus compañeros de la “revolución suprarrealista” –los mejores espíritus de la vanguardia francesa– marchando hacia el comunismo ((Mariátegui, 1926c, 1973: 20).

La referencia al surrealismo –movimiento de revolución espiritual que fascinaba a Mariátegui y al cual dedicó varios artículos– es interesante, en la medida que se trataba de una corriente romántico/revolucionaria en búsqueda de un reencantamiento del mundo, pero en oposición total a la religión cristiana tradicional. ¿No sería esto contradictorio con la imagen de Cristo y la cita a Unamuno? Creo que lo que atrae a Mariátegui, sea en Unamuno sea en los surrealistas, es el alma encantada,  la “mística”, la agonía: el arriesgado combate por valores supremos, la búsqueda heroica de sentido. Es decir, algo muy distinto de la religión institucional, con sus dogmas y su clero.
Este aspecto institucional se encuentra, al revés, en el centro de la atención en el capitulo “El factor religioso” de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928): aquí Mariátegui se aleja de las reflexiones místicas de sus ensayos de los años 1924-1926 para estudiar la religión desde un punto de vista científico-social, es decir, histórico, sociológico o antropológico. Aun así, en la introducción del capítulo, el marxista peruano tiene la preocupación de evitar toda concepción reduccionista de los fenómenos religiosos y de distanciarse de la crítica liberal o iluminista del “oscurantismo clerical”:

Han tramontado definitivamente los tiempos de apriorismo anticlerical [...] El concepto de religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce ya la religión a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una significación muy diversa de la que ingenuamente le atribuían, con radicalismo incandescente, gentes que identificaban religiosidad y “oscurantismo”.
La crítica revolucionaria no regatea ni contesta ya a las religiones, y ni siquiera a las iglesias, sus servicios a la humanidad ni su lugar en la historia (Mariátegui, 1928a, 1976: 162).

La primera sección del capitulo es dedicada a “La religión del Tiwantinsuyo”, es decir de la civilización incaica precolombina. Como lo observa con razón Antonio Melis en un comentario reciente, el principal acierto del autor es la contraposición que establece entre la religión oficial incaica y la religión popular. La primera es un instrumento de poder, vinculado a la organización del Estado andino, en tanto que la segunda, de coloración animista, tiene raíces culturales profundas. (Melis, 1994: 15) El “colectivismo teocrático” de los Incas tenía, según Mariátegui, finalidades temporales más que espirituales, y desaparece con la destrucción del Estado incaico. No así la religión popular de los antiguos peruanos, que logra sobrevivir a la conquista y a la colonización. Utilizando los conceptos de la antropología desarrollados en la clásica obra La rama dorada de James Frazer, Mariátegui la define como una forma de animismo, basada en la magia de los tótems y de los tabúes, estos “elementos instintivos de una religiosidad primitiva”. (Mariátegui, 1928a, 1976: 164-167)[7]
El análisis de Mariátegui es sugestivo, pero uno tiene la impresión de que el aparato conceptual que utiliza no le permite captar la riqueza del imaginario religioso andino. De hecho, había ya señalado los límites de una tentativa de interpretación “científica” de este tipo, en un ensayo de 1925, que aparece casi como una crítica anticipada del capítulo de 1928:

Si Valcárcel fuera un racionalista y un positivista [...] nos hablaría [...] de “animismo” y de “totemismo” indígenas. [...] Pero entonces Valcárcel no hubiera escrito, probablemente, Los hombres de piedra. Ni habría señalado con tan religiosa convicción, como uno de los rasgos esenciales del sentimiento indígena, el franciscanismo del quechua. Y, por consiguiente, su versión del espíritu del Tiwantinsuyo no sería total.
Pero la ciencia mata la leyenda, destruye el símbolo. Y, mientras la ciencia, mediante la clasificación del mito de los “hombres de piedra” como un simple caso de animismo, no nos ayuda eficazmente a entender el Tiwantinsuyo, la leyenda o la poesía nos presentan, cuajado en ese símbolo, su sentimiento cósmico (Mariátegui, 1925c, 1975: 64).

La segunda sección trata de “La conquista católica”, es decir, de la “parte activa, directa, militante” que tuvo la Iglesia en la conquista hispánica y en el establecimiento, en el lugar del antiguo poder incaico, de una “nueva teocracia”. Analizando el catolicismo colonial que se va a instalar durante siglos en los Andes, Mariátegui lo caracteriza como un sistema burocrático y parasitario, en el cual “el elemento religioso quedo absorbido y dominado por el elemento eclesiástico”.  Pero, al mismo tiempo, no deja de reconocer el papel positivo que jugaron amplios sectores del clero en la defensa de los derechos de los indígenas:

Los indios, explotados en las minas, en los obrajes y en las “encomiendas” encontraron en los conventos, y aún en los curatos, sus más eficaces defensores. El padre de Las Casas, en quien florecían las mejores virtudes del misionero, del evangelizador, tuvo precursores y continuadores. (Mariátegui, 1928a, 1976: 170-172)

La parte más original de esta sección es la comparación entre protestantismo y catolicismo, entre la colonización anglosajona de América del Norte y la hispánica de América del Sur. Citando a Engels, Mariátegui observa que la reforma de Calvino respondía a las necesidades de la burguesía más avanzada de la época. Pero su interpretación va más lejos: en su opinión “el protestantismo aparece en la historia como la levadura espiritual del proceso capitalista”; o, en otras palabras, “la Reforma forjó las armas morales de la revolución burguesa, franqueando la vía al capitalismo”. Se trata de una hipótesis más cercana a los trabajos de sociología de la religión de Max Weber que a los escritos de Marx y Engels. Al hablar de la “consanguinidad de los dos grandes fenómenos” –capitalismo y protestantismo– Mariátegui utiliza el término mismo que aparece en La ética protestante y el espíritu del capitalismode Weber: Wahlverwandtschaft, el parentesco electivo. Pero en los Siete Ensayos no se encuentra ninguna referencia a Weber y sus tesis; ésta solo aparece, de segunda mano, en una cita del escritor español Ramiro de Maeztu: en el calvinismo la salvación se conoce en el cumplimiento de los deberes de cada hombre en su propio oficio, “lo que implica la moralización de la manera de gastar el dinero” (Mariátegui, 1928a, 1976: 177-180).
Mariátegui comparte con Gramsci el interés por el protestantismo, en cuanto forma moderna y dinámica de religión,  pero no cree en la posibilidad de su futuro desarrollo en América Latina: su expansión es perjudicada por el desarrollo del movimiento antiimperialista, que considera a las misiones protestantes como tacitas avanzadas del capitalismo anglosajón, británico o norteamericano (Mariátegui, 1928a, 1976: 192).[8]
La tercera parte del capítulo, “La independencia y la Iglesia”, examina cómo la falta de ruptura con el pasado colonial termina haciendo del Estado peruano independiente un Estado semifeudal y católico, en el cual “la subsistencia de los privilegios feudales se acompañaba lógicamente de la de los privilegios eclesiásticos”. Mariátegui critica también la ineficacia de la corriente radical o anarcosindicalista –“gonzález-pradista”– cuya agitación anticlerical no tuvo resultados porque no tenía un programa económico social. (Mariátegui, 1928a, 1976: 185-191)
En las últimas páginas del capítulo sobre “El factor religioso”, Mariátegui saca dos conclusiones generales que tratan de resumir lo que es, a su modo de ver, el punto de vista marxista sobre la religión. La primera se apoya en el materialismo histórico para rechazar,  una vez más, el anticlericalismo liberal:

El socialismo, conforme a las conclusiones del materialismo histórico –que conviene no confundir con el materialismo filosófico–, considera a las formas eclesiásticas y doctrinas religiosas peculiares e inherentes al régimen económico-social que las sostiene y produce. Y se preocupa, por tanto, de cambiar éste y no aquellas. La mera agitación anticlerical es estimada por el socialismo como un diversivo liberal burgués (Mariátegui, 1928a, 1976: 192).

La segunda reafirma la tesis soreliana de sus artículos de los años 1925-1926, pero ahora de manera más conforme a la orientación psicológica –quizás freudiana– del socialista francés:
“Como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos” (Mariátegui, 1928a, 1976: 193).
Me parece evidente que el concepto de religión en Mariátegui tiene una significación más amplia que en su utilización tradicional. Un pasaje sobre González Prada en la sección “El proceso a la literatura” de los Siete ensayoslo afirma de manera bastante explícita:

González Prada se engañaba [...] cuando nos pregonaba antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la religión [...] Sabemos que una revolución es siempre religiosa. La palabra religión tiene un nuevo valor, un nuevo sentido. Sirve para algo más que para designar un rito o una iglesia. Poco importa que los soviets escriban en sus afiches de propaganda que “la religión es el opio de los pueblos”. El comunismo es esencialmente religioso. Lo que motiva aún equívocos es la vieja acepción del vocablo (Mariátegui, 1928a, 1976: 263s.).

Mariátegui no propone una nueva definición de religión, superando “la vieja acepción”, y explicando su “nuevo sentido”. Se puede inferir que se trata de una concepción a la vez ético-política y espiritual, que tiene que ver con “la necesidad de infinito que hay en el hombre” de que hablaba en 1925, y con la búsqueda de un mito heroico que le dé sentido y “encantamiento” a la vida.
En su último escrito importante, En defensa del marxismo(1930) volvemos a encontrar la temática soreliana y la comparación entre mitos revolucionarios y mitos religiosos. Desde este punto de vista, Mariátegui se distingue de los demás marxistas “bergsonianos” y “sorelianos” de los años 1917-1923, Lukács, Gramsci, Bloch o Benjamin, que se van alejar, en el curso de los años 20, en la medida en que se acercan al movimiento comunista oficial, de cualquier referencia a Sorel. El marxista peruano es el único que, malgrado su adhesión a la Tercera Internacional, sigue apropiándose de temas del autor de las Reflexiones sobre la violencia:

Superando las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época, Sorel encuentra en Bergson y los pragmatistas ideas que vigorizan el pensamiento socialista, restituyéndolo a la misión revolucionaria de la cual lo había gradualmente alejado el aburguesamiento intelectual y espiritual de los partidos y de sus parlamentarios, que se satisfacían, en el campo filosófico, con el historicismo más chato y el evolucionismo más pávido. La teoría de los mitos revolucionarios, que aplica al movimiento socialista la experiencia de los movimientos religiosos, establece las bases de una filosofía de la revolución (Mariátegui, 1930, 1976: 22).

Contrariamente a Lukács o Gramsci, el comunista Mariátegui sigue insistiendo en el “ascendiente religioso del marxismo” y en la vocación “idealista/religiosa” del materialismo socialista: “El materialista, si profesa y sirve su fe religiosamente, solo por una convención del lenguaje puede ser opuesto o distinguido del idealista”. (Mariátegui, 1930, 1976: 59s.) La sorprendente dialéctica entre materialismo e idealismo –este último identificado a la ética y la religión– es uno de los temas más originales de la reflexión del marxista peruano. En otro texto “programático”, el célebre editorial “Aniversario y balance” de la revista Amauta (1928), lo presenta en una formulación deliberadamente paradójica y provocativa: “El materialismo socialista encierra todas las posibilidades de ascensión espiritual, ética y filosófica. Y nunca nos sentimos más rabiosa, eficaz y religiosamente idealistas que al sentar bien la idea y los pies en la materia” (Mariátegui, 1928b, 1971: 250).
La interpretación positivista, y esto es válido para una buena parte del marxismo oficial de la Segunda y de la Tercera Internacional (en vías de estalinización en 1928), de la doctrina socialista es incapaz de dar cuenta de su profunda significación moral y política: “Vana es la tentativa de catalogarla como una simple teoría científica, mientras obre en la historia como evangelio y método de un movimiento de masas” (Mariátegui, 1930, 1976: 41). Partiendo de la presuposición fundamental que “cada acto del marxismo tiene un acento de fe, de voluntad, de convicción heroica y creadora”, Mariátegui propone, en varios pasajes de Defensa del marxismo, una comparación ético-política entre la mística de los revolucionarios y la de los cristianos: entre las asambleas de la III Internacional y el misticismo de la cristiandad de las catacumbas (una analogía ya sugerida por Engels, aún si Mariátegui no lo cita), entre Rosa Luxemburgo y Teresa de Ávila[9], y, de manera general, entre los héroes del socialismo y los de la religión:

La biografía de Marx, de Sorel, de Lenin, de mil otros agonistas del socialismo, no tiene nada que envidiar como belleza moral, como plena afirmación del espíritu, a las biografías de los héroes y ascetas que, en el pasado, obraron de acuerdo con una concepción espiritualista o religiosa, en la concepción clásica de estas palabras (Mariátegui, 1930, 1976: 103).

En conclusión: más allá de sus interesantes observaciones socio-históricas sobre “el factor religioso” en el Perú, el aporte más original e innovador de Mariátegui a la reflexión marxista sobre la religión es su hipótesis acerca de la dimensión religiosa del socialismo, su análisis de las afinidades electivas (para utilizar el término weberiano) entre mística revolucionaria y fe cristiana.[10]la Universidad de Lima un curso “enteramente dedicado a las ideas de Mariátegui”, y que su obra fundadora, Teología de la liberación - perspectivas (1971) contenga varias referencias al autor de los Siete ensayos.[11]la Teología de la liberación y la participación de los cristianos en los movimientos revolucionarios de América Latina –como el sandinismo nicaragüense– así como la “mística revolucionaria” de movimientos sociales o político-sociales como el MST (Movimiento de los campesinos Sin Tierra) brasileño o el EZLN de Chiapas.[12] De hecho, las hipótesis de Mariátegui son un aporte sustancial para entender a Camilo Torres, Es cierto que no se trata de una formulación sistemática, sino más bien de una serie de fragmentos cargados de brillantes intuiciones. Probablemente no sea una coincidencia que el fundador de la teología de la liberación, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, dictara en

Artículo enviado (en castellano) por el autor para este número de Herramienta.


Bibliografía 
Gramsci, Antonio (1916) “Carlo Péguy ed Ernesto Psichari”. En: –, Scritti Giovanili. Einaudi: Turín, 1958.
Mariátegui, José Carlos (1924), “Gandhi”. En: –, La escena contemporánea. Amauta: Lima, 1964.
– (1925a) “Dos concepciones de la vida”. En: –, El alma matinal. Amauta: Lima, 1971.
– (1925b) “El Hombre y el Mito”. En: –, El alma matinal, 1971.
– (1925c) “El rostro y el alma del Tiwantinsuyu”. En: Peruanicemos al Perú. Amauta:Lima, 1975.
 – (1926a) “‘La agonía del cristianismo’ de Don Miguel de Unamuno”. En: Signos y obras. Amauta: Lima, 1975.
– (1926b) “Una encuesta a José Carlos Mariátegui”. En: –, La novela y la vida. Amauta: Lima, 1976.
– (1926c) “Arte, revolución y decadencia”. En: El artista y su época. Amauta: Lima, 1973.
– (1926d) “Romain Rolland”. En: –, El alma matinal, 1971.
– (1928ª) “Aniversario y balance”. En: –, Ideología y política. Amauta: Lima, 1971.
– (1928b) 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Amauta: Lima, 1976.
– (1930) Defensa del marxismo. Amauta:Lima, 1976.
Melis, Antonio (1994) “José Carlos Mariátegui hacia el siglo XXI”. “Prólogo” a Mariátegui total, separata. Amauta: Lima.
Sorel, Georges (1908), Reflexions sur la violence. Seuil: París, 1990.





[1] Desde muy joven Mariátegui arrastraba una actitud religiosa, una búsqueda de fe. Esto se traduce por ejemplo en su artículo “La procesión tradicional”, bajo el seudónimo Juan Croniqueur, en La Prensa del 20 de octubre del 1914 (información suministrada por Gerardo Leibner). Existen pocos trabajos acerca del tema de la religión en Mariátegui. Nos han sido muy útiles las páginas sobre “Ética y religiosidad” en el importante libro de Alfonso Ibáñez Mariátegui, revolución y utopía, Tarea: Lima, 1978: 74-78. Véase también de Alberto Flores Galindo, La agonía de Mariátegui. La polémica con la Komintern. Desco: Lima, 1982, pp. 175-181.
[2] Romain Rolland es una referencia importante para Mariátegui, por la dimensión religiosa y humanista de su “alma encantada”: “El espíritu de Romain Rolland es un espíritu fundamentalmente religioso. [...]  No es su pensamiento político –que ignora y desdeña la política– lo que puede unirnos a él. Es su grande alma. [...] Es su fe humana. Es la religiosidad de su acción y de su pensamiento” (Mariátegui, 1926d, 1971: 135).
[3] El párrafo siguiente repite la última frase de la cita del artículo sobre Gandhi: “Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos: son humanos, son sociales”.
[4] Sobre la utilización de Sorel por Mariátegui, el mejor análisis es el de Robert Paris, en sus ya “clásicos” ensayos, “El marxismo de Mariátegui” y “Mariátegui, un ‘sorelismo’ ambiguo”. En: José Arico (comp.), Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano. Siglo XXI: México, 1978. 
[5] Muy probablemente Mariátegui no conocía este artículo y otros similares del joven Gramsci. Sobre las afinidades entre Mariátegui y Gramsci, se puede leer el capitulo “Gramsci y Mariátegui” del excelente libro de Francis Guibal y Alfonso Ibáñez, Mariátegui Hoy. Tarea: Lima, 1987, pp. 133-145.
[6] Parece que Mariátegui logró convencer a Miguel de Unamuno, puesto que en una carta al pensador peruano, el autor de la Agonía del Cristianismo reconoció que “Marx no fue un profesor sino un profeta” (carta mencionada en Mariátegui 1930, 1976: 56).
[7] Sobre la libre utilización de Frazer por Mariátegui, véase de Antonio Melis, “Presencia de James George Frazer en la obra de Mariátegui”, en Mariátegui y las ciencias sociales. Biblioteca Amauta: Lima, 1982.
[8] La previsión de Mariátegui fue efectiva durante medio siglo, pero en los últimos 20 años se desarrolló de forma espectacular la variante pentecostal del protestantismo, a pesar del sentimiento antiimperialista.
[9] “Vendrá un tiempo en que [Rosa Luxemburgo] la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kautsky, despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Ávila” (Mariátegui, 1930, 1976: 44).
[10] Una comparación con ideas análogas –pero bastante diversas en sus implicaciones– de Ernst Bloch, Walter Benjamin o Lucien Goldmann rebasa los límites de este ensayo.
[11] Véase le entrevista de Gustavo Gutiérrez con Luis Peirano en Quehacer (marzo de 1980), p. 115. Entretanto, en ningún momento Gutiérrez cita directamente los pasajes de la obra de Mariátegui que se refieren al “ascendiente religioso del marxismo”.
[12] He tratado de estudiar estos movimientos y sus raíces socio-religiosas en el “cristianismo de la liberación” en mi libro The War of Gods. Religion and Politics in Latin America. Verso: Londres, 1998.

Revista Herramienta N° 51 América Latina Filosofía Histori

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