NELSON MANDELA 16 JUN 1999 El País
La experiencia ajena nos ha enseñado que las naciones que no se enfrentan al pasado se ven atormentadas por él durante generaciones. La búsqueda de la reconciliación ha sido el objetivo fundamental de nuestra lucha por instaurar un gobierno basado en la voluntad de las personas, y por construir una Suráfrica que nos pertenezca a todos. La búsqueda de la reconciliación fue el acicate que dio impulso a nuestras difíciles negociaciones para la transición desde el apartheid y los acuerdos de ellas surgidos. El deseo de conseguir una nación en paz consigo misma es la principal motivación de nuestro Programa de Reconstrucción y Desarrollo. La Comisión para la Verdad y la Reconciliación, que funcionó desde 1991 hasta 1998, también ha sido un componente importante de ese proceso. Dicha comisión reveló los delitos cometidos durante la era del apartheid y tenía la facultad de amnistiar a aquellos que confesaran su culpa. Su trabajo ha sido un hito clave en un viaje que no ha hecho más que empezar.
El camino hacia la reconciliación atañe a todas las facetas de nuestra vida. Para la reconciliación es necesario desmantelar el apartheid y las medidas que lo sustentaban. Es necesario superar las consecuencias de ese sitema inhumano que pervive en nuestras actitudes hacia los demás, así como en la pobreza y desigualdad que afecta a las vidas de millones de personas.
Del mismo modo que conseguimos acabar formalmente con unas divisiones seculares para establecer la democracia, los surafricanos tenemos ahora que trabajar juntos para superar las divisiones en sí mismas y para erradicar sus consecuencias.
La reconciliación es la clave de la idea que hizo que millones de hombres y mujeres lo arriesgaran todo, incluyendo sus vidas, en la lucha contra el apartheid y la dominación blanca. Es inseparable del logro de una nación no racial, democrática y unida que concede la misma ciudadanía, los mismos derechos y las mismas obligaciones a cada persona, respetando al mismo tiempo la rica diversidad de nuestro pueblo.
Pienso en aquellos a los que el apartheid intentó enclaustrar en las cárceles del odio y del miedo. Pienso también en aquellos en los que infundió un falso sentido de superioridad para justificar su falta de humanidad hacia los demás, así como en aquellos que alistó en las máquinas de destrucción, exigiéndoles un caro peaje de vidas y miembros, y proporcionándoles un retorcido desprecio por la vida. Pienso en los millones de surafricanos que siguen viviendo en la pobreza por culpa del apartheid, desfavorecidos y excluidos de la oportunidad de mejorar por la discriminación del pasado.
Los surafricanos debemos recordar nuestro terrible pasado para poder enfrentarnos a él, perdonando lo que haya que perdonar, pero sin olvidar. Al recordar podemos asegurarnos de que esa falta de humanidad nunca nos volverá a separar, y podremos erradicar un peligroso legado que aún nos acecha, amenazando a nuestra democracia.
Es inevitable que un cometido de tal magnitud, emprendido hace tan poco tiempo y que requiere un proceso que tardará muchos años en culminar, sufra diversas limitaciones. El éxito del mismo dependerá en última instancia de que todos los sectores de nuestra sociedad reconozcan con el resto del mundo que el apartheid fue un crimen contra la humanidad y que sus viles acciones transcendían nuestras fronteras y sembraban semillas de destrucción, produciendo una cosecha de odio que incluso hoy seguimos recogiendo. Sobre esto no hay equivocación posible: reconocer el mal del apartheid es la clave de la nueva constitución de nuestra democracia.
Nosotros los surafricanos estamos orgullosos de la nueva constitución, y de la apertura y responsabilidad que se han convertido en las señas de identidad de nuestra sociedad. Y deberemos comprometernos de nuevo tanto con estos valores como con la acción práctica que fomenta nuestra idea de que una cultura sólida de derechos humanos se basa en las condiciones materiales de nuestras vidas. Ninguno de nosotros podrá disfrutar de una paz y seguridad duraderas mientras una parte de nuestra nación viva en la pobreza. Nadie debería infravalorar las dificultades que entraña la integración en nuestra sociedad de aquellos que han cometido violaciones flagrantes de los derechos humanos y de los que están acusados de haber facilitado información y colaboración. Pero también existen alentadores ejemplos de gran generosidad y nobleza por parte de muchos miembros magnánimos de nuestra comunidad. Sus actos constituyen un reproche para los que pidieron amnistía sin arrepentimiento y una inspiración para los que trabajan en la difícil y delicada tarea de la reintegración.
La mejor compensación para el sufrimiento de las víctimas y de las comunidades -y el mayor reconocimiento a sus esfuerzos- es la transformación de nuestra sociedad en una sociedad que haga de los derechos humanos por los que ellos lucharon una realidad viva. Esto es, en concreto, lo que significa perdonar, pero no olvidar.
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