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Número 7, marzo 2014.
En su número 5, Ideas de Izquierda publicó un artículo titulado “El Psicoanálisis en cuestión”, a cargo de Claudia Cinatti. En él se plantea una crítica, desde la perspectiva marxista, a la teoría creada por Freud, si bien reconociéndole el carácter disruptivo que tuvo en el momento de su emergencia histórica, y sin descuidar el interés que despertó entre muchos de los grandes líderes y pensadores revolucionarios (Trotski es un notorio caso).
Obviamente que no es la primera vez, ni será la última, que se hacen estas imputaciones al psicoanálisis desde la izquierda. Pero es altamente estimable que una revista de la izquierda radical se proponga replantear, cuantas veces sea necesario, estos debates ya seculares y de primera importancia. Mi propósito en la presente contribución no es tanto responder puntualmente a cada uno de los argumentos del artículo, como ensayar a mi vez –de manera polémica, espero– la enumeración de una serie de hipótesis para encuadrar la discusión.
1.
Me permito comenzar de forma módicamente provocativa: el psicoanálisis no tiene absolutamente nada que ver con el marxismo. Sus respectivos “objetos” de estudio, sus inputs teóricos y sus contextos histórico-culturales son radicalmente diferentes. Se trata, pues, de dos teorías estrictamente inconmensurables e incomparables. Es importante establecer esto de entrada. Muchos de los malentendidos en los intentos tanto de recusación como de asimilación (como en el caso del llamado “freudo-marxismo” de la escuela de Wilhelm Reich y otros, que el artículo señala, así como los más rigurosos intentos de Lev Vigotsky) del psicoanálisis por parte del marxismo, provienen a mi juicio de este equívoco originario, que comprensiblemente, aunque sucumbiendo con frecuencia a articulaciones apresuradas, quieren establecer una relación interna (sea de oposición o de colaboración) entre los dos discursos más “subversivos” producidos en la modernidad burguesa. Desde ya, esto no significa que no se pueda –y aún se deba– establecer una serie de homologías, por así decir, entre lo que me gustaría bautizar como sus también respectivos modos de producción de verdad. De más está decir que no nos compete aquí ninguna consideración biográfica (si Freud era un “burgués conservador” mientras que Marx se elevó sobre su propia clase, etcétera), sino los efectos objetivos de sus teorías.
Más allá, entonces, de algún simpático anecdotario (por ejemplo, tanto Marx como Freud, en una curiosa coincidencia, se comparaban a sí mismos con Colón, por el hecho de haber descubierto un “nuevo continente”, el de la lucha de clases y el del Inconsciente), lo que nos importa es la lógica de esas “analogías”. Enunciemos algunas, sucintamente: a) El marxismo y el psicoanálisis son las dos únicas teorías de la modernidad que enuncian explícitamente que sus supuestos teóricos son estructuralmente inseparables de una praxis; dicho más o menos althusserianamente, son una práctica teórica tanto como una teoría de su propia práctica. Vienen, pues, a romper con una ideología filosófica multisecular –y no solamente “burguesa”, puesto que su origen puede remontarse al idealismo platónico– que ha intentado mantener separadas ambas esferas, la de la acción y la contemplación; b) ambas teorías ponen asimismo radicalmente en cuestión otro gran presupuesto filosófico, esta vez sí plenamente “burgués”: el de un sujeto “cartesiano” imaginado como individuo autocentrado, completo y transparente, que ha sido eternizado u ontologizado como imagen de el Sujeto humano; la tesis marxista de la lucha de clases (para la cual los sujetos de la historia son colectivos y no individuales) y la tesis freudiana del sujeto dividido (es decir, lo contrario de in-dividuo, que etimológicamente significa “entero”, no-dividido) derriban este otro “ideologema” deshistorizante; c) ambas teorías, con todas sus irreductibles diferencias y cada una desde su propia perspectiva, son estrictamente complementarias, pues, en su profunda crítica de la ideología burguesa. Y es asombroso comprobar –aunque no tengamos aquí espacio para desarrollar un tema tan complejo– que Marx y Freud razonan exactamente de la misma manera, aunque nuevamente sobre objetos muy diferentes, en sus respectivos análisis críticos del fenómeno del fetichismo.
El psicoanálisis tiene por lo tanto una enorme pertinencia como contribución a una teoría crítica de las ideologías, algo que no ha dejado de ser productivamente aprovechado por diversos movimientos y autores del denominado “marxismo occidental” –desde Ernst Bloch y la Escuela de Frankfurt, pasando por la corriente althusseriana, hasta Zizek o Fredric Jameson (y sin olvidar, aún con todas sus ambivalencias ante la teoría freudiana, a la colaboración Sartre/Fanon)–.
2.
Un reproche recurrente que se le hace a Freud desde (no solamente) el marxismo, es que el psicoanálisis, como teoría del Sujeto humano, constituye una antropología “individualista”. Pero es una imputación que carece de fundamento riguroso alguno. Ya hemos sugerido que el psicoanálisis, justamente, viene a recusar la noción misma de “individuo”. Por otra parte, quienes arrojan ese sambenito parecen no tomar en cuenta la primera línea de ese importantísimo texto de Freud titulado Psicología de las Masas y Análisis del Yo, donde el autor establece taxativa e inequívocamente que para él no existe tal cosa como una “psicología individual”. Esto no significa, me apresuro a aclararlo, que entonces el psicoanálisis sea una “psicología social”: decirlo así sería justamente aceptar una oposición preexistente entre el “individuo” y la “sociedad”; o sea, otro de esos ideologemas burgueses que la teoría freudiana viene a demoler. Los contenidos psíquicos son, en todo caso, trans-subjetivos: el producto complejo (y que por supuesto puede expresarse de maneras muy distintas en cada sujeto “individual”, según los avatares de su propia historia, etcétera) de los sistemas de identificación primaria o secundaria. Y dicho sea al pasar, la indagación freudiana de tales procesos de identificación “vertical” con el líder u “horizontal” entre los miembros de la masa –tanto como la investigación coetánea de Weber sobre la “dominación carismática”– son un eficaz complemento “superestructural” del marxismo a la hora de entender fenómenos como el “populismo”, el “bonapartismo”, el “cesarismo” y similares. Pero, retomando el hilo: ¿cómo reducir a “individualismo” la tesis capital freudiana del “complejo” edípico, que, aún en su visión más vulgarizada, implica constitutivamente una relación entre al menos tres sujetos (para no hablar de sus múltiples subrogados simbólicos o “fantasmáticos”) que, como se dice, “hacen masa” para producir la subjetividad individual”? Más aún: que Freud se haya tomado el trabajo de escribir Tótem y Tabú (así como sus otros denominados textos “sociales”: la ya citada Psicología de las Masas, El Malestar en la Cultura, Moisés y el Monoteísmo, El Porvenir de una Ilusión, etcétera, para no mencionar sus múltiples escritos sobre arte y literatura) es la demostración palmaria de que su problema no es el “individuo”. No es adecuado decir que Freud “extiende” al campo de la sociedad y la cultura sus hipótesis sobre la psiquis individual, porque, como ya dijimos, para él lo “individual” y lo “socio-cultural” son la misma cosa, solo que percibido en diferentes perspectivas. Tótem y Tabú no es un intento de “aplicar” las estructuras de la psiquis inconsciente individual al origen de la sociedad, la ley y la religión, sino en todo caso, al revés: es ese origen violento de la Cultura y lo simbólico –hipótesis por otra parte perfectamente compatible con la de la violencia como “partera de la Historia”– la que explica la constitución de la psiquis, que es desde el vamos “social”, no importa lo que pensemos puntualmente sobre la teoría de la “horda primitiva” y demás (y, a decir verdad, los hallazgos del último siglo en materias como la antropología, la historia de las religiones o la filosofía jurídica parecen mostrar que Freud está mucho más cerca de la verdad hoy que hace un siglo, al menos en cuanto a la lógica de su razonamiento). Y podemos abundar: la insistencia de la escuela lacaniana, en su “retorno a Freud”, y en las huellas de la antropología lévi-straussiana, en la relación entre la subjetividad y el lenguaje, profundiza más aún lo que venimos diciendo: ¿o acaso el lenguaje, y más precisamente las lenguas, son atributos de alguna psicología “individual”, y no el producto social de milenios y milenios de cultura? Y finalmente, para extremar el argumento, ni siquiera se puede decir que la práctica “ortodoxa” de la sesión psicoanalítica típica sea un tratamiento “individual”: para empezar, involucra a dos sujetos (y dos, como dice el propio Freud, bastan para “hacer masa” en un cierto sentido), y para continuar, en ese “diálogo” está implicado centralmente ese producto social-histórico por excelencia que, como vimos, es el Lenguaje en el sentido más amplio posible (la cultura, los códigos simbólicos, todo eso que los lacanianos llaman “el Otro”). Otra cosa es decir que, tal como está realmente practicado, se trata –siempre hablando de la sesión clásica en el gabinete privado del analista, etcétera– de un tratamiento inevitablemente “clasista” (hay que pagar, las sesiones suelen ser caras, y así): esto es indudablemente cierto. Pero es un factor externo a la teoría, que da cuenta de un estado de sociedad, y no una consecuencia necesaria de la propia teoría (o práctica). Y otra cosa, asimismo, es decir que el psicoanálisis (y por cierto la mayoría de los psicoanalistas), a través de su historia, ha devenido edulcorado y “adaptativo”: es otra verdad de a puños –y ciertamente no privativa del psicoanálisis: ¿o no ha devenido tantas veces edulcorado, “adaptativo” y domesticado el mismo marxismo en manos de socialdemócratas, “progresistas” de toda laya e instituciones universitarias? Y si objetamos que eso no es el verdadero marxismo, ¿no podríamos aducir otro tanto respecto del psicoanálisis?–.
3.
Una acusación más compleja –precisamente porque aparece a primera vista como la más plausible– es la de que Freud, con su teoría del “complejo” edípico, del Inconsciente, de la Repetición y demás, habría generado una suerte de imagen “ontológica” de un Sujeto siempre igual a sí mismo y sin historia. Pero no es así. No se puede confundir la teoría freudiana con la de los “arquetipos” eternos y limitados de Jung (casualmente ese fue uno de los motivos de la ruptura entre ambos, como es sabido). Una cosa es la detección de estructuras y mecanismos recurrentes –sean en la psiquis, en la cultura o en la historia–, otra muy diferente es que esos “procesos de producción” tengan muy distintos efectos en los sujetos particulares y en los cambiantes contextos histórico-culturales. Las estructuras del Inconsciente son “universales”, sus efectos singulares. Para el Inconsciente freudiano no hay “contenidos” eternos, como en el inconsciente “colectivo” junguiano. Por dar un ejemplo muy sencillo, la lógica del “proceso primario” productor de sueños es siempre la de la condensación, el desplazamiento, la inversión en lo contrario, la dialéctica “representación de cosa/representación de palabra”, etcétera; pero desde luego, hoy en día no soñamos con las mismas “escenas” que un griego del siglo V a. C., ni siquiera que un citoyen francés de la Revolución. Por supuesto, pues, que existen “constantes” en la psiquis. Pero tal como venimos planteando esa “constancia”, y salvo recaída en un relativismo inconducente, no se ve que eso sea necesariamente incompatible con el materialismo histórico. ¿Acaso lo acusaríamos a Marx de “ontologismo abstracto” por decir que toda la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases? ¿O que siempre que se verifica una contradicción insoluble entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción se abre una época potencialmente revolucionaria?
¿No es eso decir que hay estructuras recurrentes –“leyes”, si se quiere– en la historia de la humanidad, más allá de que se expresan de manera diferente en cada época, en cada modo de producción, en cada formación social? Y no es azaroso, a este respecto, que Fredric Jameson haya tenido la audacia de hablar de la lucha de clases como del Inconsciente político de la historia y la cultura: hay, en efecto, una lógica fundante, por así decir, cuya insistencia subterránea explica, hasta cierto punto (porque también existe el azar, claro) los acontecimientos “de superficie”. Para Lévi-Strauss, por ejemplo, la condición fundacional de la existencia de cualquier cultura es la cláusula de la Prohibición del Incesto (en tanto pre-texto negativo para la ley de la Exogamia), algo que obviamente tiene mucho que ver con la teoría freudiana, aunque sus objetivos sean completamente otros. Cuando Freud afirma que el Inconsciente “no reconoce” a la Historia, solo está diciendo que sus mecanismos básicos insisten de la misma manera, aunque sus efectos sean siempre singulares e histórica-socialmente condicionados.
De forma similar dice Althusser que la Ideología –otra vez: los mecanismos básicos del proceso de producción ideológica: la parte por el todo, la causa por el efecto, y así– no “tienen” historia, aunque por supuesto que se puede hacer una historia de las ideologías. Otro ejemplo –más problemático, lo admito– es la frecuente imputación (reiterada en el artículo de marras) al “falocentrismo” de Freud, del cual se derivaría un acantonamiento “reaccionario” en el esquema binario masculino/femenino, no dando lugar a la multiplicidad de identidades sexuales (o “genéricas”) posibles. Es un tema sumamente complejo, entre otras cosas porque se presta a ciertas facilidades del pensamiento “políticamente correcto”. Desde ya que hay que defender a rajatablas el derecho de cualquier sujeto a optar por la “identificación” sexual que desee.
Pero esa elección –pues de otro modo no sería una elección– se hace sobre la base de un previo condicionamiento “en última instancia” que es el de la bisexualidad constitutiva de los sujetos de ambos sexos (la oposición freudiana, justamente, es masculino/femenino, y no hombre/ mujer). La famosa frase de que “la anatomía es destino” debe entenderse en esa acepción: hay una fractura básica condicionante, y cada sujeto termina identificándose -más allá de sus órganos biológicos de nacimiento- con uno u otro de sus polos, o con múltiples posibles combinaciones entre ellos (y va de suyo que las identificaciones “dominantes” están social-históricamente marcadas). Pero ello no significa que esos polos puedan (o deban) “desvanecerse en el aire”.
Justamente porque no lo hacen, y porque la sociedad promueve aquellas identificaciones “dominantes”, es que se producen los conflictos del caso. Y negar el conflicto “fundante” no tiene mayor sentido. Más aún, esta sería una lógica de razonamiento un tanto peligrosa. Equivaldría –y es un debate que el marxismo viene sosteniendo desde hace mucho– a sustituir por una multiplicidad infinita de “movimientos sociales” la fractura básica de la lucha de clases. Los movimientos sociales existen, sin duda, y muchos –no todos– deben ser defendidos y desarrollados.
Pero ninguno, ni siquiera la suma de todos ellos, puede despachar al limbo la confrontación estructural burguesía/proletariado. Es una discusión similar a la que se plantea frente al pensamiento “postmoderno”, “postestructuralista” y demás (y al que se hace referencia en el mismo número de Ideas… aludido): si todo es cuestión de “deconstrucciones”, “dispersiones” y multiplicaciones “rizomáticas” ad infinitum, entonces la Materia, y el conflicto con que estamos forzados a enfrentarla, desaparece de la vista (Slavoj Zizek, hablando precisamente de los equívocos del “multiculturalismo”, ironiza sobre la interesada paradoja de homogeneización que el mismo supone, ya que todas esas “diferencias” terminan siendo equivalentes, y ocultan el conflicto básico; y casualmente, para ilustrarlo recurre al ejemplo de una ideología apresurada de la “multisexualidad” que termina siendo… “unisex”).
4.
¿Hay, pues –es una pregunta de la máxima gravedad que puede inducirse a partir de una “defensa” de la teoría psicoanalítica– una “naturaleza” humana? Depende de cómo se lo mire. En un sentido, y sin llegar todavía a la humana, no hay siquiera una naturaleza “natural”. Como sostenía con toda razón Marx, a partir de la intervención de las relaciones de producción sociales sobre la naturaleza, esta ha ingresado totalmente a la historia: a la historia del Hombre, se entiende (no vamos a entrar aquí en la difícil polémica sobre la existencia de una “dialéctica de la naturaleza”, tal como Sartre la sostiene contra Engels). Ahora bien: que la humanidad haya inventado máquinas para volar no significa que haya logrado anular la ley de gravedad. Más bien significa todo lo contrario. Quiero decir: si el hombre se ha visto obligado a crear aviones, ha sido porque, al menos hasta el momento, nada ha podido hacer contra ciertas reglas constantes de la naturaleza. Algo similar –con todas las reservas del caso– puede decirse, como hemos visto, sobre ciertas “leyes” de la historia y la sociedad. Y aún de la más sutil cultura: ¿no muestra Marx su perplejidad, en un famoso pasaje de los Grundrisse, ante el hecho de que ciertos productos del arte y la literatura –la Ilíada de Homero, las grandes tragedias griegas, Cervantes o Shakespeare–, emanados de sociedades y épocas tan radicalmente diferentes a la nuestra, nos sigan conmocionando tan profundamente? Por supuesto que no leemos esas obras del mismo modo en que lo haría un coetáneo de ellas; pero el hecho de que con nuestra propia mirada sigamos encontrando en ellas algo que aún hoy nos hace reflexionar sobre pero también más allá de nuestra situación actual, ¿no significa que su grandeza consiste en que encontraron algunas constantes de la “naturaleza humana” que siguen vigentes, independientemente de que hoy las interpretamos en otro contexto? ¿Y qué diríamos –para insinuar otro tema complejísimo y ultra “delicado”– de la persistencia del sentimiento religioso a través de miles de años de historia y de todos los modos de producción posibles, incluyendo los “socialismos” realmente existentes, como ha quedado harto comprobado? ¿Nos contentaremos con andar por la vida repitiendo la frase sobre “el opio del pueblo” (olvidando que el propio Marx tuvo muchas otras cosas que decir al respecto, y ciertamente muy inteligentes, en el propio texto donde comparece ese enunciado, La Sagrada Familia), o nuevamente tendremos que pensar la dialéctica de lo universal y lo particular con todas sus complejas mediaciones? Otra vez: postular una “naturaleza humana” que pudiéramos llamar repetitiva no significa que cada “repetición” sea igual a la anterior, ni forzosamente peor (se recordará que tampoco Marx deja de tener alguna idea sobre la “repetición” en la historia). Lo cual viene a cuento del famoso pesimismo freudiano, contrapuesto al optimismo marxista. Desde ya que Freud es decididamente pesimista –pesimista “de la inteligencia”, para apelar a otro clásico– respecto de las “constantes” de la “naturaleza humana”: en su perspectiva, la recurrente batalla mítica entre Eros y Tanatos se resuelve casi siempre a favor del último. Y la historia de la sociedad de clases hasta la fecha (claro que Freud no habla de esto: está pensando en otras constantes) parece darle, “fenomenológicamente”, la razón. ¿Cambiará, esa “naturaleza humana”, con el socialismo? No podemos saberlo con certeza, está claro. Pero, si aún siendo pesimistas “inteligentes” apostamos a él, es porque al menos con él Tanatos tendría hartos menos “pretextos” (el hambre, la explotación, la alienación del trabajo, las guerras imperiales). Es decir: se puede, desde la posición marxista, ser anti-freudiano. Pero no es necesario.
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