La Joranda, 26 de abril 2014
E sta es una historia acerca de estar a destiempo.
Una de las maneras más inquietantes de que el cambio
climático ya se ve es con lo que los ecologistas llaman “desfase” o
“destiempo”. Este es el proceso mediante el cual el calentamiento provoca que
los animales se desfasen con una importante fuente de alimentación, sobre todo
en tiempos de reproducción, cuando no encontrar suficiente alimento puede
provocar rápidas disminuciones en la población.
Los patrones de migración de muchas especies de aves
cantoras, por ejemplo, han evolucionado a lo largo de los milenios para salir
del cascarón justo cuando las fuentes de alimentación, como las orugas, están
en su punto de mayor abundancia, lo cual ofrece a los padres muchos nutrientes
para sus pequeños hambrientos. Pero como ahora la primavera muchas veces llega temprano,
las orugas también nacen temprano, lo cual implica que en algunas zonas son
menos abundantes cuando los polluelos salen del cascarón.
Los científicos están estudiando casos a destiempo,
relacionados con el clima, que se dan entre docenas de especies, desde el
caribú hasta el papamoscas cerrojillo. Pero hay una importante especie que les
falta: nosotros. Homo sapiens. Nosotros también sufrimos de un terrible caso de
estar a destiempo, relacionado con el clima, pero en un sentido
cultural-histórico, en vez de biológico. Nuestro problema es que el cambio
climático es un problema colectivo que requiere una acción colectiva, un tipo
de acción que la humanidad nunca ha logrado hacer. Sin embargo, ya entró en la
conciencia del mainstream, en medio de una guerra ideológica que se libra
acerca de la idea misma de la esfera colectiva.
La buena noticia es que, a diferencia de los renos y las
aves cantoras, nosotros, los humanos, estamos bendecidos con la capacidad de
adaptarnos deliberadamente, cambiar viejos patrones de conducta a una
extraordinaria velocidad. Si las ideas dominantes en nuestra cultura nos frenan
de salvarnos, entonces tenemos el poder de cambiar esas ideas. Pero antes de
que eso pueda ocurrir, necesitamos entender la naturaleza de nuestro personal
desfase climático.
El cambio climático exige que consumamos menos, pero ser
consumidores es todo lo que conocemos. El cambio climático no es un problema
que se pueda resolver simplemente cambiando lo que compramos: un híbrido en vez
de un Suv, compensación de emisiones de carbono cuando nos subimos a un avión.
En esencia, es una crisis nacida de un exceso de consumo por los que son
relativamente más ricos, lo cual implica que los consumidores más desenfrenados
del mundo tendrán que consumir menos.
El capitalismo tardío nos enseña a crearnos a partir de
nuestras elecciones de consumo: al comprar formamos nuestras identidades,
encontramos una comunidad y nos expresamos. Así que, decir a la gente que no
puede ir de compras tanto como quisiera porque los sistemas de soporte del
planeta están sobrecargados, puede ser interpretado como una especie de ataque,
como si les dijeran que no pueden ser realmente ellos.
El cambio climático es lento y nosotros somos rápidos.
Cuando cruzas de volada un paisaje rural en un tren bala, parece como si todo
lo que pasa estuviera detenido: la gente, los tractores, los coches en los
caminos rurales. No lo están, por supuesto. Se están moviendo, pero a una
velocidad tan lenta comparada con el tren que parecen estar estáticos.
Así pasa con el cambio climático. Nuestra cultura, que
funciona con base en combustibles fósiles, es ese tren bala. Nuestro cambiante
clima es como el paisaje afuera de la ventana: desde nuestro atrevido lugar
privilegiado puede aparecer estático, pero se está moviendo, su lento progreso,
medido en capas de hielo que retroceden, aguas que suben y alzas en la
temperatura. El problema no sólo es que nos movemos demasiado rápido. También
es que el terreno en el cual los cambios tienen lugar es intensamente local: un
temprano florecer de una flor en particular, una capa inusualmente delgada de
hielo sobre un lago, la llegada tardía de un pájaro migratorio. Notar ese tipo
de cambios sutiles requiere una íntima conexión a un ecosistema específico. Ese
tipo de comunión ocurre sólo cuando conocemos a profundidad un lugar; no sólo
como un escenario, sino también como sustento, y cuando el conocimiento local
es transmitido, con un sentido de confianza sagrada, de generación en
generación. Pero eso es cada vez más escaso en el mundo urbanizado e
industrializado. Solemos abandonar nuestros hogares fácilmente, por un nuevo
empleo, una nueva escuela, un nuevo amor. Aun para aquellos que logramos
mantenernos en un mismo lugar, nuestra existencia cotidiana puede estar desconectada
de los espacios físicos en que vivimos. Puede que no estemos enterados de que
una sequía histórica está destruyendo los cultivos en las granjas que rodean
nuestros hogares urbanos, ya que los supermercados todavía ofrecen pequeñas
montañas de producción importada, y todo el día llega en camión más. Hace falta
algo enorme –como un huracán, que rebasa todas las marcas previas de altura
máxima del agua, o una inundación que destruye miles de hogares– para que
notemos que algo está realmente equivocado.
El otro desfase tiene que ver con nuestra relación con lo
que pasa desapercibido. Cuando publiqué No logo, hace una década y media, los
lectores se impresionaban al enterarse de las abusivas condiciones bajo las
cuales la ropa y los aparatos se manufacturaban. Pero hemos aprendido a vivir
con eso. La nuestra es una economía de fantasmas, de ceguera deliberada. Y el
aire es el máximo caso de lo que pasa desapercibido, los gases de invernadero
que lo calientan son nuestros más elusivos fantasmas.
Otra cosa que hace muy difícil que captemos el cambio
climático es la cultura del eterno presente. Sin embargo, el cambio climático
es acerca de cómo lo hecho por las generaciones pasadas inevitablemente
afectará no sólo el presente, sino las futuras generaciones.
Esto no se trata acerca de hacer un enjuiciamiento
individual, de reprendernos por nuestra frivolidad o por no tener raíces. En
vez se trata de reconocer que somos productos de un proyecto industrial, uno
íntimamente, históricamente, vinculado con los combustibles fósiles.
Y así como en el pasado hemos cambiado, podemos volver a
cambiar. Después de escuchar al gran granjero-poeta Wendell Berry ofrecer una
plática acerca de cómo cada uno de nosotros tiene el deber de amar su “hogar”
más que ningún otro, le pregunté si tenía algún consejo para los que no tienen
raíces, como mis amigos y yo, que vivimos en nuestras computadoras y parece que
siempre estamos en busca de un hogar. “Quédate en algún lugar”, respondió. “Y
comienza el proceso de mil años de conocer ese sitio.”
Es un buen consejo, a muchos niveles. Porque para poder
ganar esta pelea, determinante para nuestras vidas, todos necesitamos un lugar
en el cual estar parados.
Traducción:Tania Molina Ramírez
* Autora de La doctrina del shock y No logo.
Twitter: @naomiaklein .
www.naomiklein.org
Copyright Naomi Klein 2014.
Una versión de este artículo fue publicada en The Nation y
The Guardian. El nuevo libro de Naomi Klein, This changes everything: capitalism
vs the climate (Esto cambia todo: el capitalismo contra el clima), será
publicado en septiembre de 2014.
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