El triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos fue sorpresivo, incluso para las fuerzas de izquierda. En este artículo, se proponen algunas reflexiones para intentar comprender su triunfo en contexto y las lecciones que se pueden sacar de él. Se sostiene que la victoria de Trump se da en medio del agotamiento de un pacto social que subyace a la política norteamericana de las últimas décadas, y con una clara apelación populista al sentido común de los trabajadores blancos estadounidenses. Este sentido común es parte de lo que mantiene a los grupos subalternos bajo una situación de dominio. Por ello, si bien la táctica que utiliza Trump podría ser tentadora en primera instancia para las fuerzas de izquierda, se debe reconocer que su efecto no es subvertir la correlación de fuerzas, sino expresarla y restaurarla.
1. La construcción del Estados Unidos de Trump: la descomposición del pacto social industrial y la crisis de los grandes partidos
Se ha sostenido que el origen de la votación popular de Trump estaría en el malestar de los sectores obreros blancos con el sistema político y su reacción ante la crisis económica que comenzó en 2008. Si bien esto es cierto, ilustra bastante poco de la complejidad histórica que ha permitido un triunfo electoral tan difícil de caracterizar. Aunque este escrito no busca analizar las razones de la victoria de Donald Trump sino abordar un debate sobre tal hecho desde el pensamiento crítico, se hace necesario una contextualización útil a dicho fin.
La descomposición de la política bipartidista en Estados Unidos es la descomposición también del pacto social que le dio soporte. Si, a decir de varios autores que han revisado la decadencia económica de los Estados Unidos en el último período, la articulación capitalista del país del norte pierde ventaja frente a los polos productivos del sudeste asiático
/1, además en su campo hegemónico se desgasta en intentar controlar un territorio inmenso al este del Mediterráneo, territorio en situación de guerra permanente desde que el mismo Estados Unidos barrió con cualquier actor estable que no fuera de su interés, como, por ejemplo, en Irak desde 2003 y desde 2011 en Siria.
Pero este desgaste, como ha sostenido Arrighi en debate con Robert Brenner y otros, se produjo también a partir de problemas internos. Para Arrighi, el origen de la descomposición del
New Deal fundado en los años treinta del siglo pasado bajo la dirección del Presidente Franklin D. Roosevelt, no sólo se encuentra a nivel de la competencia entre grupos empresariales, sino que, dentro del país, en la resistencia de los trabajadores de los años sesenta y setenta a cargar, como lo habían hecho en otras décadas, con el peso de una nueva expansión capitalista. De esta forma, la contracción de la tasa de ganancia en Estados Unidos y su decadencia frente a China y otros actores asiáticos es parte de un paulatino derrumbe de la hegemonía norteamericana, y, por ende, del pacto social entre trabajadores industriales, el gran capital nacional y los sectores medios que sostenían el Estado. Para Arrighi, una crisis como la que vive Estados Unidos es una:
situación en la que el Estado hegemónico vigente carece de los medios o de la voluntad para seguir impulsando el sistema interestatal en una dirección que sea ampliamente percibida como favorable, no sólo para su propio poder sino para el poder colectivo de los grupos dominantes del sistema”
/2.
Este proceso se ha vivido en Estados Unidos como un intento tras otro de recomponer el orden hegemónico en decadencia. Primero fue el fin del acuerdo, en 1971, de Bretton Woods, según el cual el dólar era el respaldo universal del dinero del mundo capitalista, a la vez que el mismo dólar se sostenía en oro. Con ello la especulación se desató y los capitalistas norteamericanos se lanzaron vorazmente sobre los mercados de capital, aumentando sus ganancias, pero volviendo fuertemente volátil el sistema económico mundial, mientras crecía la concentración de la riqueza. Con Ronald Reagan (1981–1989) a la cabeza, el
New Deal comenzó a descomponerse: los trabajadores vieron sus salarios estancarse y los contratos debilitarse, a la vez que las industrias pesadas cerraban para instalarse lejos de las fronteras, donde el trabajo fuese más barato
/3. A la vez y desde los años setenta, los sectores medios encontraron en el mercado la solución (privada) a sus problemas, abandonando la política -por esencia pública- o comportándose frente a ella como grupos de presión en base a identidades particulares que demandan al Estado la recientemente controvertida
identity politics /4.
La vieja alianza del Partido Demócrata (PD) entre sectores medios progresistas, trabajadores organizados y comunidades afroamericanas, se descompuso por arriba: los sectores medios dejaron de necesitar la política y a un ejército de clases populares para conseguir sus fines individuales, abandonando a su suerte a los segundos. La antigua agenda progresista y liberal de estos grupos, que articulaba en programas de gobierno el avance de la clase trabajadora y con ella los derechos de las mujeres y de las minorías raciales e inmigrantes, se descompuso en una pesada negociación entre las identidades de estos grupos, pues el PD ya no tenía un programa en dónde coordinarlas en prioridades y reformas más amplias.
Sus principales cuadros dirigentes no fueron ajenos a la cooptación de otros partidos socialdemócratas, como el laborismo inglés o el socialismo obrero español, y rápidamente comenzaron a ser los mejores agentes del gran capital industrial (por ejemplo, del automotriz) y financiero. Con Bill Clinton como Presidente desde 1992, redujeron la seguridad social a los trabajadores y también a otros grupos empobrecidos, apoyaron tratados de libre comercio como el NAFTA y, en general, políticas que fueron destruyendo tanto la economía industrial norteamericana como el pacto de clases que en ella se sostenía.
El triunfo de G. W. Bush (2001-2009) en 2000, en que se notaría cómo el PD pierde el apoyo de parte de los sectores trabajadores, y la oportunidad conseguida con los atentados de septiembre de 2001 en Washington y New York, permitió a los republicanos construir sin grandes resistencias populares una política militarista, autoritaria y de claras concesiones, especialmente en impuestos, al gran empresariado. Posteriormente, con Barak Obama (2009–2017) en 2008, a pesar de que su elección se impulsó desde un amplio movimiento de masas con un discurso progresista y de cambio, realmente el proceso de descomposición del pacto social no se detuvo. Por el contrario, se agudizó: su reacción ante la crisis de 2008 y sus responsables -la clase financiera de Wall Street y la voracidad especuladora desatada en los años setenta- completó el giro pro empresarial de los demócratas, que se había iniciado con Clinton.
El PD no era un partido de izquierda (no, por lo menos, desde los años setenta del siglo pasado), pero algo de esa aura reivindicativa y obrerista mantenía, y la movilización que llevó a Obama a la Casa Blanca demostró cuánto de esa idea aún impregnaba en franjas importantes del electorado norteamericano. Aquello comenzó a desmoronarse con Clinton y con Obama, pues se liquidó lo último que quedaba de ese capital político. Si a mediados del siglo XX los demócratas eran el partido de los pequeños frente a los gigantes propietarios y banqueros organizados en el Partido Republicano, en 2016 esa diferencia era indistinguible en la práctica y hasta en el discurso para la mayoría de las clases populares estadounidenses
/5.
En Estados Unidos además se debe convivir desde 2008 con una permanente crisis económica que ya va por una década de duración y, más aún, una situación de guerra irregular y confusa en Medio Oriente que mantiene desde hace quince años. La permanencia de la crisis corroe las relaciones sociales, convirtiendo en regularidad lo que parecía ser emergencia. Así, la precariedad laboral, la pobreza y la exclusión de amplias capas de norteamericanos hace imposible hoy un nuevo pacto que se base en la defensa de una república que poco o nada les da a esos ciudadanos. De la misma manera, la guerra permanente ha ido vaciando el sentido patriótico que permite sostenerla, estando casi diluida en la memoria el fervor nacionalista que surgió tras los ataques de 2001. Si muchos trabajadores norteamericanos votan hoy por Trump, y con él contra los valores republicanos y democráticos, es porque para ellos poco o ningún significado real tienen esos valores en sus vidas.
Por este camino, además, se banalizó la democracia y la política. La historia reciente de los Estados Unidos permite abordar dos procesos en marcha en los sistemas políticos de Occidente: la descomposición de las democracias liberales y la neoliberalización de la ciudadanía. Ambas tienen explicación histórica concreta, no son fenómenos “ideológicos”, sino que respuestas racionales de sujetos que viven cotidianamente contradicciones capitalistas para las que no fueron educados. De lo que se trata es de entender cómo el ascenso de Trump, y todo el movimiento de masas e intereses sociales que lo apoya, es más el síntoma que la causa de una crisis de las formas democráticas liberales.
Esta crisis, en constante profundización, se ha basado en la descomposición de los principios ciudadanos que la fundaron y en la instalación, en su lugar y a nivel de masas, de las formas del mercado capitalista. A decir de Wolfgang Streeck, “la reorganización de la participación política como consumo y la remodelación de los ciudadanos como consumidores refleja el declive en un mundo mercantilizado de las comunidades de destino nacionalmente constituidas”
/6. La promesa de que era posible un cambio desde el PD y en las formas democráticas tradicionales, se destruyó en el estancamiento reformista de Obama y su gobierno de continuidad neoliberal y progresista únicamente en las políticas de identidad para las élites blancas.
2. El sentido común, la izquierda y el triunfo de Trump
Entonces, la elección de Trump parece responder a un ímpetu de restauración del control del gran empresariado norteamericano del siglo XX, por sobre una inestable situación del país tanto en el interior como en sus relaciones exteriores, tanto militares como diplomáticas y comerciales. En el interior, los profesionales de las grandes ciudades costeras del país del norte, representados por un Partido Demócrata tomado por una agenda progresista neoliberal, han ido abandonando su tradicional rol de mediadores entre las clases propietarias industriales y los trabajadores obreros, articulación que era la base del pacto
New Deal. Lo hacen, además, retirando su histórica lealtad a las formas republicanas y democráticas, así como al predominio institucional del Estado. Así, la elite norteamericana y parte importante del país se siente dejada a su suerte por los intelectuales y dirigentes, en una pelea ante el resto del mundo que quiere sacarlos de su sitial hegemónico.
Este momento de crisis y subsecuente intento de estabilización ha sido caracterizado como uno en que las turbas enardecidas, afectadas por las consecuencias del funcionamiento del actual “sistema”, deliberadamente genérico, se encuentran a la espera de algún discurso que dote de sentido a sus reclamos y los dirija contra algo: un “momento populista”. El apelativo de populista, en este caso, tiene el uso dado por la formulación hecha por Ernesto Laclau, en que el concepto se reduce a una fórmula electoral o de formas políticas y no a las experiencias concretas de populismo latinoamericano del siglo pasado, en que se trató de alianzas entre sectores populares organizados y movilizados y un dirigente de importante peso carismático que lograba oficiar de mediador y representante de esos sectores populares, frente a las clases dominantes y en el marco de una agenda reformista
/7.
El populismo como tipo de alianza reformista basada en lo popular, se reduce a fórmula multiuso aplicable a cualquiera de las democracias actualmente existentes. Desde esa perspectiva “fórmula” de lo que es el populismo, ese descontento masivo acumulado -también genérico- podría ser, en palabras de Pablo Iglesias
/8, aprovechado, o, de Chantal Mouffe
/9, captado por distintas agrupaciones políticas que así lo decidan (ambos lo proponen utilizando la conceptualización de Laclau). Siguiendo la terminología de los mismos autores, estas agrupaciones podrían tener diferentes fines: de derecha o de izquierda, según Iglesias, y progresistas o conservadores, según Mouffe. Trump, y todo lo que rodea a su elección, sería simplemente un aprovechamiento desde la derecha del momento, que articula a este descontento en torno a un clivaje nosotros-ellos determinado por el sexismo, el racismo y la xenofobia.
Sin embargo -y este es el punto crucial de la hipótesis del momento populista-, de igual manera la situación podría haber sido aprovechada por un candidato de izquierda que, apelando a exactamente el mismo descontento que Trump, haría el bien en vez del mal. Así, desde el punto de vista de Mouffe y otros, si tan sólo la anquilosada burocracia neoliberal del Partido Demócrata no hubiera destruido la campaña de Bernie Sanders, tal vez habría sido posible un desenlace progresista en las elecciones en Estados Unidos. De este modo, el desenlace “de derecha” del momento populista de nuestro universo se habría decidió en el
Super Tuesday del 7 de junio del 2016, cuando Trump y Hillary Clinton definieron las respectivas primarias presidenciales a su favor
/10.
La hipótesis del momento populista -y sus familiares cercanos en contextos con crisis menos transparentes y sostenidas- no tiene sólo un carácter descriptivo, sino también uno normativo. Su propósito es delinear un camino para la victoria de la izquierda, el que implicaría, a grandes rasgos, una estrategia paralela a la seguida por Trump y lo que se asume hacía Bernie Sanders: el levantamiento de un referente, personal o partidario, que tome los elementos disgregados y carentes de sentido que conforman las ideas básicas de la ciudadanía, y ponga sobre ellos un manto de sentido que los haga adherentes de quienes lo elaboraron. Así, la tarea de la izquierda sería elaborar una “narrativa” que articule de manera progresiva estos elementos, y encontrar alguna forma con la cual transmitir esta narrativa a la ciudadanía para activarla en su favor. De ahí los numerosos llamados a “conectar” con el sentido común de “la gente”, y a aunar conflictos que aparecen diversos sin intentar su unificación
/11, sino, más bien, su “articulación” en el discurso de un referente político particular. En fin: en un momento populista, donde el malestar genérico parece marcar la agenda, las fuerzas políticas deben constituirse como representantes de quienes lo poseen para emerger victoriosas.
No es difícil ver esta táctica en el caso de la victoria de Trump. Trump logra posicionarse como un representante del malestar con el llamado
establishment de Washington y aquellos a quienes éste ha beneficiado mayormente el último tiempo, particularmente durante el gobierno de Obama: los sectores medios y profesionales de los grandes centros urbanos de las costas.
Les señala a los pobladores de los peyorativamente llamados
flyover states (literalmente los estados por encima de los cuales las elites costeras vuelan para viajar de un lado a otro del país) que el avance material de las elites y de los estados más ricos se ha dado gracias a la “globalización”, y que lo hizo enviando sus puestos de trabajo en las manufacturas industriales a lugares como China o México, y permitiendo que inmigrantes indocumentados ocupen los que quedan en sus propias ciudades.
Les promete a los trabajadores blancos una liberación del pesado yugo de la corrección política y un retorno a una época pasada de integridad nacional que proporcionaría bienestar y progreso
/12. Al resto, expresando con una pureza inaudita el malestar genérico que asume la hipótesis del momento populista (que, como ya se dijo, debe leerse como diferente de la tradición populista continental), les dice simplemente: “nadie los ha ayudado hasta ahora, así que, ¿qué tienen que perder?”
/13. Es transparente que esta táctica electoral le sirvió a Trump para obtener un triunfo en las elecciones. Algunas voces en la izquierda (tanto en EEUU como en otros lugares) invitan a tomar una táctica paralela para llegar al polo inverso como resultado -cambio, en vez de restauración-. Esta conclusión, si bien aparentemente simple y plausible, puede resultar del todo inadecuada tanto a la hora de describir el proceso político en marcha como en producir un trazado estratégico basado en dicha descripción.
A nivel descriptivo, las formas en que lo que llamamos “la hipótesis populista” ha entendido la irrupción popular de Trump, asume una imagen irreal del sentido común y sus dinámicas, y luego una descripción ingenua y cómoda del alcance y potencia de la dominación. En el primer punto, se asume que hay algo, llámese malestar en tiempos de crisis o sentido común en todo momento, que gobierna en alguna medida el comportamiento de los subalternos. El sentido común es aquello a lo que una táctica dota de sentido, pues no lo tendría de antemano. Es en este punto donde los supuestos de esta propuesta comienzan a hacerse inestables. Debe asumirse que el sentido común gobierna la conducta a lo largo del tiempo, y no sólo en tiempos de elecciones o, más generosamente, en el momento en que el estratega populista decide comenzar a utilizarlo. En concreto, los estadounidenses que votaron por Trump tienen un sentido común, sea cual sea, desde antes de junio del 2015, cuando anunció su candidatura.
El sentido común es histórico, también el de esos grupos obreros norteamericanos que votaron por un millonario demagogo y ultraderechista, y los principios que los asociaron con Trump estaban allí desde mucho antes que éste haya anunciado su candidatura a la Presidencia. Los sectores dominantes en Estados Unidos han estado construyendo el sentido común norteamericano desde hace más de un siglo, y es este sentido común -y no la disgregación neutral que asume el populismo- el que posee la ciudadanía estadounidense cuando Trump irrumpe en el escenario.
La simple idea de que el gran empresariado estadounidense ha construido y ejercido su poder político desde antes de la aparición del populismo de Trump, impide considerar que él se enfrenta a un sentido común carente de sentido. Si algo se ha aprendido de Gramsci es que lo que caracteriza a las democracias burguesas es justamente que la dominación no es puramente coercitiva o violenta: a grandes rasgos, los sectores dominantes son capaces de construir y mantener una mediación sobre la realidad -discursos, valores, conceptos, mitos, etc.- que definen la conducta social de tal manera que los subalternos actúen de acuerdo a los intereses de quienes los dominan. En simple, no se hace necesario que la dominación se exhiba, pues los dominados ya redundan en su existencia dominada. En el esquema de Perry Anderson
/14, la hegemonía de la clase dominante es preponderantemente consenso, y fundamentalmente coerción. Y el sentido común, lejos de ser políticamente neutro, es justamente la “forma concreta” (tal vez la más concreta) del consenso.
En la medida en se asume que el carácter del sentido común es fruto del ejercicio de la dominación política, cambiar el sentido común a uno que no favorezca a los dominantes implica un enfrentamiento con ellos por el carácter del sentido común: asaltar sus trincheras, la base de la sociedad civil, diría el pensamiento de matriz gramsciana. Este enfrentamiento es largo, es una guerra de posiciones que son valores y principios que definen los límites del comportamiento. La mera representación de ese sentido común no le sirve a la izquierda, así como le sirvió a Trump.
No sirvió cuando la alternativa de Bernie Sanders fue derrotada por la burocracia interna del Partido Demócrata aun cuando apeló a las mismas bases que Trump
/15. El entusiasmo espontáneo que el candidato suscitó en los denominados
millenials /16 no tiene el poder suficiente para enfrentarse a los embistes que terminan por darle la nominación a Clinton.
Por la otra, el populismo de Trump se enfrenta, en cierto grado, a un Partido Republicano que inicialmente se muestra reticente a aceptarlo. Sin embargo, a diferencia de Sanders, Trump no se enfrenta desnudo a la elección primaria: está armado de millones de dólares propios y una presencia mediática importante añadidos a la ventaja de estar apelando a una versión que, en el peor de los casos, es sólo ligeramente diferente al sentido común que el gran empresariado había construido hasta entonces. Después de la primaria, y utilizando aún esta posición de poder, Trump apela al sentido común para destruir políticamente al Partido Republicano, tomarse su agencia y subordinar a sus líderes. Pero el contraste con Sanders demuestra que el populismo no es la condición de posibilidad de su victoria. En definitiva, lo que más explica la victoria de Trump en este respecto es que se enfrenta a la batalla desde el poder y a favor de él, en un momento en que las demás alternativas estaban deslegitimadas, y no sólo la táctica populista que implementa.
Donald Trump actúa no como un reformador del sentido común, un utilizador del momento para darle un nuevo sentido, sino como una invitación a retornar a los valores que lo caracterizan. Desde la consigna “Make America Great Again” hasta su propia identificación como un “conservador de sentido común”
/17, es claro que la táctica de Trump es más transparentemente populista de lo que se podría concluir inicialmente. El candidato dedica su campaña a reforzar la capa de dominación cultural que ya se encontraba ahí, y la hace cumplir el objetivo que siempre tuvo: mantener a los sectores subalternos actuando a favor de los intereses de los sectores dominantes. Esta táctica tuvo un éxito inesperado: tanto en las elecciones primarias del Partido Republicano
/18 como en la elección general
/19, las cifras apuntan a que Trump moviliza a su favor los sectores menos educados y relativamente menos ricos -aunque no a los pobres, quienes no votaron o se alinearon con el Partido Demócrata- de los trabajadores blancos norteamericanos.
El sentido común al que apela Trump y que le entrega la victoria es, como se dijo más arriba, una mezcla entre xenofobia, racismo y sexismo, por una parte, y una reacción ante las consecuencias de una economía globalizada, el estado permanente de guerra y la banalización de la democracia. Una vez más, siguiendo el esquema de Mouffe
/20 para entender el “momento populista”, se podría creer que los primeros elementos son la “narrativa” de derecha que Trump pone a los segundos elementos. La innovación de Trump sería dar una salida racista y xenófoba a las percepciones de los problemas económicos legítimos que tienen quienes votaron por él.
Esta alternativa es tentadora también como explicación para parte de la izquierda estadounidense: Sanders afirma que la retórica de la campaña de Trump “accedió a una rabia muy real y justificada” contra el “status quo económico, político y mediático”
/21, idea que encuentra eco, por ejemplo, en la editorial de la revista norteamericana
Jacobin publicada inmediatamente después de la elección
/22. Pero incluso una revisión superficial del sentido común estadounidense a través de la historia muestra que esta mezcla está lejos de ser novedosa en el imaginario político de las elites de aquel país. La utilización del racismo para impedir una alianza entre blancos y negros pobres, por ejemplo, es parte de lo que caracteriza el período de reconstrucción después de la Guerra Civil
/23, y se extiende también durante el siglo XX en la época del New Deal
/24, del movimiento de derechos civiles en los años sesenta
/25 y la respuesta al racismo estructural denunciado por
Black Lives Matter /26.
El caso del racismo es sólo un ejemplo parcial, pero ilustrativo, de que el sentido común al que apela Trump en su campaña no es construido ni inventado por él, y la división de los diversos sectores subalternos para que los trabajadores blancos lo apoyen tampoco es una narrativa que haya tenido que poner por sobre materia prima sin esa connotación. El populismo de Trump apela, simplemente, al sentido común construido por los sectores dominantes estadounidenses muy previamente. La victoria de Trump, lejos de ilustrar cómo una táctica populista puede subvertir el poder, muestra su papel expresivo, en el mejor de los casos, y restaurador, en el peor, del consenso construido por la dominación.
Desde el punto de vista normativo, la situación anterior puede atrapar a las fuerzas de izquierda en un dilema que parecería insalvable. Por una parte, se ha propuesto que el camino a seguir es “apelar” a los trabajadores blancos que votaron por Trump por razones diferentes al puro racismo, dando una narrativa alternativa a su malestar que logre formar una coalición en torno a los elementos positivos del sentido común.
Así, los editores de
Jacobin deslizan que la elección fue perdida por los demócratas porque desecharon el “mensaje” de Sanders que lograba hablar al “bullente sentido de alienación y rabia de clase”
/27, de lo que se desprende que, para ganar, la izquierda debe tener el mensaje correcto dirigido a la gente correcta. Este punto es reforzado por Haijer al afirmar que la tarea es encontrar una “estrategia que una a la clase trabajadora”
/28, articulando sus intereses y creando la narrativa que tienen en común.
La unión como una solución al problema Trump es enfatizada aún más por Barry Eidlin
/29 y Timothy Shenk
/30, quienes proponen a la izquierda “ganar de vuelta” a los trabajadores blancos apelando no sólo a su malestar económico, sino también a la necesidad de oponerse al gobierno de Trump. Eidlin expresa esta idea claramente al decir que “conectar identidades con problemas, y forjar con ello coaliciones políticas” es “cómo pudo ganar Trump, pero también es la clave para hacerlo perder”
/31. Matt Yglesias incluso afirma que el Partido Demócrata debe mejorar sus apelaciones a la identidad, y enfrentar las elecciones del 2020 con candidatos que puedan “hablar directamente acerca de las experiencias de trabajo de la clase trabajadora”
/32, lo que permitiría crear una coalición diversa en la que los trabajadores serían una identidad más.
La política vista así, como un ejercicio electoral en que las masas son consumidores caprichosos e inescrutables a las que se debe convencer con herramientas neutras, utilizables por cualquiera, ha ido no sólo banalizando la política, sino que banalizando el proyecto de izquierda y tirando por la borda la compleja teoría de la
praxis desarrollada por el pensamiento crítico sobre la política, en que la asimetría de las condiciones de lucha entre los grupos sociales en conflicto fue siempre una clave central de comprensión de las batallas por el poder.
Sin embargo, como desarrollamos anteriormente, esta propuesta asume que el sentido común al que apela Trump es, o neutro, o separable en partes positivas y negativas. Pero el sentido común no puede ser simplemente parcializado por la aparición de una narrativa nueva. Como en el caso del racismo, los elementos del sentido común ya tienen una unidad, otorgada no por quienes resisten al mismo, sino por quienes lo construyen y fortalecen. Pero si la izquierda, en lugar de separar los elementos positivos, intentara unir de otra forma los elementos del sentido común, entonces tendría que enfrentarse con quienes están interesados en que la forma actual del sentido común se mantenga como está. Y en esta batalla, sin haber cambiado el sentido común al que apelan las fuerzas de cambio, no tendría de su parte a quienes siguen dominados mediante el consenso, aquellos que no desean emanciparse y son la base de sustento popular del orden. Es decir, una propuesta así permite copar la institucionalidad política, pero cierra cualquier posibilidad de alterar el carácter social de la misma.
Esta es una de las lecciones que se puede sacar de la victoria de Trump
/33: la apelación o articulación del sentido común como táctica política asume que quien intenta realizarlo se encuentra ya en una posición de poder, y está intentando expresar o enfatizar lo que ya existía. Ganarse, atraer o llamar a los trabajadores apelando a su malestar en su estado actual sólo beneficia a quien construyó su sentido común en primer lugar. Y esa, por hipótesis, no fue la izquierda.
Esto parece ser lo que proponen algunos de los comentaristas liberales de los medios asociados, justamente, a los sectores medios de las grandes urbes costeras. De esta manera, Fran Lebowitz, de
Vanity Fair, asumía, en octubre, que la victoria de Trump era imposible porque “no hay tantos imbéciles”
/34. Jamelle Bouie, de
Slate, afirma que los votantes de Trump “no merecen empatía”, ni entendimiento, ni nada por el estilo, dadas sus inclinaciones racistas
/35. Por último, en un extremo casi caricaturesco, Ruy Teixeira de Vox
/36 propone que los demócratas no tienen más que esperar a que el cambio demográfico que los beneficia -literalmente, la muerte de los adherentes más viejos de Trump sumado a la diversificación del país y el aumento del porcentaje de personas educadas- siga ocurriendo para volver, eventualmente, a tomar el control.
Pero la respuesta de los comentaristas liberales asume que la única salida para la izquierda es su transformación en un movimiento que represente a los intereses de los sectores medios profesionales y a las minorías raciales y sexuales, dejando de lado a los sectores populares. Esto, además de que ya es la forma social del PD y no parece sino empujar cada vez más el neoliberalismo, es la capitulación de la izquierda en que su único proyecto es hacer real la eterna ilusión de un PD que por fin es de izquierda. Para quienes desean construir un proyecto de izquierda, es una idea pragmáticamente inaceptable: como expusimos anteriormente, esto es justamente lo que lleva haciendo el Partido Demócrata
/37 y que permite a Trump su victoria. Una nueva alternativa política, sin pensar en utópicas recuperaciones o refundaciones del PD (basta mirar el actual estancamiento de Corbyn al interior del laborismo inglés), se sostendrá sólo en la alianza de fuerzas sociales populares y una política decididamente transformadora, vale decir, en un proyecto social y político de izquierda.
3. Optimismo de la voluntad
Esta idea -que la apelación al sentido común no es una alternativa para quienes quieren subvertir el orden establecido- no es nueva para la izquierda en general, y, sorpresivamente, lo es incluso menos para la izquierda norteamericana. El histórico líder del desaparecido Partido Socialista de Estados Unidos, Eugene V. Debs, ya afirmaba en 1905 que:
por mucho tiempo los trabajadores del mundo han esperado a un Moisés que los guíe para salir de su servidumbre. No ha venido; nunca vendrá. Yo no los guiaría a ustedes si pudiera; puesto que, si fuera posible guiarlos para salir, también podrían guiarlos de vuelta /38.
La apelación subordinada a un sentido común caprichoso e inescrutable, para así obtener victorias políticas, es una práctica que por sí misma mantiene una de las herramientas que hacía posible que la dominación fuese tal: justamente, el sentido común. Su fetichización impide a parte de la izquierda ver el origen y la función del sentido común, e invisibiliza el ejercicio de reforzamiento del
status quo que implica su situación acrítica como centro inalterable de la acción política. La izquierda que comete este error asume que, porque Trump pudo guiar a los trabajadores a las urnas para votar en favor de los intereses del gran empresariado, ésta podría guiarlos de vuelta. Pero esta propuesta olvida la asimetría de poder con quienes dominan: nuestra tarea fundamental es arrebatarle el poder de construir límites, valores e ideas que estos últimos tienen sobre nosotros, justamente porque aún no tenemos dicho poder.
¿Significa lo anterior que la izquierda estadounidense (aquella que busca construir una alternativa nueva, distinta del PD) debe resignarse ante el sentido común derechista de los trabajadores blancos? El camino, ciertamente, es más difícil para las fuerzas de cambio de lo que, aparentemente, lo es para la dominación. Pero ello no significa que sea imposible: sólo implica que la tarea será más dura y de largo aliento de lo que los diferentes “chispazos” de organización y movilización parecen sugerir superficialmente (en el caso de Estados Unidos, la reciente experiencia de
Occupy y la campaña de Bernie Sanders por fuera del PD).
La crisis que para los sectores dominantes se presenta como una oportunidad de restauración populista, para la izquierda es una oportunidad de construir una nueva política que asuma que la hegemonía existe concretamente en el sentido común, y que la combata allí para eliminar su control sobre las posibilidades de la clase trabajadora para organizarse en función de sus propios intereses. Esos intereses llevan demasiadas décadas sin ser considerados en el PD, y durante los últimos ocho años fueron postergados por Obama mientras se protegía a los responsables de la crisis económica
/39. La alternativa de izquierda está todavía por construirse.
Esto no es sólo la posibilidad de emergencia de un partido o partidos de izquierda, sino la posibilidad de construir, en palabras de Nancy Fraser, los cimientos de “una nueva y poderosa coalición dispuesta a pelear por todos”
/40, por supuesto, autónoma del duopolio político norteamericano. Esos cimientos no son sólo de corte orgánico
/41, sino también culturales, al tener que luchar contra un sentido común reaccionario presente tanto en las bases populares como en la propia militancia
/42.
Implica, sobre todo, construir una nueva política que enfrente los desafíos de trabajar desde los dominados: no se puede hacer política de la misma forma que los dominantes porque la situación de los subalternos en la lucha es asimétrica respecto de la de los poderosos. Victorias y derrotas, avances y retrocesos, deben ser leídos diferentes a los que el sentido común aconseja, en la forma exclusiva de elecciones y cargos públicos, pues para ello el movimiento popular desarrolló perspectivas de análisis propias, por ejemplo, el marxismo
/43. De forma resumida, se puede plantear sin temor a equivocarse, que una izquierda nueva debe medir sus avances según la medida en que crece la capacidad de los subalternos para recuperar el poder y la soberanía sobre sus vidas, según cuánto hace retroceder el control capitalista sobre las mismas y cuán bien puede asegurar dichos avances en posiciones firmes desde donde continuar el avance. En definitiva, la izquierda estadounidense no puede triunfar con una táctica similar a la de Trump, sino todo lo contrario: debe hacerlo con conquistas que vayan destruyendo en la sociedad norteamericana todo aquello que hizo posible su victoria.
11/01/2017
Notas:
1/ Entre muchos, destacan Wallerstein, I. (2005).
La decadencia del Imperio. Estados Unidos en un mundo caótico. Santiago de Chile: Lom Ediciones; Arrighi, G. (2007).
Adam Smith en Pekín. Orígenes y fundamentos del siglo XXI.
2/ Ibid., p. 160.
3/ Harvey, D. (2007).
Breve historia del neoliberalismo. Madrid: Akal.
4/ Ver, por ejemplo, Sanders, B. (2016, 22 de noviembre). How Democrats Go Forward.
Medium.com. Recuperado de:
https://medium.com/senator-bernie-sanders/how-democrats-go-forward-31c11955e61a. Ver, también Goldberg, M. Democratic politics have to be identity politics.
Slate.com. Recuperado de:
http://www.slate.com/articles/news_and_politics/politics/2016/11/democratic_politics_have_to_be_identity_politics.html
5/ Rosemberg, P. (2016, 13 de noviembre). How did we get here? Largely by way of Bill Clinton, Barack Obama and the big GOP victories of 1994 and 2010.
Salon. Recuperado de:
http://www.salon.com/2016/11/13/how-did-we-get-here-largely-by-way-of-bill-clinton-barack-obama-and-the-big-gop-victories-of-1994-and-2010/). Ver, también, Karp, M. (2016, 8 de noviembre). Fairfax County, USA.
Jacobin. Recuperado de:
https://www.jacobinmag.com/2016/11/clinton-election-polls-white-workers-firewall/
6/ Streeck, W. (2012). Los ciudadanos como clientes. Consideraciones sobre la nueva política de consumo.
New Left Review, (76), pp. 23-41.
7/ Sobre esta definición de populismo, aplicada a los gobiernos y movimientos así denominados que existieron en el continente en el siglo XX, ver Boccardo, G. (2016). Crisis política en América Latina: ¿agotamiento de los populismos?.
Cuadernos de Coyuntura, (14), pp. 42-51. Boccardo concluye que el populismo sería “una variante específica de dominio asociada a un proyecto de desarrollo nacional y popular, en que confluyen fuerzas sociales heterogéneas que, precisamente por su debilidad clasista, deben pactar para alcanzar el desarrollo industrial y la redistribución del excedente. Pero, justamente, es por esa misma razón que se dificulta la posibilidad de que esos intereses subalternos se constituyan social y políticamente de forma autónoma”.