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La pura persistencia de los asesinatos de jóvenes negros a manos de la policía contradice la suposición de que estas son aberraciones aisladas
Aunque la violencia racista estatal ha sido un tema constante en la historia de gente de ascendencia africana en Norteamérica, se ha convertido en algo de particular interés durante la administración del primer presidente afroamericano, cuya misma elección fue ampliamente interpretada como el anuncio de una nueva era postracial.
La pura persistencia de la muerte de jóvenes negros a manos de la policía contradice la suposición de que estas son aberraciones aisladas. Trayvon Martin en la Florida y Michael Brown en Ferguson, Missouri, son solo los más conocidos de incontables personas negras muertas por la policía o por parapoliciales durante la administración Obama. Y ellos, a su vez, representan un flujo constante de violencia racial, tanto oficial como extralegal, desde las patrullas de esclavos y el Ku Klux Klan, hasta la práctica contemporánea de perfiles raciales y los actuales “vigilantes”.
Hace más de tres décadas, Assata Shakur obtuvo asilo político en Cuba, donde desde entonces ha vivido, estudiado y trabajado como miembro productivo de la sociedad. A principios de la década de 1970, Assata fue acusada falsamente en numerosas ocasiones en Estados Unidos y vilipendiada por los medios. La presentaban en términos sexistas como la “madre gallina” del Ejército Negro de Liberación, el cual a su vez era retratado como un grupo con insaciables tendencias violentas. Colocada en la lista de Los Más Buscados del FBI, fue acusada de robo a mano armada, robo de banco, secuestro, asesinato e intento de asesinato de un policía. Aunque se enfrentaba a 10 procesos judiciales diferentes, y ya había sido declarada culpable por los medios, todos los juicios, excepto uno –el caso como resultado de su captura– terminó con un veredicto de absolución, jurado disuelto por desacuerdo o desestimación por el tribunal. Bajo circunstancias muy cuestionables, finalmente fue condenada como cómplice en el asesinato de un policía estatal de Nueva Jersey.
Cuatro décadas después de la campaña original en su contra, el FBI decidió demonizarla una vez más. El año pasado, en el 40 aniversario del tiroteo de la autopista de Nueva Jersey en el que murió el policía estatal Wertner Foerster, Assata fue añadida ceremoniosamente a la lista de los Diez Terroristas Más Buscados. Para muchos, esta acción por parte del FBI fue grotesca e incomprensible, lo que nos lleva a la pregunta evidente: ¿qué interés puede tener el FBI en designar como uno de los terroristas más peligrosos del mundo – compartiendo el espacio en la lista con individuos cuyas supuestas acciones han provocado asaltos militares a Iraq, Afganistán y Siria– a una mujer negra de 66 años que ha vivido tranquilamente en Cuba durante las últimas tres décadas y media?
Una respuesta parcial a esta pregunta –quizás incluso determinante–puede ser descubierta en la ampliación espacial y temporal del alcance de la definición de “terror”.
Después de la designación de Nelson Mandela y el Congreso Nacional Africano como “terroristas” por parte del gobierno sudafricano del apartheid, el término fue aplicado ampliamente a los activistas negros de liberación durante finales de la década de 1960 y principios de 1970.
La retórica del presidente Nixon acerca de la ley y el orden implicaba etiquetar como terrorista al Partido Pantera Negra, y a mí también se me identificó de la misma manera. Pero no fue hasta que George W. Bush proclamó la guerra al terror después del 11 de septiembre de 2001 que los terroristas llegaron a representar al enemigo universal de la “democracia” occidental. Implicar retroactivamente a Assata Shakur en una putativa conspiración terrorista contemporánea es también situar bajo el paraguas de “violencia terrorista” a los que han heredado su legado y que se identifican con la lucha constante contra el racismo y el capitalismo. Es más, el anticomunismo histórico dirigido contra Cuba, donde Assata vive, ha estado peligrosamente articulado con el antiterrorismo. El caso de los Cinco de Cuba es un excelente ejemplo de esto.
Este uso de la guerra al terror como amplia designación del proyecto de democracia occidental del siglo 21 ha servido como justificación del racismo antimusulmán; ha legitimizado aún más la ocupación israelí de Palestina; ha redefinido la represión de inmigrantes; y ha llevado indirectamente a la militarización de los departamentos locales de policía de todo el país. Los departamentos de policía –incluyendo los de los campus universitarios– han adquirido equipos excedentes de las guerras de Iraq y Afganistán por medio del Programa de Exceso de Propiedad del Departamento de Defensa. Así, en respuesta a la reciente muerte de Michael Brown por la policía, los manifestantes que desafiaron la violencia racista policiaca fueron enfrentados por agentes de policía vestidos con uniformes de camuflaje, portando armamento militar y conduciendo vehículos blindados.
La respuesta global a la muerte por la policía de un adolescente negro en un pequeño pueblo del Medio Oeste, sugiere la concientización creciente en relación con la persistencia del racismo norteamericano en momentos en que ese supone que está en decadencia. El legado de Assata representa un mandato para ampliar y profundizar las luchas antirracistas. En su autobiografía publicada este año, al evocar la tradición radical negra de lucha, ella nos pide “Continuarla. / Entregársela a los hijos. / Pasarla a otras generaciones. / Continuarla…/ ¡Hasta la Libertad!”
The Guardian. Traducido por Progreso Semanal
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