A fines de Mayo, durante la reunión del G7 Shinzo Abe, primer ministro de Japón, anunció la proximidad de una gran crisis global, el comentario más difundido por los medios de comunicación fue que se trataba de un alarmismo exagerado reflejo de la difícil situación de la economía japonesa. De todos modos no faltan los que admiten la existencia de peligros pero en general los atribuyen a los desequilibrios financieros de China, a la recesión en Brasil o a las turbulencias europeas. La situación en los Estados Unidos suele merecer comentarios prudentes distantes de cualquier alarmismo. Sin embargo el centro motor de la última gran crisis global (año 2008) fue la explosión de la burbuja inmobiliaria estadounidense, ahora los expertos no perciben allí burbujas en plena expansión a punto de estallar sino todo lo contrario: actividades financieras, industriales y comerciales estancadas, crecimientos anémicos y otros señales al parecer tranquilizantes que alejan la imagen de algún tipo de euforia descontrolada.
Pero es imposible ignorar la realidad. Los productos financieros derivados constituyen la componente mayoritaria decisiva de la trama especulativa global, solo cinco bancos de los Estados Unidos más el Deutsche Bank han acumulado esos frágiles activos por unos 320 billones (millones de millones) de dólares equivalentes a aproximadamente 4,2 veces el Producto Bruto Mundial (año 2015), eso representa el 65 % de la totalidad de productos financieros derivados del planeta registrados en diciembre de 2015 por el Banco de Basilea. Esa hiper-concentración financiera debería ser una señal de alarma y el panorama se agrava cuando constatamos que dicha masa financiera se está desinflando de manera irresistible: en diciembre de 2013 los derivados globales llegaban a unos 710 billones de dólares, apenas dos años después, en diciembre de 2015 el Banco de Basilea registraba 490 billones de dólares… en solo 24 meses se evaporaron 220 billones de dólares, cifra equivalente a unas 2,8 veces el Producto Bruto Global de 2015.
No se trató de un accidente sino del resultado de la interacción perversa, a nivel mundial, entre la especulación financiera y la llamada economía real. Durante un largo período esta última pudo sostener una desaceleración gradual evitando el derrumbe, gracias a la financierización del sistema que permitió a las grandes empresas, los estados y los consumidores de los países ricos endeudarse y así consumir e invertir. La declinación de la dinámica económica de los capitalismos centrales pudo ser ralentizada (aunque no revertida) no solo con negocios financieros, la entrada de más de 200 millones de obreros industriales chinos mal pagados al mercado mundial permitió abastecer con manufacturas baratas a los países ricos y el derrumbe del bloque soviético brindó a Occidente un nuevo espacio colonial: la Unión Europea se amplió hacia el Este, capitales de Europa y de los Estados Unidos extendieron sus negocios.
Así fue como los Estados Unidos y sus socios-vasallos de la OTAN siguieron adelante con los gastos militares y las guerras, enormes capitales acumulados bloqueados por una demanda que crecía cada vez menos pudieron rentabilizarse comprando papeles de deuda o jugando a la bolsa, grandes bancos y mega especuladores inflaron sus activos con complejas operaciones financieras legales e ilegales. Los neoliberales señalaban que se trataba de un “circulo virtuoso” donde las economías real y financiera crecían apoyándose mutuamente, pero la fiesta se fue agotando mientras se reducían las capacidades de pago de los deudores abrumados por el peso de sus obligaciones.
La crisis de 2008 fue el punto de inflexión. En diciembre de 1998 los derivados globales llegaban a unos 80 billones de dólares equivalentes a 2,5 veces el Producto Bruto Global de ese año, en diciembre de 2003 alcanzaban los 200 billones de dólares (5,3 veces el PBG) y a mediados de 2008, en plena euforia financiera, saltaron a 680 billones (11 veces el PBG), la recesión de 2009 los hizo caer: para mediados de ese año habían bajado a 590 billones (9,5 veces el PBG). Se había acabado la euforia especulativa y a partir de allí las cifras nominales se estancaron o subieron muy poco reduciendo su importancia respecto del Producto Bruto Global: en diciembre de 2013 rondaban los 710 billones (9,3 veces el PBG) y luego se produjo el gran desinfle: 610 billones en diciembre de 2014 (7,9 veces el PBG) para caer en diciembre de 2015 a 490 billones (6,2 veces el PBG).
El aparente “circulo virtuoso” había mostrado su verdadero rostro: en realidad se trataba de un círculo vicioso donde el parasitismo financiero se había expandido gracias a las dificultades de la economía real a la que drogaba mientras la cargaba de deudas cuya acumulación terminó por enfriar su dinamismo lo que a su vez bloqueó el crecimiento del globo financiero.
La primera etapa de interacción expansiva anunciaba la segunda de interacción negativa, de enfriamiento mutuo actualmente en curso la que a su vez anuncia la tercera de enfriamiento financiero marchando hacia el colapso y de crecimientos anémicos, estancamientos y recesiones suaves de la economía real acercándose hacia la depresión prolongada, todo ello como parte del probable desinfle entrópico del conjunto del sistema.
La financierización integral de la economía hace que su contracción comprima, reduzca el espacio de desarrollo de la economía real. El peso de las deudas públicas y privadas, la creciente volatilidad de los mercados sometidos al canibalismo especulativo, grandes bancos en la cuerda floja y otros factores negativos ahogan a la estructura productiva.
Por otra parte el sistema global no se reduce a un conjunto de procesos económicos, nos encontramos ante una realidad compleja que incluye una amplia variedad de componentes interrelacionadas (geopolíticas, culturales, militares, institucionales, etc.), eso significa que la crisis puede desencadenarse desde distintas geografías y focos de actividad social. Por ejemplo un hecho político como la decisión del electorado de Gran Bretaña de salir de la Unión Europea pudo haber sido el detonador tal como lo anticipaba George Soros que esperaba un “Viernes negro” seguido por una reacción en cadena de turbulencias fuera de control si el jueves 23 de Junio triunfaba el Brexit, el desastre no se produjo pero pudo haber ocurrido... aunque el sacudón fue bastante fuerte.
Podría ser una ola de protestas sociales en Europa más extendida y radicalizada que la ocurrida recientemente en Francia o el derrumbe del Deutsche Bank que acumula papeles volátiles por unos 70 billones de dólares casi equivalentes al Producto Bruto Mundial. También la economía italiana ofrece su cuota de riesgos, afectada por la degradación acelerada de los bancos acorralados por los impagos de sus deudores que sumaban en marzo de 2016 unos 200 mil millones de euros (equivalentes al 12 % del Producto Bruto italiano). Y por supuesto Japón aparece como un importante candidato al derrumbe con una deuda pública de 9 billones de dólares que representa el 220 % de su Producto Bruto Interno, no ha conseguido salir de la deflación y sus exportaciones pierden competitividad.
Los Estados Unidos centro de la economía global (sobre todo de su hipertrofia financiera) es naturalmente el motor potencial de futuras tormentas globales. Allí se han ido acumulando en los últimos meses las señales recesivas: desde la persistente tendencia a la baja en la producción industrial desde fines de 2014, hasta el ascenso continuo de deudas industriales y comerciales impagas (que ya han alcanzado el nivel de fines de 2008 – aumentaron casi un 140 % entre el último trimestre de 2014 y el primer trimestre de 2016), pasando por la caída del conjunto de ventas (mayoristas, minoristas e industriales) al mercado interno desde el último cuatrimestre de 2014 y de las exportaciones desde noviembre del mismo año.
A ello debemos agregar una deuda pública nacional que sigue aumentando, ya ha superado la barrera de los 19 billones de dólares (casi 106 % del PBI) que sumado a las deudas privadas llega a los 64 billones de dólares (3,5 veces el PBI de 2015), y también claras señales de deterioro social como el hecho de que unas 45 millones de personas reciben actualmente ayudas alimentarias por parte del Estado, la agencia encargada de monitorear los programas alimentarios gubernamentales, FRAC por su sigla en inglés, señalaba en su último informe que “más de 48,1 millones de estadounidenses viven en hogares que luchan contra el hambre”.
Para un creciente número de expertos, sobre todo los especialistas en temas financieros el interrogante decisivo no es si la crisis se va a producir o no sino cuando va a ocurrir. Para algunos podría tomar la forma de un estallido financiero al estilo de lo ocurrido en 2008 o en anteriores eventos de ese tipo, para otros lo que está por llegar es una gran implosión del sistema.
Caben dos hipótesis extremas, la primera de ellas es que la acumulación de deterioros debería generar tarde o temprano un salto cualitativo devastador, la historia del capitalismo está marcada por una sucesión de crisis de distinta magnitud, mirando al pasado sería razonable suponer un desenlace bajo la forma de hiper crisis.
La segunda hipótesis es que la pérdida de dinamismo del sistema no es un fenómeno pasajero sino una tendencia pesada que obliga a superar la idea de gran turbulencia repentina, de tsunami arrasador e introducir el concepto de “decadencia”, de envejecimiento prolongado, de degradación civilizacional, lo que no excluye las crisis sino que las incorpora a un recorrido descendente donde el sistema se va apagando, desarticulando, caotizando, perdiendo vitalidad, racionalidad.
Larry Summers, ex Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, relanzó recientemente con gran repercusión mediática la teoría del “estancamiento secular” según la cual las grandes potencias tradicionales están ingresando en una era de estancamiento productivo prolongado arrastrando al conjunto del sistema global, recuperaba de ese modo las ideas de Alvin Hansen expuestas en plena crisis de los años 1930. Por su parte académicos importantes como Robert Gordon, Tyler Cowen o Jan Vijg apuntalaban ese punto de vista desde la visión de la ineficacia creciente del cambio tecnológico en términos de crecimiento económico, este último planteando el paralelismo entre la decadencia estadounidense y las del imperio romano y de China en la era de la dinastía Qing (entre mediados del siglo XVII y comienzos del siglo XX). En los años 1970 cuando se iniciaba la larga crisis global que llega hasta nuestros días, Orio Giarini y Henri Loubergé, por entonces en la Universidad de Ginebra, habían elaborado la hipótesis de los “rendimientos decrecientes de la tecnología” a partir del procesamiento de una gran masa de información empírica, por su parte el historiador Fernand Braudel señalaba que la gran crisis de esa década era el comienzo de una fase cíclica descendente de larga duración. Desde una visión marxista Roger Dangeville, también en esa época, afirmaba que el capitalismo en tanto sistema global había ingresado en su etapa senil, yo retomé esa hipótesis desde fines de los años 1990 que más adelante fue asumida por Samir Amin y otros autores.
Ahora las señales de alarma se multiplican, desde desajustes financieros graves hasta perturbaciones geopolíticas cargadas de guerras y desestabilizaciones, desde crisis institucionales hasta declinaciones económicas. Los comentaristas occidentales se maravillaban en los años 1990 ante el espectáculo de la implosión de la URSS, es probable que dentro de no mucho tiempo empiecen a horrorizarse ante desastres mucho mayores centrados en Occidente.
- Jorge Beinstein es economista argentino, docente de la Universidad de Buenos Aires.