Colombia: Ante el anuncio de diálogos de paz
La paz como rehén y la necesidad de un cambio urgente para lograrla
Colombianas y Colombianos por la Paz
Rebelión,1 de septiembre 2012
I. Consideraciones previas
La noche del 27 de agosto de 2012, el Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, confirmó públicamente acercamientos con la guerrilla de las FARC y la continuidad de un proceso exploratorio de conversaciones de paz con este grupo, en una perspectiva de diálogos para la superación definitiva del conflicto armado, diálogos que podrían extenderse también al ELN, dado su anuncio de mantener una voluntad de negociación para dicha salida política.
Colombianas y Colombianos por la Paz (CCP) saluda con esperanza este paso trascendental y anima a las partes y al país entero a no desistir en la búsqueda de una solución política que nos permita construir un país con paz, con justicia, con futuro de bienestar y dignidad colectiva.
Del mismo modo, CCP estima es de gran importancia lo anunciado por el Presidente, de orientar los diálogos bajo el principio rector de aprender de los errores del pasado. Para ello, no sólo deben avaluarse las fallas de anteriores intentos de negociación, sino, precisamente, destacando el origen de algunas de esas costosas equivocaciones del pasado, con el propósito de no volver a incurrir en ellas, debe mirarse la realidad del país sin omisiones y sin falsedades.
Con ese objetivo se ha elaborado este documento que ponemos a consideración de Colombia y del mundo, como modesto aporte a ese proceso que creemos debe mantenerse y fortalecerse con todos los que desean que Colombia construya y alcance la paz con justicia.
Para ello proponemos reconocer que el país vive una evidente encrucijada, que cuestiona el modo y el fondo de la política, y que pone ampliamente en duda la construcción de una verdadera democracia. Lo confirma una cadena de hechos en los últimos dos meses, entre los cuales está el hundimiento de la “reforma a la justicia”, la manifiesta persistencia del conflicto armado, la reingeniería paramilitar, el mantenimiento de estructuras parapolíticas y paraeconómicas, la crisis de la llamada desmovilización paramilitar, el reconocimiento a medias de verdades por parte de ex mandos paramilitares, policiales y militares, sobre violaciones y alianzas denunciadas años atrás, la debilidad o nula actuación judicial que se devela por acuerdos con la justicia de los Estados Unidos, las preocupantes perspectivas en materia económica y social en derechos como la salud y de reparación a víctimas, entre otras realidades del país.
Todo ello ha tenido un esperanzador signo de contrapeso con la movilización de sectores de la sociedad indignada respecto a la llamada “reforma a la justicia”, las protestas ciudadanas por el derecho a la salud y la educación, el respeto al medio ambiente y ecosistemas, el cese de operaciones extractivistas y de acuerdos comerciales injustos, las expresiones por la paz en el Cauca, Putumayo, Antioquia, Chocó y otros departamentos.
CCP estima es su responsabilidad pronunciarse y proponer elementos a la sociedad para esa posible ruta de salida a dicha encrucijada de exacerbación, frente a algunos de los impactos de la crisis nacional, y para respaldar los reconocidos acercamientos existentes para diálogos de paz con la guerrilla. Lo hace como ha venido siendo su trayectoria desde septiembre de 2008: aportando con amplitud y claridad sus puntos de vista, además de formular actuaciones concretas de carácter humanitario y político, para hallar soluciones no sólo puntuales sino sostenibles en una estrategia coherente de carácter democrático. Nos impulsa en ella el ánimo de una crítica respetuosa y constructiva, comprometida desde la propia dureza de las realidades que queremos transformar convocando la acción solidaria, civilista y pacífica, compatible con una actitud enérgica que exige se salvaguarden tanto los derechos de la población civil en medio de la confrontación, como los derechos humanos irrenunciables, entre ellos el de expresar libremente el pensamiento en conciencia y las opiniones, que no pueden ser criminalizadas en un orden de Estado de Derec
Desde esa posición crítica, siendo la búsqueda de la paz el más valioso objetivo, CCP ha considerado importante no dejar pasar por alto al menos cuatro hechos:
- La “reforma a la justicia”, con su hundimiento debido a la presión social, queriendo algunos ocultar lo acontecido, obviando intenciones e imputaciones de suma gravedad, respecto a pactos de impunidad y prebendas de algunos sectores enquistados en la criminalidad.
- La alarmante embestida protagonizada por un bloque político que con la consigna de un frente contra el terrorismo propone un marco político para la guerra, con el que pretende ponerse en el centro del debate y distraer sobre sus responsabilidades penales en casos de paramilitarismo, narcotráfico, corrupción y violaciones a los derechos humanos.
- El cambio legislativo y constitucional que implica el denominado “Marco Jurídico para la Paz” (MJP), compatible con la prolongación del conflicto, tomando la paz como rehén; y la renovada operación de privilegios para distorsionar el carácter de un Fuero Penal Militar.
- La continuidad de la amenaza y la criminalización dirigida contra protestas ciudadanas, movilizaciones sociales amplias y populares, así como contra opiniones de dirigentes sociales y políticos.
A partir de las contradicciones y problemas que develan esos cuatro hechos, nos referimos a dos necesidades estratégicas, irrefutables y urgentes: regenerar la política y construir espacios y medios para un proceso de paz sólido. Este es un gran propósito, una formidable aspiración, que CPP comparte con muchos sectores, ya que está en nuestra base de acción y que hemos venido impulsando al invocar la necesidad tanto de humanizar el conflicto como de superarlo estructuralmente.
II. Nuestro carácter y lectura política del momento
Si bien el camino de CCP se relaciona casi que exclusivamente con numerosos hechos y gestiones en el campo humanitario, la naturaleza y el mayor objetivo de nuestro colectivo ha sido el de encauzarse participando con diversas organizaciones, plataformas y personas, en esferas nacionales e internacionales, en los esfuerzos de cambio del lenguaje, reconocimiento del conflicto, aproximación, diálogo directo, apertura, plena participación social, acuerdos y promoción de un proceso de paz con garantías con toda la insurgencia.
En ese orden, opinamos que no es cuestión superficial el potencial significado de la revisión, todavía declarativa y frágil, de una política frente al conflicto, dando por supuesto valor a la importante declaración del 27 de agosto de 2012, de reconocimiento de exploraciones para el diálogo con la guerrilla. Es decir, interpretamos que el Presidente Juan Manuel Santos emprendió un cambio desde cuando asumió el cargo hace dos años y que esa positiva enmienda puede constituir un avance irrecusable. Es un hecho notable ante un reciente pasado de cierres, con una dinámica exclusivamente bélica, negacionista, engañosa y con altísimos niveles de corrupción, que asentó el anterior Gobierno.
Manteniendo incólume la política de “seguridad” del anterior Gobierno, en estos más de dos años se comprueba un cambio del lenguaje de quien ocupó entonces el Ministerio de Defensa. Se ha producido cierta corrección introducida por una lectura de realismo político y de escenarios futuros, en los que no es posible concebir una derrota militar de las guerrillas, las cuales han reacomodado parte de sus estrategias de lucha, proyectando que se hace además inviable en determinadas regiones la inversión extranjera, o donde ésta sería a costa de muchas vidas humanas y en condiciones muy onerosas que no son sostenibles con nuevas décadas de confrontación. En ese cambio juega también la visión respecto de los procesos de integración regional en el Latinoamérica y el Caribe y sus fortalezas, donde Colombia debería entroncarse en condiciones de paz.
Este uso del lenguaje en relación con el conflicto es una variación mínima, unida al relativo reconocimiento con efectos políticos y jurídicos que se ha hecho de la confrontación bélica y de los actores de la oposición armada, siendo rectificado hasta un cierto punto el discurso y una parte de los medios o mecanismos del tratamiento de la guerra interna, que antes, sin replanteamiento alguno, conducían eminentemente a la cegadora fórmula militar y su sin salida.
En Colombia sólo es posible construir la paz, la reconciliación, la justicia y la convivencia, incorporando el país a la integración y la seguridad en la región, si es transitado ese camino de un cambio de lenguaje.
Si es real el cambio, implica la alteridad, la declaración de la otredad, como se ha hecho en dicha declaración presidencial del 27 de agosto de 2012, es decir desde ahora y no para más tarde. Ese enfoque es vital, siendo la afirmación de la existencia política del adversario la propia confirmación de una dialéctica, en la que hacemos parte todas y todos, como portadores de visiones diferentes, de unos intereses diversos y de unos proyectos de país, a debatir sin la acción violenta, sin la amenaza de las armas de ningún lado, para consensos y reformas, en la medida que podamos pactar los mínimos de la democracia.
Con esta convicción ética de tender puentes entre reconocidas posiciones antagónicas sí es factible acercarse con garantías y dialogar dando pasos seguros hacia la salida política negociada. Hemos contrastado esa perspectiva de nuevas y esperanzadoras expresiones de voluntad, algunas de las cuales han provenido de la guerrilla. Las respuestas de público conocimiento de las comandancias de las guerrillas de las FARC y del ELN en el diálogo epistolar con CPP, no nos dejan duda. Lo confirmará el proceso que se está abriendo con el Gobierno Santos.
Somos conscientes, sin embargo, que no ha existido posibilidad de un cese al fuego bilateral. Lo cual lamentamos, pues se iniciarán conversaciones en un ambiente de hostilidades militares, en un escenario de confrontaciones armadas y violaciones al derecho humanitario. Por ello, valorando las declaraciones de voluntad de las guerrillas, nos preocupa que se continúen presentando graves infracciones a ese derecho, que deben ser asumidas y clarificadas por aquellas, teniendo las víctimas los derechos a la verdad, a la justicia, a la reparación y a la no repetición, pues se trata de transgresiones de los límites de las reglas aplicables a los conflictos armados y también de los valores humanistas del derecho a la rebelión. Por esa razón, persistimos para que las FARC y el ELN sigan escuchando las demandas de acciones que pongan de presente una consideración no sólo humanitaria cristalizada en hechos, sino la coherencia con una inclaudicable decisión de diálogo político sobre las causas y las consecuencias del conflicto.
También seguimos creyendo que es posible esperar más gestos preliminares explícitos, públicos y claros del Gobierno, adicionales al cambio de lenguaje y de reconocimiento del carácter político de las organizaciones guerrilleras. Manifestaciones que deberían traducirse por el Estado, como es su obligación, en inmediatas respuestas humanitarias a los civiles que habitan en zonas de conflicto armado, así como de respeto y atención a las personas privadas de la libertad en razón de su pertenencia a los grupos alzados en armas. Por el contrario, se ha verificado que personas bajo custodia del Gobierno no han tenido asistencia adecuada y han muerto en prisión, o hemos visto acciones degradantes contra combatientes capturados o caídos en combate. También hemos escuchado achacar a los periodistas la responsabilidad de los cambios de percepción social sobre la patente realidad de la violencia política, que no terrorista, acusándolos de desfigurar la realidad, para el apaciguamiento de las críticas.
En parte por esas razones, la línea de encuentro para comenzar a construir una paz madura y sostenible la vemos todavía algo lejana. Básicamente por la ambigüedad y el discurso oficial que da públicamente “una de cal y otra de arena”, pues al tiempo que promete abrir la puerta de la paz con una llave presidencial, como lo está haciendo, asegura en la práctica que ésta es por ahora exclusiva y excluyente. Deseamos por eso que se superen los diarios y cortantes hechos jactanciosos del belicismo más pasmoso y las alocuciones que incentivan el escalamiento de la guerra, en medio de deplorables condiciones sociales derivadas del modelo económico que sufre la mayoría de la población colombiana en una cotidianidad de corrupción, agresión, impunidad y decadencia moral y política.
III. La vergonzosa “reforma a la justicia”
El juego de palabras y el doble sentido, las maniobras que restan seriedad y credibilidad, las relaciones de connivencia y complicidad institucional con poderes retorcidos, lo que posterga sine die los pactos para la paz y la auténtica justicia, todo ello se ha puesto en escena y ha quedado al descubierto con el impulso y tramitación de la archivada “reforma a la justicia”: un fallido pero aún latente ensayo de cambio constitucional que quedará para la historia como un intento de fraude al pueblo y a la sociedad colombiana.
Así como reconocemos un cierto desmarque en el Gobierno Santos respecto de enfoques totalitarios, miramos con tristeza también la falta de mayor lucidez y de más coraje, así como la actitud política de otros actores institucionales y sociales, para afrontar las sombras que pesan en ese panorama, asociadas y saturadas de intereses privados y corruptos que impulsaron la toma mafiosa de gran parte de los poderes públicos y su defensa paramilitar como estrategia corporativa y de Estado. Esos intereses ligados a la protección de la lógica criminal del paramilitarismo y sus dividendos, vuelven una y otra vez a fijar su agenda, sus metas de poder, de reparto o mercado de beneficios, con propuestas espurias que se anticipan para hurtar ideas que estarían en el trayecto de un proceso de paz, como la de una Asamblea Constituyente, pero dictados sus términos por esos sectores poderosos para ser conformada por ellos y obedecer a su necesidad de impunidad.
Compartiendo que el destino final de esa “reforma a la justicia” no podía ni puede ser otro que su desplome, CCP saludó y sigue estimulando la respuesta de indignación ciudadana que esperamos perviva, generada por aquel exabrupto. Nos parece encomiable la reacción de múltiples organizaciones civiles, populares, políticas, de plataformas de juristas y activistas, de intelectuales, periodistas y de otras expresiones y movimientos sociales que han comprendido a qué propósitos se encaminaba esa reforma constitucional que lesionaría gravemente algunas de las conquistas formales de la Constitución Política de 1991, de por sí ya debilitada. Por eso anunciaron no sólo su rechazo a esa intentona, impugnando esa “reforma a la injusticia”, sino que han emprendido el trabajo de posicionar fuerzas para desarrollar un referéndum y otros modos de desagravio que la entierren definitivamente. Han propuesto también algunos una revocatoria del mandato del actual Congreso e incluso del mandato del Presidente Santos o la oportunidad y necesidad de un replanteamiento radical mediante una Asamblea Constituyente, o un nuevo Pacto Nacional, no al servicio de la vuelta a un régimen perverso, sino al servicio de la paz, la democracia y la justicia.
IV. La paz como rehén
Si la paz la entendemos como propósito nacional, como bien y condición para la mayor suma de felicidad posible y el buen vivir y existir colectivo; si ya está clara y es rotunda la disposición de diálogos para comprometer una salida política al conflicto ¿quiénes la mantienen detenida y embargada?
La paz con justicia por la que tanta gente honesta trabaja y construye a diario en Colombia ha sido materialmente imposible, porque debe enfrentar tanto la causalidad del conflicto como la institucionalización de la guerra. Es decir, las causas objetivas y orígenes anclados en la injusticia social y económica, en la exclusión política y cultural, en la falta de soberanía, en mecanismos electorales viciados, en la destrucción ambiental y los acuerdos comerciales asimétricos e injustos, en la ausencia de participación, en la falta de acceso colectivo y mayoritario a la propiedad y a la divulgación democrática en medios de información. Pero al mismo tiempo, enfrentando los conceptos e inercia derivada de la dinámica degradante de un tipo de guerra funcional a ese statu quo, la institucionalización del conflicto mediante una planificada economía de la guerra, que beneficia a grupos específicos nacionales e internacionales, y las mentalidades en las que se ha concebido a los otros como “enemigos internos”.
CCP concibe por supuesto no sólo formas sino contenidos de fondo para pactar en los diálogos hacia una salida política, y entiende que la puesta en marcha de un proceso de negociación debe consultar los términos de superación racional basada en la ética y el derecho, con un consenso que aborde la realidad de las necesidades de las mayorías de la sociedad. Por ello, en CCP entendemos la paz no sólo como la ausencia de conflicto armado sino como el reconocimiento y transformación de esas injusticias sociales, económicas, ambientales, y de la impunidad judicial, de ningún modo defendibles, como lo son en Colombia la pobreza extrema, la miseria e indigencia a las que se han condenado a millones de compatriotas, en un país de los más desiguales del planeta; un país de riquezas y recursos que darían base a una sociedad sin hambre y otras violencias; igualitaria e incluyente, es decir democrática y generosa en todas las dimensiones de la vida.
De otro lado, el fin de la confrontación militar entre la insurgencia y el Estado, y el despegue hacia una convivencia con justicia, debe asegurar el abandono de las estrategias y prácticas contrarias al legado común de la humanidad, en cuanto valores y principios de respeto a la dignidad, es decir, desembrozar el camino de concepciones políticas antidemocráticas y de sus medios militares y paramilitares incubados por décadas. Si un principio rector de los diálogos es aprender de los errores del pasado, como lo anunció el Presidente Santos el 27 de agosto de 2012, debe desembrozarse ese camino de conceptos y estrategias que riñen con las más básicas ideas y obligaciones de un Estado de Derecho. Esto debe cumplirse acudiendo a los faros representados tanto en el derecho internacional como en las necesidades de construcción de una paz que afirme las posibilidades de progreso y el potencial del país en el concierto de los pueblos.
Cuando se ha propuesto la materialización de eslabones de la paz o su construcción mediante pactos entre las partes contendientes, la paz ha sido asaltada y tomada como rehén. A veces agazapados o encubiertos, otras veces con la estampa desafiante ya conocida, los enemigos de la paz buscan hacerla estallar en mil pedazos. Temen a la paz con justicia y han vivido siempre de hacer la guerra para despojar a los pobres o mantener un orden de privilegios. Es su negocio y razón de ser: liquidar las posibilidades de construcción concertada de la paz como democracia real.
De este modo, hay un triunfo parcial del bloqueo de la paz, bloqueo que no es exclusivo del Gobierno, pues el Presidente mismo lo está tratando de superar, sino que se alimenta por dos visiones en aparente contradicción, compatibles en la práctica: la liderada por una posición extrema que propone un marco político-jurídico de guerra, y la que trata de reducir al Gobierno para que imponga una lógica preceptiva, que promulga las normas de un marco para la paz con las que se le secuestra o mantiene cautiva a la paz en medio de una ascendente y diversa militarización de la sociedad. Una paz que sería liberada por el Estado como mera pacificación, a condición de la rendición de la otra parte contendiente y de la no participación de la sociedad con sus heterogéneas expresiones. Tal modelo de consecución de “la paz” no es compartido por CCP.
V. El Marco Jurídico para la Paz
a. Su apariencia como herramienta de ruptura con el pasado y para un futuro de salida política
La reforma constitucional concebida en el Acto Legislativo Nº 1 de 2012, promulgado el 31 de julio, da vida al Marco Jurídico para la Paz (MJP), por medio del cual “se establecen instrumentos jurídicos de justicia transicional en el marco del artículo 22 de la Constitución Política y se dictan otras disposiciones”. Esta nueva reforma constitucional corresponde a una propuesta impulsada por el Gobierno del Presidente Santos, tramitada desde septiembre de 2011 con el respaldo de la coalición de grupos políticos con representación parlamentaria que comparten los derroteros sobre la “seguridad democrática” y el modelo económico, heredados del pasado gobierno. Durante su debate el país vivió hechos muy importantes como fue la liberación de miembros de la fuerza pública retenidos desde hace varios años por la guerrilla; el pronunciamiento de la comandancia de las FARC sobre su renuncia definitiva a la práctica de las privaciones a la libertad por razones financieras o “secuestros por motivos económicos”, ratificando esta organización, así como el ELN, la necesidad de acordar una salida política al conflicto armado.
En esos meses se expresaron además millones de voces con el sentir cada vez más extendido de querer vivir en un país en paz y con justicia, que chocan de frente con la obtusa visión guerrerista que no dejaba espacio a la palabra y al diálogo para avanzar en la solución política del conflicto armado. Tal visión se ha exteriorizado en movilizaciones sociales, como la ocurrida en el Cauca, o en encuestas en las que se acredita que más del 75% de la opinión estaría de acuerdo con los diálogos de paz entre el Gobierno y las guerrillas.
Por lo tanto, en esa pendiente, era importante generar un nivel de ruptura con dicha estrategia guerrerista, que esconde miles de crímenes contra la humanidad todavía impunes. Por ese sólo enunciado, era un positivo avance tramitar una reforma constitucional con ese manifiesto objetivo de la paz, ya que supondría actuar con esas sinergias sociales y políticas en ascenso, para permitir obrar con mecanismos temporales y parciales que, junto con otros de mayor entidad, profundidad y duración, podrían coadyuvar a una solución definitiva.
Formalmente, el MJP se basa en una proyección y articulación de instrumentos de la denominada justicia “transicional”, con la declarada finalidad prevalente de facilitar que se acabe el conflicto armado interno y lograr la paz estable y duradera, garantizando la no repetición de hechos punibles y la seguridad de todos los colombianos. Propone con carácter excepcional la posibilidad de seleccionar y priorizar distintos delitos para que las autoridades judiciales se concentren en la investigación y sanción de quienes tuvieron la mayor responsabilidad en la ocurrencia de los hechos más graves. Anuncia que se podrán diseñar instrumentos de justicia transicional de carácter no judicial que permitan garantizar los deberes estatales de investigación y sanción de quienes tuvieron menor responsabilidad en la comisión de esos delitos. También se prevé la posible renuncia a la persecución penal de ciertos casos con la aplicación de mecanismos colectivos y no judiciales de investigación y sanción, y la eventualidad de que “miembros de grupos armados al margen de la ley” que se desmovilicen puedan participar en política.
b. Una interpretación crítica de su génesis y de su estrategia
El proyecto de MJP fue medianamente debatido en espacios convencionales durante nueve meses, con los consabidos formatos y voces de algunos sectores de poder, reproducidas sin contraste por los medios de información, por políticos, por algunos académicos, por algunos expertos en resolución de conflictos y analistas de derechos humanos, sin que en su discusión haya sido convocada la opinión de otros sectores importantes de la sociedad, como lo son vitalmente las organizaciones, comunidades y líderes locales, y todos aquellos que sufren el conflicto armado en su verdadera magnitud. El ruido polémico generado por tensiones de un sector de poder ocultó de hecho que dicha reforma constitucional se hizo sin intervención del movimiento social y popular. El derecho fundamental a construir la paz, a ser parte de sus propuestas, fue negado.
Conocido el nivel de corrupción y la lógica de componendas que plasmó la hundida “reforma a la justicia”, mal puede pensarse que la representación de la sociedad y el pueblo colombiano la tienen en materia tan fundamental como un proceso de paz, quienes se han erigido en el Congreso como defensores de sus propios intereses o de intereses privados de poder, es decir, la inmensa mayoría de parlamentarios, con pocas y honrosas excepciones. Es suficientemente conocida la repulsa ciudadana que no cesa de manifestar la urgencia de cambios, como podría suponerlo no sólo una revocatoria del actual mandato parlamentario, sino una combinación de ejercicios de emplazamiento de la sociedad que asiente la indignación y proyecte alternativas de superación de esta espiral de descomposición. De ahí que una herramienta estratégica tan primordial como el MJP no debía haberse reducido a un foro signado por su descrédito. Debía haber sido el papel de una pluralidad de escenarios.
Tampoco se consultó de ningún modo el punto de vista de las guerrillas sobre una normatividad que apunta a eventuales diálogos con ellas y a su sometimiento. Lo expresamos frente al hecho imborrable y no comparable de que hace unos años sí tuvieron lugar destacado y vergonzoso las voces de jefes paramilitares en pleno Congreso, participando en el diseño de la normatividad de “Justicia y Paz” que se les aplicaría. Por eso, esta iniciativa de cambio constitucional adolece exactamente de eso: de una capacidad vinculante de la guerrilla. Es decir, fue la expresión unilateral del Estado, que, en la más generosa de las interpretaciones, viene a significar una orientación de su arbitrio conforme a la cual las instituciones buscaron acondicionar, en medio del conflicto armado, parte de su juridicidad para una etapa posterior de diálogos de paz. El MJP no nace de una distensión militar o de algún tipo de tregua. Se impone, por el contrario, como un complemento jurídico para objetivos militares.
La génesis del MJP sigue a la estrategia política y militar de la “seguridad democrática” y sus pronósticos de animación triunfalista de una salida militar ya implementada por años, fundada en presiones autoritarias y en comprobadas violaciones de derechos humanos ayer expresadas en los llamados “falsos positivos” y hoy en la fase del llamado plan de consolidación y control social territorial. Tiene la misma matriz o molde, como antesala de una etapa más de profundización del conflicto, en la que se combina ahora una retórica de eventuales diálogos y una mayor insistencia bélica, ante una guerrilla que mantiene incluso capacidad ofensiva y presencia en diversas regiones.
Es decir, el MJP, que se basa además en la idea de las desmovilizaciones individuales como práctica y aplicación de la llamada “seguridad democrática”, contraria a la justicia transicional que propugna por acuerdos con la oposición armada, no está concebido como producto de algún tipo de concertación o negociación entre las dos partes que deben mirar hipotéticamente los instrumentos más adecuados para la realización de un proceso de paz. Es limitado y exclusivo desde los enfoques de una parte, sin correspondencia con la realidad de una confrontación en la que son dos los contendientes, que pueden acordar su des-intensificación y determinar causes y herramientas de regulación y solución.
Es cierto que no era obligatoria para el Estado esa consulta o habilitar mecanismos de escucha de las opiniones de la guerrilla, por más irracionales que pudieran parecer para muchos. Pero sí es lo deseable y hubiera sido más eficaz inquirir a las organizaciones insurgentes para avanzar en la puesta en marcha de una acción dialógica y de resolución pactada, superior al argumento esgrimido con el que se concluye tendenciosamente que las condiciones de aproximación entre las partes no están dadas y que se trataba sólo de facultar al Presidente para una etapa muy posterior. Cuando, por variables concernientes a la derrota militar, a la desmoralización y a la desbandada, la guerrilla se avenga al modelo de sometimiento a la justicia, en los términos decididos previamente de modo exclusivo y excluyente por el Estado.
Es preocupante ese modelo basado en que las reglas se aplicarán dependiendo de la capitulación guerrillera en el campo militar o político, pues sigue entendiendo la paz como vencimiento de una parte o un simple corolario de una normativa cerrada que se le aplicará por la voluntad ya irreversible del Estado. Para ello se sigue descalificando a la guerrilla como “terrorista” o simplemente se niega su índole política, en una visión vertical, como formulación solipsista y parcial, según la cual sólo una parte tiene la llave de la paz y decide por encima de todos; sólo una parte puede conversar con evidente exclusión de la sociedad y exponer e imponer en solitario las condiciones para la paz.
Así ha sido, sin concertación o consulta real y cierta a la sociedad, desarrollando una política aparentemente reparadora o dirigida hacia “las causas objetivas del conflicto”. Se patenta de modo unilateral con leyes como las de víctimas y de tierras, seriamente cuestionadas por ser maquilladoras de una realidad enmarañada, dado su alcance exiguo y por la desprotección de quienes serían sujetos de esas disposiciones, frente al crecimiento del poder que detentan los que han despojado tradicionalmente a los más empobrecidos y que hoy continúan recreando nuevas formas de usurpación y terror.
Hacia “las causas subjetivas”, es decir frente a la existencia y justificación política y social de la guerrilla, la fórmula paralela es la del garrote en una mano y en la otra la zanahoria: una reducida favorabilidad judicial y política, que se aplicaría en una fase muy posterior a través del MJP, cuando se definan criterios y opere según la lectura de la victoria militar. Es lo que explica que ahora mismo se continúe con los vastos, costosos y complejos operativos militares, con un millonario y sangrante presupuesto diario para la guerra, año tras año, en ese propósito de aniquilar uno a uno los diferentes frentes guerrilleros, además de los recursos para el control social territorial y el establecimiento de unidades militares con personal extranjero y de seguridad de empresas.
Todo ello se engrana en el aparataje institucional de la llamada “justicia transicional”, que se viene usando como un salvavidas ante discusiones políticas y jurídicas de fondo, frente a violaciones sistemáticas de derechos humanos, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Se usó para intentar salvar del limbo jurídico a más de 28 mil reales o presuntos paramilitares desmovilizados y para legitimar desde el anterior Gobierno un modelo de transacción con algunas de esas estructuras criminales, burlando la verdad, la justicia, la reparación y la exigencia de no repetición. Hubo entonces priorización y selección en el proceso con los paramilitares por parte del Gobierno, que decidía quién sí o quién no era beneficiario de la ley 975 de 2005. En ninguna de estas experiencias ha existido verdad plena ni alternatividad penal merecida, y tampoco, evidentemente, existe proceso alguno de profundización democrática. Por el contrario, hay revictimización, reingeniería paramilitar, nuevos blindajes de impunidad, y una ausencia notable de garantías a algunos ex mandos paramilitares que quieren confesar la verdad y señalar a otros autores. Todos éstos son síntomas de la banalización de lo que se conoce como justicia de transición.
La banalización del concepto y el sentido de la “transición”, está llevando a concebir los asuntos penales como si fuesen en sí mismos la resolución de los problemas de fondo del conflicto y de construcción de la democracia. Si bien los asuntos penales para un proceso de paz son muy importantes, más cuando existen miles de combatientes o rebeldes recluidos en las cárceles, su conjunto no es la única ni la principal pieza.
Una eficaz construcción transicional, desde nuestro punto de vista, en un proyecto sostenido de resolución del conflicto armado, no depende solamente de decisiones jurídicas o de planos jurídicos resueltos y modificados, sino de acuerdos políticos y societales referidos a las garantías de inclusión y participación democráticas, como de ejercicio efectivo de los derechos personales y colectivos, en los que deberán contar los miembros de los grupos alzados en armas que obtengan su libertad.
Ante el uso desmedido y trivial de la expresión “transicional”, una de las preguntas más importantes a formular es si Colombia está viviendo una fase de genuina transición. Si es así, ¿hacia qué modelo de país nos estamos dirigiendo? ¿A la nación que supera las quiebras de democracia política y económica que arrastramos desde décadas atrás? ¿Al país que asegura mayor participación y toma de decisiones comunitarias y locales para el ejercicio de sus derechos económicos y sociales? ¿A una Colombia con reflejo de las mayorías sociales y sus necesidades en el despliegue y acceso a los medios de información? ¿A modelos electorales ampliamente participativos, transparentes y deliberativos, que rompan el abstencionismo y las prácticas corruptas y clientelares? ¿Puede hablarse de transición con cada vez menos bienes y servicios públicos? ¿Con una mayor exclusión en la educación, la salud y la vivienda? ¿Con umbrales de hambre e indigencia de millones de personas? ¿Con reiteradas e impunes violaciones de derechos civiles y políticos?
Las divergencias nacen entonces frente a los alcances de la llamada “justicia transicional”, en el esquema del uso oficial simplificada a unos cuantos procesos penales, sin pactos, acuerdos o cambios de eficacia social y política que comprometan redistribuciones o transferencias de poder para las mayorías sociales. Es decir, anticipan las visiones discordantes que se tienen de la paz y su profundidad. Lo transicional pasa a ser una cuestión de limitada alternatividad penal para algunos de los que se alzaron en armas, una serie de puntuales beneficios legales y eventualmente políticos, sin que el conjunto de la sociedad cuente con mejores y mayores mecanismos e instituciones democráticas.
c. El MJP distorsiona, es insuficiente y contradictorio
El objetivo trazado de asegurar senderos de paz negociada no sobrevendrá probablemente con las actuales medidas del MJP, pues además de obedecer a los factores y a las variables militares y políticas de la pretendida derrota insurgente, se ofrece como un ensamble entre el ultimátum, la negación del delito político propiamente dicho y la utilidad de impunidad para autores de hechos que no corresponden a la categoría de la rebelión o en general a la categoría de los delitos políticos y conexos.
El MJP distorsiona la naturaleza de medidas de gracia que sólo tendrían justificación si se refieren al conjunto de infracciones políticas de los rebeldes, por las características éticas y políticas que les asigna el derecho penal progresista, las cuales se expresan tanto en el despliegue objetivo del delito político como en la profundidad subjetiva del mismo, es decir los rasgos que lo definen a la luz de los más avanzados conceptos humanistas (ser objeto de amnistía o indulto, por su propia naturaleza de oposición el Estado, que es el que en aras de una negociación establece esas medidas, extendibles por supuesto a los hechos conexos al delito político [artículo 3º del MJP; 67 transitorio de la Constitución]).
En tal sentido, nos basamos en la alteridad de un adversario político alzado en armas a quien se le reconoce como tal y, no obstante, se le persigue legal y racionalmente, pues las instituciones colisionan frontalmente con él al no comulgarse la forma de su ruptura, al tener el rebelde como objetivo subvertir violentamente el orden instituido, atacando estructuras normativas, políticas y económicas, mediando un alegado motivo altruista, a contrastar precisamente en el debate político-jurídico de la infracción penal. En consecuencia, es necesario re-emprender una clara conceptualización política, mediática, cultural, e indudablemente penal, cuyo derrotero es el de los valores y la dialéctica con la que un orden que se alega democrático debe responder a los delitos políticos.
El Estado colombiano, en el marco de corrientes jurídicas, mediáticas, políticas, y obviamente militares del pensamiento contrainsurgente más autoritario del mundo, reemplazó el concepto angular del delito político y dio paso acelerado a los nominativos basados en el terrorismo, afianzando así un derecho penal del enemigo. Su propósito era claro: restar alguna credibilidad o legitimación de la guerrilla, señalándola sin ideales o móviles políticos, como delincuencia organizada contra la sociedad, no por valores sociales sino por razones anti-sociales. Complementaria y paralelamente revistió de actor político al mercenarismo o paramilitarismo, generando una inclinación puesta en práctica como derecho penal de amigo, no sólo a través de leyes sino de otros medios de reproducción ideológica. Tal proceso doble se acrecentó en las últimas décadas, enseñando también sus límites e intenciones perversas.
El MJP es insuficiente por no asumir de modo directo y tajante dicha conceptualización del delito político para medidas de gracia y acuerdo no apócrifo sino real, rehuyendo hablar de los adversarios rebeldes como autores de delitos políticos y optando por denominarlos miembros de grupos armados al margen de la ley (como aparece insistentemente en el texto del MJP). Esto no es sólo para evadir banal y vanamente la naturaleza del enemigo político, sino para habilitar o permitir que aliados o miembros de las estructuras armadas del Estado puedan a futuro quedar cobijados con medidas que en la práctica se asemejan a amnistías o indultos en algún grado, las cuales, en la línea de coherencia política y penal de un derecho que busque recobrar principios democráticos para un proceso de paz auténtico, es decir con los insurgentes, debe aplicarlos única y exclusivamente para éstos, aunque otros sujetos y grupos delincuenciales puedan recibir otros beneficios, los cuales serían desde un referente jurídico y político distinto, no homologable éticamente al que debe aplicarse para los rebeldes.
Por esa razón es contradictorio, al integrar a quienes han violado sistemáticamente la ley para defender el orden de cosas al que esa ley corresponde. Con esta llave se abren las puertas a la impunidad, cubriendo grupos distintos a las organizaciones de oposición armada o real parte contendiente. Postula mecanismos de auto – exculpación para hechos distintos a los delitos políticos y conexos. Se tergiversa así la propuesta de una justicia transicional progresista que apunte a la paz, a la verdad, a la justicia y a la reconciliación, así como a la no repetición, pues se usan las disposiciones penales bajo la bandera de la paz para exonerarse el propio Estado y desde su política recompensar aliados, o a sus cuerpos armados, al caber la posibilidad de que el día de mañana el MJP se aplique a responsables de paramilitarismo, que es por definición una estrategia radicalmente opuesta a los principios del derecho humanitario, basada en el mercenarismo y en la función de ocultar y enriquecer a los responsables máximos de crímenes contra la humanidad.
Ese MJP puede convertirse en un medio para asegurar la impunidad de los agentes estatales responsables de hechos execrables. Es evidente que en las instancias judiciales incluyendo la propia justicia penal militar, hay una cierta priorización y selección, que se deben en parte a la persistencia de las víctimas que han recabado pruebas y a la presión internacional. Hoy, con muy pocos avances en materia de justicia, como en los casos de algunas desapariciones de las cometidas en los hechos del Palacio de Justicia, en la masacre de Mapiripán, en la operación “Génesis” y otros crímenes, es generalizada la lógica de estructuras represivas ligadas a los perpetradores que pretenden de diferentes formas socavar la búsqueda de justicia, acudiendo a medios como las amenazas a testigos y allegados de las víctimas, el exilio de operadores judiciales, la negativa de entrega de cuerpos y el encubrimiento mediático de actores políticos y económicos detrás de la comisión de millares de crímenes.
Dada la protuberante impunidad que existe respecto a violaciones cometidas por parte de agentes estatales, la cual cubre a instigadores, creadores, inspiradores y financiadores, puede ser que un propósito ignominioso y hasta ahora inconfesable del Gobierno y del Congreso sea usar el MJP para resolver sentencias judiciales contra militares comprometidos en graves violaciones de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, así como de sus auxiliares. Si fuera así, si con el argumento de la paz se pretende buscar una fórmula de inclusión de los militares, deberían decirlo con claridad y abiertamente, pese a la gravedad y al reto que esto significa en el deber de la memoria de toda la sociedad, y frente a los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición.
Si el Gobierno así lo piensa, debe generar un espacio abierto y con garantías para la verdad real y plena, promoviendo una política para que quienes actuaron en cualquier momento como agentes estatales develen toda la verdad. Lo que es inadmisible de manera radical es que con el MJP se refuerce una mayor ocultación de la cadena de mando y responsabilidad en crímenes contra la humanidad y que se margine a las víctimas. En cualquier caso, debe siempre garantizarse la participación sin cortapisas de las víctimas de crímenes de Estado y que el conjunto de la sociedad sepa completamente todo lo ocurrido: los responsables en cualquier grado, sus móviles, los intereses, sus beneficios y todas las circunstancias de los hechos y de su impunidad.
Aunque el MJP señale que en ningún caso se podrán aplicar instrumentos de justicia transicional a grupos armados al margen de la ley que no hayan sido parte en el conflicto armado interno, nada garantiza que tanto militares acusados de paramilitarismo no sean entendidos como beneficiarios de esas medidas de justicia transicional o que se adjudiquen características de parte en el conflicto armado interno a quienes en realidad no han sido más que brazos clandestinos de la guerra sucia estatal o unidades paraestatales al servicio de intereses políticos y económicos privados, legales o ilegales.
Además, el MJP también es contradictorio con la juridicidad estatal por otra razón: no atribuye en la práctica lo que en el discurso ha quedado asumido recientemente por el Gobierno del Presidente Santos en cuanto a la existencia del conflicto armado y la perspectiva de posibles diálogos de paz, como es su obligación constitucional y legal, interna e internacional, conforme a la legislación y cánones que las naciones han adoptado como derecho de los conflictos armados, tanto el derecho de la guerra como el humanitario y otras vertientes.
De ese conjunto de reglas, de las que Colombia es signataria hace más de medio siglo, se deriva una clara conceptualización y un mandato vinculante, sobre los combatientes, en este caso las y los alzados en armas, sobre su estatuto, que si bien puede suponer intersecciones o concordancias posibles con la categoría del delito político, riñe de frente, no armoniza por definición, con endilgarles la condición de delincuentes miembros de grupos armados al margen de la ley (como lo patenta el MJP). Desconoce entonces las características esenciales de tales hechos de naturaleza política y militar cometidos por la guerrilla, delitos políticos o acciones de guerra, como si fuesen delitos comunes, y como si debiera la delincuencia común organizada quedar abarcada forzosa y homologadamente en la aplicación futura y concluyente de un instrumento de “justicia transicional” cuya “finalidad prevalente” es “facilitar la terminación del conflicto armado interno”.
VI. Propuestas
Hemos pasado ya la mitad del período del actual Gobierno del Presidente Santos, que efectivamente desde su comienzo proclamó tener la llave de la paz, y que sólo ahora anuncia posibles avances para un proceso de solución política al conflicto armado, como se desprende de su declaración del 27 de agosto de 2012.
Restan todavía dos años en condiciones más complicadas para una gestión de Gobierno no hipotecada, con un Congreso dominado por la coalición llamada Unidad Nacional, en la que sobresale la representación de círculos políticos implicados en corrupción, que amparan intereses privados y dan la espalda a intereses sociales o públicos. Por esas razones, saludando lo manifestado públicamente por el Presidente Santos, CCP ha considerado necesario referirse a los problemas acá tratados y presentar algunas propuestas para hacer causa común hacia un pacto incluyente que pueda neutralizar el marco político para la guerra y las intenciones que se patentaron con el intento de la “reforma a la justicia” y su ocultamiento. Para ello, hemos realizado esta crítica al MJP y hacemos un llamado a comprometerse y detener las amenazas y la criminalización contra las protestas sociales y movilizaciones populares, garantizando la participación ciudadana y el derecho a la opinión política.
Contraria de la acción turbia que puede ser tenebrosa, es la acción transparente que asume responsabilidades. El Presidente Santos como cabeza del Estado, tal y como lo anunció la noche del 27 de agosto de 2012, debe y puede dar pasos hacia la paz. En ese sentido proponemos:
a. Afianzar el proceso exploratorio de diálogos de paz
Dar continuidad y garantías al proceso exploratorio de conversaciones de paz con las FARC, en una perspectiva de diálogos para la superación definitiva del conflicto armado que incorpore al ELN, en tanto insurgencia, como al conjunto de la sociedad colombiana.
En las condiciones de degradación ética y política en Colombia, ante una opinión que en parte está mentalizada para la prolongación y descomposición del conflicto, en medio de la poderosa maquinación que efectúan los medios de comunicación empresarial y otros poderes reales, la aspiración del Presidente Santos de ser reelegido hasta el 2018 puede ser compatible con el mantenimiento del actual discurso de ambigüedad resultante, en la que se arenga por unos para hacer la guerra y se dice al tiempo tener la llave de la paz. Ciertamente el Presidente Santos tiene también sus posibilidades de reelección decidiendo no hablar más de paz y orientarse radicalmente a la confrontación sin asomo de moderación. Deseamos que esas no sean sus tendencias y que su discurso no sea social por apariencia, ante el descalabro social y económico y el descontento popular, disfrazando sus programas políticos, manipulando y reconduciendo electoralmente. Dicho predicamento sería de los que desde posiciones extremas apuestan por la salida militar.
El Presidente Santos, con su anuncio del 27 de agosto de 2012, tiene la oportunidad histórica de impulsar la gran obra de un proceso eficaz de conversaciones para la superación definitiva de la guerra. Debe mantener para ello firmeza y coraje, resistiendo ante la dinámica de exacerbación que inducen una y otra vez los declarados enemigos de la paz.
No sólo debe continuar las conversaciones con las FARC sino atender esta posibilidad con la otra organización rebelde, el ELN, en tanto es parte sustancial de la insurgencia en la trayectoria del conflicto colombiano y sus soluciones integrales.
b. Deshacer la confusión
Desde ese compromiso que la inmensa mayoría del país podría comprender, el Presidente Santos puede y debe deshacer la confusión encaminando actuaciones políticas y jurídicas en diferentes planos: acciones de invalidación práctica de todo aquello que se opone al tratamiento político de la insurgencia y potenciación política y jurídica de lo que le habilita a ambas partes en un escenario de diálogos. Podría avanzar en dos campos: en los acuerdos de regulación o la aplicación irrestricta del derecho humanitario para proteger a la población civil de los efectos de la guerra y actuar también acorde con los combatientes insurgentes o irregulares (para lo cual los instrumentos básicos ya están dados y son obligatorios), aclimatando para lo más definitivo y trascendental que son el reforzamiento y garantías de esos acercamientos o encuentros para desarrollar una agenda de conversaciones de paz.
Ante los elementos discordantes del MJP con otras áreas de la legislación, como la del derecho humanitario, el Presidente Santos puede desandar ese camino y corregir esa doble invectiva: la que desconoce el delito político y la que abre la puerta de una homologación, analogía o equiparación a quienes no son rebeldes. Puede corregir el rumbo el Presidente Santos, tanto por fuera del MJP como incluso por dentro, acudiendo a líneas rezagadas del MJP que pueden ser usadas hasta cierto punto para diferenciar de raíz a las organizaciones rebeldes, reconociéndolas como tales, al ELN y a las FARC. Lo puede hacer desde ya cambiando el lenguaje, que acerque hacia contactos y acuerdos preliminares con la insurgencia.
Aunque es muy poco probable que el actual Congreso le acompañe en una eventual iniciativa de paz con esa visión histórica y voluntad política, dada precisamente la corrupción y la posición reinante allí, que está imbuida de triunfalismo y defensa de los resultados de la estrategia militar y paramilitar aplicada durante años, no hay que dejar de señalar el resquicio jurídico que se contempla como hipótesis del MJP: “una Ley estatutaria podrá autorizar que, en el marco de un acuerdo de paz, se dé un tratamiento diferenciado para los distintos grupos armados al margen de la ley que hayan sido parte en el conflicto armado interno y también para los agentes del Estado, en relación con su participación en el mismo”. En la misma proposición se refleja la contradicción. No obstante, la enmienda política, consistente en dar un tratamiento diferenciado para las dos organizaciones rebeldes o grupos armados de oposición puede y debe darse de inmediato, acudiendo el Presidente, con los resortes jurídicos ya existentes y con la capacidad de discrecionalidad con la que está facultado, a las disposiciones del derecho internacional de los conflictos armados, no sólo asumible sino absolutamente vinculante en tanto es parte de la legislación nacional y tiene rango constitucional. Su sola invocación despeja cualquier duda. Del mismo modo puede acudir a otros medios dispersos en el dispositivo jurídico-político cuyo principio angular y máxima obligación es el derecho a la paz.
Respecto a la legislación penal de impunidad para los agentes del Estado, dependerá de si lo que se pretende por el Estado es exonerarse por delitos comunes cometidos por sus agentes, infracciones típicas del ámbito militar ya reglado, o verdaderos crímenes contra la humanidad como ejecuciones, desapariciones forzadas, torturas o masacres, cometidas por paramilitares o cuerpos de seguridad oficial, lo cual constituye sin duda una aberración ética, política y jurídica, no sólo por responsabilidades del pasado sino por la realidad actual verificada en diferentes regiones en las que dichas estructuras y crímenes escoltan la “seguridad inversionista” de proyectos de saqueo, usurpación y destrucción de las comunidades y sus territorios, blindando y legitimando a los beneficiarios de ese despojo sistemático. Resulta repudiable y debe corregirse por lo tanto que en la misma idea que da cabida eventual al delito político se establezca la mencionada posibilidad de auto-perdón por el Estado al consagrarla engañosamente para sí o para aliados económicos, militares y políticos.
Insistimos que antes de una ley estatutaria (artículo 152 de la Constitución), que debe tramitarse de modo especial, con aprobación por mayoría absoluta, con exclusiva expedición por el Congreso, durante una misma legislatura, y con revisión previa por la Corte Constitucional, puede el Presidente Santos, ya mismo, mantener un proceso de paz sin la sujeción o limitación que representa el MJP, activando los mecanismos disponibles no sólo para concretar diálogos de paz, sino para sostenerlos a mediano y largo plazo, removiendo o neutralizando en el camino realidades opuestas u obstáculos evidentes sembrados en este MJP y en otros instrumentos de carácter penal.
c. Humanizar la guerra vuelve a ser imperativo y útil
Sin vincular el carácter del derecho humanitario a diálogos de paz, es absolutamente cierto que un esfuerzo conjunto tendiente a la aplicación de las reglas para la guerra, encaminadas a ahorrar grandes e injustificados sufrimientos humanos, no sólo responde a una obligación ética y jurídica de ambas partes contendientes sino que envuelve y proyecta posibilidades de acuerdos que las acerquen y que las emplacen hacia puentes de entendimiento para un proceso de paz. Es en ese noble sentido un propósito útil.
Independientemente de esa contingencia y perspectiva de convenios ad hoc, CCP recuerda una vez más la necesidad de obedecer los principios del derecho humanitario, de regular todas y cada una de las acciones de guerra, de salvaguardar y no exponer a la población civil no combatiente, de respetar sus derechos, así como de los combatientes heridos o retenidos de cualquiera de las dos partes. Comprende ello restricciones en el uso de armas, medios y métodos en la conducción y despliegue de las hostilidades. Tal exigencia objeta cálculos de índole militar, no siendo de recibo alguno la tesis de que en la medida que el conflicto sobrepone a una parte como vencedora, ya nada queda por regular o humanizar. Esa tesis, perversa en sí misma, de supuestos falsos como la realidad lo rebate, desconoce la obligación internacional conforme a la cual es absolutamente ineluctable o imperativo humanizar o limitar el accionar bélico. Esa tensión debe orientar la conducción de las hostilidades, con completa autonomía del grado de intensidad del conflicto y de las previsiones de cuánto todavía se prolongará. Mientras éste exista, como consta ostensiblemente, deben las partes unilateralmente tomar medidas, instruyendo a la totalidad de las fuerzas, sean regulares o irregulares, sujetándose a su respectiva juridicidad y a los reglamentos internacionales.
Pese al terrible escenario de una guerra cruenta, puede afirmarse que algunos pasos han sido dados recientemente para aminorar consecuencias o desistir de acciones que entrañan importantes sufrimientos. Por eso recordamos la declaración de las FARC el 26 de febrero de 2012 anunciando la renuncia de retenciones con fines financieros derogando su ley 002 del año 2000. Además, el hecho de que a la fecha no tengan las FARC ningún prisionero miembro de las fuerzas armadas estatales, que haya procedido este grupo insurgente a la liberación de los últimos cautivos en abril de 2012, y que del mismo modo el ELN exprese su respeto por el derecho humanitario, como pública y constantemente lo ha expresado a través de propuestas, son signos que pueden alentar esa perspectiva, la cual no significa que el conflicto haya terminado o esté llegando a su fin.
d. La situación de las presas y presos políticos
El Estado colombiano debe acometer una labor de reconstrucción de su juridicidad, dando prueba del respeto a las obligaciones jurídicas en materia humanitaria, tanto de los derechos de la población civil como de los insurgentes neutralizados, ya sean detenidos o heridos. Congruente con la petición del reconocimiento del delito político en la línea de la crítica al MJP, es insoslayable también el deber de reconocimiento de las y los presos políticos en Colombia, o sea de las y los combatientes del ELN y de las FARC, sentenciados o procesados, algunos de los cuales han sido sometidos a trato cruel, inhumano y degradante, al punto que numerosas/os combatientes han perdido la vida o han tenido lesiones y enfermedades irreversibles, por ejemplo a causa de torturas infringidas, sumergidos en las condiciones infrahumanas que tienen las cárceles en Colombia, tanto para la mayoría de los presos comunes que provienen de los sectores populares como en especial para los presos políticos.
Tal situación es del todo vejatoria, no sólo por descocer normas básicas del derecho interno e internacional, sino por representar una ofensa a la propia genealogía ética y humanista de la institucionalidad liberal, cuya base teórica o declarativa se predica del Estado colombiano y sus valores. Salvaguardar o proteger y hacer respetar los derechos de las personas presas o prisioneras por razones políticas, sean insurgentes o no; sean presos de conciencia o no; sean formalmente acusados de rebelión o no; sean imputados o no como colaboradores de las organizaciones guerrilleras, es no sólo una obligación emanada del derecho penal nacional sino también del derecho internacional, tanto del general como del humanitario aplicable a Colombia por la comprobada y reconocida existencia del conflicto armado, tal cual lo ha validado ex profeso el Gobierno del Presidente Santos. Aunque tal reconocimiento, como lo explicó el Gobierno, fue motivado con una trocada finalidad, para blindarse jurídicamente en función de operaciones militares, le obliga en todo caso a examinar la condición en la que se encuentran las personas detenidas por rebelión o delitos conexos, que tienen los rasgos materiales de combatientes / prisioneros de guerra.
e. Medidas paralelas de orden penal nacional e internacional
Es necesario así mismo que se establezcan mecanismos paralelos de orden excepcional, de revisión de los procesos que han cursado, hállense en la etapa en que se hallen, contra miembros de las organizaciones guerrilleras, dada la conceptualización emprendida con base en la noción de terrorismo y otras categorías que alteran y adulteran los hechos concernientes a los delitos políticos y conexos. Máxime si de ello dependerá no sólo el tratamiento político en los diálogos sino la eventualidad de que, tras acuerdos de paz, puedan participar en la vida política legal. Si esa revisión no se realiza, quedan reducidos a su más mínima y falsa expresión los casos de rebelión, validados excepcionalmente como tales, en detrimento no sólo simbólico sino real del volumen y la entidad de la inmensa mayoría de la casuística que implica el alzamiento en armas, es decir el conjunto de los delitos políticos y conexos.
Esta ruta no es en absoluto caprichosa. Muchos procesos de paz o al menos intentos de distensión, tanto en Colombia como en experiencias de otros países, han abordado esta temática de la calificación penal para introducir reformas positivas para ese objetivo de la negociación. Es urgente comenzar a explorar los cambios que en este plano se requieren, siendo la base de legitimidad con la que puede el Gobierno justificar que dialoga y trata políticamente con sus oponentes.
La probidad del Gobierno se prueba también en estos momentos históricos con una paradoja, ejerciendo con responsabilidad el deber de deshacer y rehacer internacionalmente, al menos frente a tres mecanismos que siguen atentando contra las posibilidades de un proceso de paz: la extradición de rebeldes a otros países, algunos de los cuales enfrentan cargos impropios y penas que les condenan injustamente; el pedido realizado por el Gobierno colombiano de que le sean entregados insurgentes presos en otros países, tensando así las relaciones diplomáticas y violando derechos que reconoce la ley internacional a detenidos por razones políticas; y la sinrazón de la inclusión de las organizaciones alzadas en armas FARC y ELN en las listas de grupos terroristas. Si bien esos tres mecanismos conciernen a la soberanía y jurisdicción de otros países, en contraposición de tratados internacionales de cuño y espíritu humanista y progresista, el propio Gobierno colombiano puede avanzar en la desactivación del problema y el menoscabo que supone ese reciente instrumental represivo para un proceso de paz.
Puede emular coherentemente lo que ya han hecho otros gobiernos en otras situaciones, por ejemplo pidiendo se retiren de esas absurdas listas a grupos con los que se propone negociar. Mucho más en la medida que se trata por lo general de decisiones volubles y al arbitrio de gobiernos. Una labor diplomática, de búsqueda de respaldos a un proceso de paz, de aproximación equilibrada, equidistante y no obstante eficaz en cuanto a las condiciones y facilidades de interlocución, requiere del Gobierno colombiano deshacer este prejuicio y error, que lo es también de otros gobiernos, que deben estar habilitados no sólo moral y políticamente, sino jurídicamente anulando esas órdenes administrativas de persecución de los insurgentes. Al contrario, como bien lo sabe el Gobierno colombiano, pues lo ha intentado tramitar, se deben extender salvoconductos y otorgar algún grado de protección diplomática a los voceros de los alzados en armas como se ha hecho en el pasado respecto de Colombia en países latinoamericanos como Venezuela o México, o en España, Suiza y otros países europeos.
También es injusto e inadmisible que se mantengan órdenes de espionaje o inteligencia, así como ofensivas mediáticas en pos del desprestigio político y la estigmatización, con las que se busca criminalizar y castigar el diálogo de la sociedad civil con las organizaciones insurgentes. Dicha persecución se realiza acudiendo a medios de apariencia legal o bien abiertamente de manera criminal, para realizar amenazas o preparar atentados contra defensores de la paz y los derechos humanos. Conforme a la experiencia de CCP, siendo quizá la más sobresaliente y consistente en los últimos años, por el diálogo epistolar con la insurgencia y por su decidida actuación humanitaria sirviendo en los procesos de liberación de personas cautivas en manos de la guerrilla, éste es uno de los más acuciantes problemas, pues la falta de garantías a facilitadores o promotores de los acercamientos y conversaciones de paz, impide frontalmente avances que pueden ser sustanciales.
Ningún camino hacia la paz puede transitarse sin conocer la verdad, alcanzar justicia y reparar a las víctimas de los crímenes contra la humanidad sufridos por el pueblo colombiano. La impunidad de los responsables de esas graves ofensas contra la humanidad es incompatible con la resolución del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. Nos referimos a aquellos crímenes respecto a los cuales, según los principios del derecho internacional, no cabe amnistía, ni indulto, ni les alcanza la prescripción, por tratarse de crímenes que ofenden la dignidad y entidad humana en su conjunto, más allá de las víctimas individualizadas que los hayan padecido, o el lugar y contexto en que se hayan perpetrado: la tortura, las desapariciones forzosas, las ejecuciones extrajudiciales, las persecuciones políticas -integrantes todas las anteriores acciones del tipo penal de crimen de lesa humanidad-, los crímenes de guerra, el genocidio.
Ninguna situación ni justificación permite contemplar estos crímenes como normal consecuencia de actuaciones políticas, razón de Estado o efectos de errores o falta de vigilancia en la cadena de mando durante un conflicto armado. El principio de responsabilidad del comandante, así como la no aplicación de la eximente de obediencia debida, son garantías de que existirá ningún resquicio para la impunidad de estos crímenes. La justicia colombiana deberá conocer de estos hechos en forma exhaustiva y con la debida independencia, sin presiones políticas. Solo así se impedirá que sea necesaria la intervención de jurisdicciones internacionales, como pudiera ser la de la Corte Penal Internacional, que en aplicación de los principios de complementariedad y subsidiariedad, debería extender su jurisdicción sobre los crímenes de guerra y de lesa humanidad ocurridos en Colombia en el marco del conflicto armado interno, para el caso de que continuaran quedando en la práctica en situación de impunidad.
f. La justicia transicional y la resignificación de las luchas políticas
La paz con la justicia constituyen la fuerza ideal y material que integra los principios y medios de la convivencia en democracia. La paz como silenciamiento de las armas no puede ni debe significar nunca el enmudecimiento de las voces que exigen verdad, justicia, reparación y no repetición de los hechos criminales cometidos desde posiciones de poder, contra la dignidad humana y el derecho de los pueblos a sus procesos de transformación. Ni todo podrá ser materialmente castigado, ni todo podrá ser idealmente perdonado, tanto del conjunto de los crímenes como de lo cometido por cada una de las partes contendientes. Entendemos que una salida política negociada por éstas, y no pactos apócrifos entre aliados o cómplices, puede suponer flexibilizar o modificar cánones de derecho, ya sea nacional o internacional, respecto de hechos sobre los cuales en aras de esos acuerdos, pueda disponerse desde las juridicidades concurrentes, y con amplio consenso, con base en al menos cuatro presupuestos.
Estos cuatro postulados son: la consulta a todas las víctimas (CCP encuentra que el MJP en absoluto tuvo en cuenta los derechos de la inmensa mayoría de las víctimas de crímenes de lesa humanidad en Colombia); la separación y no equivalencia entre acciones perpetradas por la guerrilla contra los poderes y medios del Estado, y las que sus instituciones o fuerzas con su aquiescencia hayan cometido valiéndose de esa condición; la relación entre cadenas criminales y el despojo de derechos económicos y sociales de la población; y la eficacia de esas medidas de flexibilización en el orden de una transición verificada y garantizada, es decir de cumplimiento de lo firmado. O sea, sin contravenir los valores de defensa de la justicia y los derechos de las personas y organizaciones victimizadas que han sufrido la impunidad regularizada o metódica.
Esto supone sujeción al derecho internacional y también una mirada crítica y soberana sobre la transparencia y congruencia de sus formulaciones teóricas y prácticas para no colonizar el ejercicio del derecho, y las mismas posibilidades de la paz nacional, de pretensiones impropias o foráneas guiadas no precisamente por un recto deber de la justicia. La necesidad de adoptar un marco de articulación transicional entre las necesidades de la paz y las necesidades nacidas de la aspiración de justicia, teje en nosotras y nosotros la convicción de construir una tensión humanista, sin decaer en ella, en la que, frente al realismo de la impunidad que pueda instaurarse, se fragüen permanentes ofensivas sociales y populares con métodos y medios plurales, en torno a la verdad, a la justicia, a la reparación efectiva, y en torno a las garantías estructurales de no repetición, en la perspectiva de procesos culturales de construcción de poder democrático. Es nuestra propuesta a la sociedad de lucha contra la impunidad. Esto puede parecer una mera ilusión, dado el actual momento, aparentemente sin condiciones para construir espacios importantes o decisorios no sólo de un proceso de paz sino de un proceso de paz digna, por la resultante política de una correlación de fuerzas en la que las organizaciones victimizadas por el Estado se presentan como debilitadas, sin poder, sin medios, muchas veces tachadas como responsables del conflicto y su descomposición, por el hecho de haber elevado sus reivindicaciones de cambio social.
El debate sobre la justicia transicional es un debate político antes que jurídico. Debe por lo tanto trabajarse la voluntad política y la capacidad de compromiso del Estado y de la insurgencia de respetar lo que firmen. Debe recobrarse no sólo el horizonte histórico de las luchas victimizadas, para su resignificación social, política y ética, sino garantías de que esa resignificación no será otra vez atacada.
VII. Conclusión: hacia un nuevo marco político y jurídico de consenso social y transformación
a. Abandonar el modelo autoritario
Es necesario enfrentar y aislar democráticamente una estrategia de polarización y prolongación de la guerra que busca al menos dos objetivos: desviar la vista sobre responsabilidades penales por paramilitarismo, violaciones a los derechos humanos y narcotráfico, esgrimiendo y protagonizando un marco político para la guerra, que sería compatible con un marco jurídico que mantiene hasta ahora la paz como rehén, y truncar precisamente conversaciones para un exitoso proceso de paz entre el Estado y las organizaciones guerrilleras. El eje de ese bloque es la idea de reposicionar como centro a quienes han defendido a toda costa una salida militar. Ese modelo de belicismo e impunidad, que no nos emancipó ni nos emancipará de la guerra, inspiró tanto la hundida “reforma a la justicia” como en gran medida el MJP, rechazando con un enfoque autoritario el camino de la concertación y dictando la exclusión de la sociedad civil, perdiéndose así la posibilidad de tener un sólido y adecuado instrumento para crear inequívocamente condiciones jurídicas que dieran impulso eficaz a un proceso de paz. Ese modelo autoritario debe ser abandonado. Su limitación es evidente. Aunque predique la salida política, distorsiona la realidad y reproduce en parte la fascinación triunfalista, caracterizada por la convicción de la solución militar y la falta de consulta a sectores mayoritarios de la población. Esa visión, predominante en algunos de los que conforman la coalición de la Unidad Nacional, está aprisionando al país e incluso paradójicamente puede terminar por cercar al propio Presidente Santos.
En esa tendencia, el MJP proclamó la idea de exigencias de capitulación de la guerrilla para un tipo de favorabilidad política y jurídica, cuando ya las organizaciones rebeldes habían anunciado claramente otros fundamentos de diálogo y negociación, en estos dos años del Gobierno Santos, como a través de sus respectivas comandancias lo han hecho saber en comunicaciones públicas dirigidas al país y a la comunidad internacional, especialmente en la secuencia de cartas a Piedad Córdoba Ruiz y al conjunto de CCP entre otros interlocutores.
Como hemos analizado, el MJP se contradice, tergiversa y es insuficiente, aplazando y difuminando medios para la paz, pues la retiene en medio de un lenguaje que no facilita el trato apropiado y propicio, desvaneciendo conceptos como los de la rebelión y otros delitos políticos, que corresponden histórica y éticamente a la cultura jurídica de la ilustración liberal. Bajo esas condiciones, el MJP no facilita sino que obstaculiza el despegue de una política de paz y anticipa un nuevo fracaso. Existen hoy dos riesgos concatenados que llevarían a tal frustración. El primero es el ya anotado de resguardarse el Gobierno de Juan Manuel Santos sólo o preponderantemente en esta herramienta del MJP, como si fuera su máxima definición jurídico-política, como oferta cumbre, superlativa, inflexible e inmodificable. El segundo, que esté articulada a una estrategia u ofensiva militar que no deja de enaltecer la noción de una paz aciaga o pacificación contrainsurgente: un mal final y un mal comienzo; un quiebre hacia nuevas fases de violencia en los mapas regionales y en la geografía toda de un país deshecho, enclavado como problema regional o subcontinental
b. La paz: de bifronte a construcción conjunta
La paz parece una palabra bifronte: permite un sentido leída de izquierda a derecha y otro distinto leída de derecha a izquierda. Sin embargo, es posible construirla como itinerario y realidad política amplia, negociada, diversa y representativa de intereses que se intervienen en pos de acuerdos, producto de diálogos y consensos en esencia sobre los derechos y los límites, tanto de un modelo económico como del modelo político. Hacen falta por lo tanto medidas urgentes para asegurar de cara al país los diálogos como escenario con probabilidades. Pensamos que debe acudir el Presidente Santos a otros referentes en la geometría discrecional o de sus exclusivas facultades y capacidades legales, para usar la juridicidad ya vigente, cuyo potencial, sólo dependiente de su voluntad política, le permitiría un superior esfuerzo y mejores resultados, una evolución del conjunto frente al eslabón o instrumental del MJP. Por ejemplo, cumpliendo y haciendo cumplir las obligaciones del derecho internacional humanitario, particularmente hacia comunidades victimizadas y ante la situación de los presos políticos. Es su obligación. Se precisa en consecuencia transformar el MJP a partir de las observaciones críticas y propuestas de las organizaciones sociales, del movimiento popular, de los sectores de víctimas, de las comunidades, de las plataformas y fuerzas políticas que trabajan por la paz, de la academia y otras expresiones del país; a partir también del derecho internacional progresista.
El Presidente Santos puede emplear los escasos conceptos útiles del MJP, bloqueando los contradictorios; puede pensar en pactos que trasciendan el espacio legislativo, que ha dado muestras de estar viciado; puede abrir las puertas a la participación de las personas y organizaciones que en Colombia llevan luchando por la paz desde un pensamiento humanista. Debe comprender que ha llegado el momento de los diálogos de paz o estará perdido el propósito de construirla. No puede prometerla y negarla con los hechos. Es como firmar y no cumplir. Por eso, la regeneración de la política en general y de su política en particular pasa por asumir y desarrollar un proceso de paz. Un proceso de paz sin regeneración de la política y sin la cultura de honrar la palabra, está condenado al fracaso.
Sin que existan las condiciones óptimas, el hecho de sentarse a dialogar ya o en las próximas semanas, como se ha declarado públicamente por el Presidente Santos el 27 de agosto de 2012, bajo el formato que sea, puede ser un signo trascendental en la historia del país. Anunciar esa aproximación tiene un gran significado. El esfuerzo del Presidente Santos, emprendiendo o avivando ya mismo los contactos y extendiéndolos al ELN, cuando goza el Gobierno aún de un respaldo adecuado fuera y dentro de Colombia, y la propia voluntad indudable de las guerrillas, para dar pasos estables en la dirección de crear mejor ambiente y fondo para los diálogos de paz, deben acompañarse.
Un nuevo marco político y jurídico de consenso social para la paz debe suponer también revisiones o reformas del sistema electoral, basado hoy día en la exclusión, en el clientelismo, en la corrupción y en el poder del dinero; debe generar espacios efectivos de participación social y política en las diferentes esferas de lo público; posibilidades de acceso y rendición de cuentas del ejercicio de la política; control abierto de los recursos de la nación; neutralización judicial de quienes se han opuesto a cualquier amago de restitución de un mínimo de las tierras despojadas o que se repare en algo a las víctimas de crímenes espantosos.
En resumen, el Gobierno de Juan Manuel Santos está justo en la alternativa que su responsabilidad convierte en una histórica encrucijada para todo el país. O va ahora mismo de la mano de la corrupción y del extremismo ya conocido hacia la guerra, o camina hacia la paz con el coraje, la firmeza y la lucidez que representa abrir con su llave las puertas de los diálogos de paz, como lo acaba de anunciar. Debe entonces deshacer la confusión; comprometerse en humanizar la guerra; hacer respetar los derechos de las presas y presos políticos; aplicar medidas paralelas de orden penal nacional e internacional, para abrir espacio a una justicia transicional eficaz que admita y salvaguarde la resignificación de las luchas políticas; debe buscar alianzas para la paz frente a la poderosa diatriba de sus enemigos, e impulsar un nuevo marco político y jurídico de consenso social y transformación que cuente con múltiples voces.
El país entero debe convocarse para discutir ideas de paz y deben en ese torrente movilizarse los sectores populares para concretar sus idearios de democracia: las organizaciones campesinas, los pueblos indígenas, las comunidades afrodescendientes, las mujeres, los estudiantes, los desempleados, los ambientalistas, los intelectuales, los desplazados; las formaciones que expresan y proponen desarrollo humano, cultura, progreso, respeto a los bienes comunes y públicos; también los gremios, las fuerzas políticas, las fuerzas armadas, los medios de comunicación. Si la sociedad no debate sus demandas de profundización de la Constitución, incluso de su eventual reforma o la convocatoria del Constituyente primario para una Asamblea a pactar con participación de la insurgencia, definiendo los espacios de un nuevo país, para asegurar no sólo mayor inclusión sino garantías de cumplimiento de acuerdos de paz y de justicia, Colombia se estancará en la guerra.
Por último, como los recientes hechos de los departamentos del Cauca, Putumayo, Chocó y de otras regiones de Colombia lo demuestran, es evidente la necesidad y posible de considerar la factibilidad de un cese bilateral del fuego. Es un mensaje de distensión que se hace urgente para enfrentar no sólo situaciones de crisis humanitaria sino para cambiar las condiciones de militarización de territorios por condiciones de presencia social que no sólo propicie reglas de regulación y de probable entendimiento de límites y acuerdos por las partes contendientes, sino que aísle y reduzca a cero los planes de paramilitarización y despojo que se vinculan con inicuos intereses económicos.
A las redes ciudadanas y movimientos populares hacemos un llamado para que quienes se indignan por la situación del país y actúan para superar estructuras de injusticia, confluyan hacia articulaciones o espacios unitarios, donde quepa la totalidad de quienes luchan por un país en paz y con justicia, donde se expresen quienes son un acumulado ético y político signado no por la corrupción sino por la honradez y el deseo de resistir y transformar la opresión en democracia plena.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Envía esta noticia
No hay comentarios:
Publicar un comentario