Estado español: #25S: Relato de un manifestante
Antón Sánchez Testas
 Viento Sur 26 de septiembre de 2012

  
El anciano que antes se esforzaba en levantar su letrero entre la multitud, ahora está sangrando. Una mancha roja le deforma el rostro y ensucia su camisa blanca. Los periodistas le rodean y en su mirada se refleja un ligero desconcierto. Se escuchan gritos: "hijos de puta". Los aludidos responden con golpes. Uno de ellos dispara una bola de goma: sabe que los porrazos no son tan efectivos como un estruendo atronador. Una espiral de humo se forma en el cañón de su escopeta. El resto de policías lo imitan. Cientos de manos se elevan al grito de: "Estas son nuestras armas". Mientras, en el Congreso, los escasos diputados que todavía quedan dentro permanecen impasibles. Tanto ellos como la gente a la que han ordenado golpear son conscientes de una cosa: ya no hay lugar para la demagogia barata. El gobierno se ha puesto en evidencia.

El paseo de Recoletos, a las cuatro de la tarde, aparece flanqueado por policías. Algún que otro turista curioso se acerca para preguntarles lo que ocurre. Los policías responden en un inglés precario mientras miran de reojo a algún viandante sospechoso. Mientras piden números de identificación y charlan entre ellos por lo bajo, en la Cibeles ondean cuatro banderas de España, agitadas por el viento, cada vez mas violento a medida que avanza la tarde. Las nubes oscuras de tormenta se perfilan entre los edificios de la Gran Vía. Pero en los jardines del paseo nadie tiene miedo a la lluvia. Cientos de personas están sentadas sobre la hierba. Hablan en pequeños grupos, despliegan banderas, preparan sus cámaras, consultan internet. Al fondo comienza a prepararse una asamblea mas grande. Diversos representantes toman la palabra y explican las estrategias para la concentración. Facilitan los números de dos abogados a disposición de los manifestantes. "No serán necesarios" avisan. Nadie cree realmente en la posibilidad de acciones violentas por parte de la policía. "Somos pacíficos y las manifestaciones han sido permitidas". En unas horas el propio desarrollo de los acontecimientos se encargaría de demostrar la ingenuidad de la asamblea. Habla Carlos Taibo. "Solo hay una deuda que debemos pagar: la deuda con las mujeres, con los parados y con los pueblos del sur". La asamblea olvida el protocolo 15M de aplaudir con un movimiento de manos y responde al ponente con una sonora ovación. Llega el turno de palabra libre. Hablan fanáticos de exigir la dimisión del gobierno y llamar a la Asamblea Constituyente. Nadie les impide hablar, pero el público responde con silencio. El sentido de la manifestación y de sus participantes se hace obvio: nadie apoya la violencia. Las alusiones a la violencia directa son condenadas con silbidos. Los grupos de encapuchados son increpados por los propios manifestantes.

A las 17:30 comienza la marcha hacia la plaza de Neptuno. La calle que permite la entrada al Congreso ha sido cerrada por la policía: una doble capa de vallas flanqueadas por policías a caballo no son un signo de advertencia, si no un insulto. Los policías, con sus brazos cruzados y su mirada fija en el horizonte -quizás por miedo a encontrarse con la mirada de algún manifestante- no están defendiendo el Congreso: están atacando al pueblo. Una de las principales referentes de la derecha paleta de mantilla y crucifijo, Dolores de Cospedal, asegura que la manifestación se asemeja al 23F. Si se pareciera, probablemente ella estaría con los manifestantes. La excusa del gobierno para justificar el despliegue policial es disparatada. Ni si quiera el policía que mandó a un grupo de manifestantes a "Vietnam del norte" es capaz de creerse que una señora de cincuenta años protegida del calor por su abanico, un señor en silla de ruedas y dos universitarias con la mochila al hombro conocen tácticas de guerrilla urbana. Es muy improbable que un padre de familia en paro o una profesora despedida, después de esquivar a los 1.300 policías que protegen el Congreso, consigan entrar a las Cortes y proclamar un Golpe de Estado.

La plaza de Neptuno está completamente llena. Un helicóptero comienza a sobrevolar la zona. Empiezan a escucharse las primeras consignas: "Que no nos representan", "Banqueros a prisión". Botando, con las manos en alto, las 20.000 personas que ocupan la plaza corean contra el capitalismo. Entre los brazos levantados y las cámaras de foto, se distinguen, torcidos, en constante movimiento, letreros de cartón y cartulina. Los periodistas intentan colarse con esfuerzo entre la gente. En primera línea, frente a las vallas de seguridad, se aglutina un grupo de periodistas que comienzan a fotografiar la perspectiva general. Desde los megáfonos, se escuchan diferentes cantos descoordinados que se opacan entre sí. Solo algunos cobran fuerza y van aumentando de forma progresiva hasta que retumban los cristales del hotel NH. Los huéspedes se asoman a las ventanas: sus siluetas se perciben al otro lado de los cristales. El tiempo avanza entre cánticos y gritos. Un joven con la cabeza encapuchada se sube a una de las vallas que separan al pueblo del órgano represivo del gobierno. La gente grita: "bájate de allí". El joven se quita la capucha y dice: "no voy a hacer nada". Del otro lado de las vallas, un grupo de personas se acerca a los manifestantes, siempre a una distancia prudencial. Son dos hombres y tres mujeres: ellos llevan traje, ellas el bolso colgando del codo. Comienzan, protegidas por los policías, a reírse vulgarmente de los manifestantes. Uno de los hombres lanza un beso en un gesto ridículo. Los manifestantes responden gritando: "Fascistas, burgueses, os quedan pocos meses". Cuando las manos se bajan y el grito cesa, ya no hay rastro de los miserables provocadores. Una chica con la cara pintada de blanco empieza a mover la valla de un lado a otro. Los policías se ponen simultáneamente los cascos: reaccionan rápidamente a la peligrosa provocación de una adolescente. Un hombre de la manifestación la increpa: "Deja de hacer eso, vas a conseguir que carguen". La joven responde: "Ese puto policía se lleva riendo de la manifestación desde el principio ". El jovial miembro del cuerpo nacional esconde su sonrisa tras su casco.

Un hombre mayor se abre paso entre la gente: lleva una bandera del SAT y es recibido por una ovación. Se acerca a la valla de protección y intenta subirse. Los ánimos se encienden. Es el primer momento de tensión entre la policía y los manifestantes. El hombre consigue pasar la primera valla mientras los gritos de los manifestantes se dividen entre gritos de apoyo y peticiones de calma. Al intentar pasar la segunda, cae sobre el suelo y es recogido por uno de los policías. El anciano levanta por última vez la bandera antes de desaparecer entre los antidisturbios. La gente clama contra su detención. Los cánticos cobran fuerza: "Policía, únete". Es difícil apreciar la mirada de los policías con la luz reflejada en sus escudos. Los gritos aislados insultando a los antidisturbios son acallados con la fuerza de la plaza: el pueblo pide a los policías que se unan a su gente. Ellos permanecen tan petrificados como los leones del Congreso.

Dos hombres discuten. Uno pide no insultar a la policía. Dice que ellos también son obreros. El otro, encolerizado, hace alusión a los golpes que ha sufrido en otras ocasiones. Comienza una pequeña discusión aislada del contexto general. Es posible porque el ambiente es tranquilo: los cánticos han perdido fuerza, algunas personas comienzan a sentarse. Son las 18:30 y no ha ocurrido nada relevante. Los policías son encargados de romper la monotonía. De manera repentina, apartan las vallas hacia un lateral. Ya no hay división entre el pueblo y su verdugo, y en los segundos en que la separación es todavía clara, ambos se ponen en guardia. Los antidisturbios sacan las porras como si desenvainaran una espada. Sin embargo, sus movimientos primitivos distan mucho de la elegancia de una hoja de acerco formando cortes en el aire. Las porras son vulgares y toscas: no son muy diferentes de los garrotes utilizados por los primeros humanos en la edad de hierro. Así, de manera gradual, los policías comienzan a blandir sus armas ante la gente y intentar que retroceda. Tras sobreponerse a la sorpresa inicial, la gente reacciona sentándose en el suelo y levantando los brazos. Un atronador "estas son nuestras armas" golpea a los policías con mas fuerza que la de sus palos. Pero los antidisturbios han sido formados en la estrategia del miedo; conocen muy bien como provocarlo, como crear el pánico, como sembrar el terror. Los manifestantes no tienen mas formación que su rabia. Los policías se separan en dos grupos e intentan separar en dos el río de personas que ocupan la calle. Su estrategia de división acaba funcionando pese a la resistencia de la gente. "No tengáis miedo" gritan pequeños grupos sentados en la acera mientras a su alrededor corre una marea de personas. "Todos al suelo". Sin embargo, en el torrente de gritos y alaridos, las consignas se pierden en el aire. Los policías son los dueños de la confusión, y no dudan en crearla golpeando a diestro y siniestro. Entre el tumulto aparecen los primeros heridos. Los periodistas corren hacia ellos. Un policía, con casco, espinilleras, una pistola en el cinturón y una porra en la mano, amenaza a una joven que intenta buscar su teléfono sin poder esconder las lágrimas. Será por la fortaleza del enemigo por lo que ordenan traer refuerzos. Cinco furgonetas blindadas aparecen para hacer frente a los ciudadanos. Sólo hay una ambulancia y dos miembros del SAMUR que no pueden hacer frente a la cada vez mayor cantidad de personas que acuden con heridas y contusiones. Desde la ventana de las furgonetas, los policías empiezan a disparar bolas de goma. Ni si quiera salen de los automóviles blindados: correrían el riesgo de ser golpeados por una pancarta de cartón o degollados por uno de los múltiples frisbies de colores que volaban de un lado a otro con diferentes consignas. Después de quince minutos, los policías consiguieron su objetivo. La columna de manifestantes que ocupaba la calle del congreso es dividida en dos grupos, dejando un hueco libre en el medio que daba a los policías acceso al interior mismo de la plaza. El hueco no tarda en llenarse de caballos y más policías. De reojo, algún que otro manifestante observa el congreso a lo lejos, completamente silencioso.

Cuando regresa la calma, una vez que las dos secciones principales de la manifestación han sido encerradas por la policía entre antidisturbios y los edificios, comienzan a observarse las consecuencias de la primera carga. Un anciano tiene su escaso pelo blanco manchado de sangre. Una mujer llora mientras una joven la abraza. La gente comienza a mover los brazos en los lugares donde hay heridos y los pocos sanitarios disponibles se las arreglan para poder atender a todos. Los policías recuperan su aspecto inicial: brazos cruzados, mirada perdida.

La gente no se deja vencer por el cansancio ni por la predicción de lluvia: la plaza sigue llena. Transcurre una hora de tranquilidad. Mucha gente se acerca a los policías y trata de hablar con ellos. "A vosotros también os están recortando". "Vosotros también sois víctimas". "¿No os dais cuenta que estáis luchando contra vuestros hijos, vuestras mujeres, contra vosotros mismos?" Algunos se molestan en asentir mecánicamente, otros no se molestan en mirar. Un policía mira sonriendo tímidamente a los manifestantes: parecía una sonrisa de complicidad. Sin embargo, a la luz de los acontecimientos posteriores, el sentido de esa sonrisa cambia por completo.

Mucha gente se sienta. Su mirada queda a la altura de los cinturones de los antidisturbios. En el pantalón de uno de ellos se aprecia un bulto considerable. La gente empieza a cantar: "Estás empalmado policía, estás empalmado". Los motivos de la excitación del policía no quedan demasiado claros.

A las 19, el ambiente era, superficialmente, casi festivo: todos cantaban, sacaban fotos, hablaban con los periodistas. Una joven le increpó a un policía por no llevar el número de identificación. Otro joven gritó: este tampoco lo lleva. El policía, en un arrebato infantil y muy poco meditado, rompe su silencio y reclama: un poco de respeto. El excelentísimo represor del pueblo pide ser llamado de usted. El policía sin identificación se desabrocha la camisa de manera humillante para sacar la credencial que tenía escondida en un bolsillo interior, entre aplausos de la gente. Las pequeñas victorias de los manifestantes encienden el ánimo y dan pie a cánticos y vítores.

Neptuno se deshace en un grito: El pueblo, unido, jamás será vencido. Las manos en alto de miles de personas apuntan al Congreso: gritan contra la barbarie capitalista, y su grito es un grito atávico: ha atravesado los siglos y nadie a conseguido matarlo. Un policía pregunta a otro por lo bajo: "¿a que hora acaba esto?". El otro responde: "En rato". Pero todo acababa de empezar.

A las ocho de la tarde, las luces de los edificios se encienden. Las siluetas que miran son ahora más evidentes. La fuente de Neptuno brilla y se destaca entre la gente. El helicóptero que no ha dejado de sobrevolar la zona, se convierte en una luz intermitente. La gente se pone sus abrigos por primera vez en un mes. Un viento frío agita los árboles de la calle. El violeta de una bandera republicana se distingue, a lo lejos, donde acaba ya la plaza pero sigue habiendo gente.

Una adolescente llora. Un policía la sujeta por cada brazo y la arrastran hasta una furgoneta. Todo el bloque de la izquierda puede contemplar como la meten dentro y cierran la puerta. Entre los gritos de protesta, aparece, un rato después, una mujer con el rostro desencajado. Se abre paso entre la gente y se abalanza sobre el cordón policial, intentando pasar al otro lado. Cuando habla para explicarse, no puede intentar llorar. "Es mi hija la que está ahí dentro". Los policías le impiden el acceso. Todo el mundo empieza a gritar en su contra. Un antidisturbios hace una seña a otro con la mano: hacen falta refuerzos. Una periodista de la BBC graba la escena con su cámara. Cuando por fin los policías dejan pasar a la mujer, la periodista no puede evitar sumarse a los aplausos.

Se escuchan gritos al otro lado de la calle, pero los furgones policiales impiden ver lo que ocurre. Pero no queda tiempo para estirar el cuello y entrecerrar los ojos. Sin previo aviso, los policías comienzan a empujar a la gente hacia atrás. Los que estaban al fondo, junto a la pared, son aplastados contra ella. En primera línea la gente es empujada de forma violenta por los policías, que acompañan su fuerza con gritos de "atrás, atrás". La gente responde a coro "no cabemos, no cabemos". Los policías no escuchan: saben que no hay sitio, pero es el momento de empezar a cargar. Empujar no es mas que una excusa para crear un ambiente de rabia y confusión favorable para justificar la represión. La exactitud con la que se coordinan los policías en los diferentes flancos no deja lugar a dudas: la represión fue una maniobra organizada previamente. En el flanco principal, la carga comenzó por supuestas provocaciones de anti-sistema. Sin embargo, desde el flanco lateral, todo el mundo pudo contemplar como dos encapuchados, con el rostro tapado por una palestina y vestidos de civil, detienen a un joven y lo meten a una furgoneta. Justo después de los gritos de protesta, los policías comienzan a cargar de forma extremadamente violenta. Ya no es la carga progresiva de antes: ahora van con toda su fuerza. La gente empieza a correr; se escuchan gritos; basta con mirar atrás un segundo para observar una fila de policías golpeando con las porras. Entre la confusión y el pánico, la gente no tarda demasiado en darse cuenta de que no hay salida: la plaza está rodeada.

Comienzan las bolas de goma. Neptuno se llena de ruido y humo. Los restaurantes, el Starbucks y el hotel, protegidos por sendos destacamentos policiales, cierran sus puertas. Diversos grupos llaman a la tranquilidad. "No pueden echarnos de la plaza". Pero los manifestantes no saben como actuar ante este tipo de situaciones; a diferencia de los policías, ellos no están entrenados ni siguen una estrategia. El pánico convierte la plaza en un hervidero social. Gente escondida tras la parada de autobuses, intentando protegerse de las bolas de goma. Policías asentados en puntos estratégicos que aparecen de repente y golpean sin vacilar. La parada de metro sirve de escondite. Una masa de gente se aplasta en las escaleras, con la cabeza cubierta con los brazos. El caos es total: los policías lo saben y lo fomentan. Una mujer es arrastrada por las piernas: su cabeza va rozando el pavimento. Los policías siempre van juntos; los manifestantes se pierden, buscan el móvil con las manos temblorosas: una joven llama llorando por teléfono, un hombre busca sus gafas tanteando el suelo con las manos. Manos levantadas, gritos de "resistencia", estruendos de disparos, humo serpenteando entre las luces de neón. No hay tranquilidad posible: en todas partes hay gente corriendo, de cualquier lugar aparece un grupo de policías. Los furgones policiales recorren la plaza con la impunidad de un elefante aplastando una cosecha recién sembrada; desde sus ventanas se disparan bullets. Todo el mundo tiene en la mente la muerte de Iñigo Cabacas por uno de esos abominables instrumentos de represión: las cabezas se cubren con suéteres, con mochilas, tras los contenedores de basura.

El Starbucks cierra sus puertas a un grupo de personas que suplican entrar para protegerse. Los policías aparecen rápidamente: es mas importante un cristal de Starbucks que la cabeza de una señora, que la integridad física de un muchacho con una lesión medular.

Sin embargo; ¿que se oculta entre el caos? En el chico que ofrece su mano a una señora desconsolada que acaba de conocer, en la camarera del restaurante que contempla con el rostro desencajado la policía golpeando a la gente cuyo jefe le impide proteger, en el grupo de amigos que acudían por primera vez a una manifestación, en los novios de instituto, en las madres de familia que ven a sus hijos licenciados despojados de cualquier oportunidad laboral; en todos ellos se opera un cambio: han comprobado con sus propios ojos la verdadera finalidad del gobierno. Su experiencia les demuestra bajo que intereses actúan sus representantes. La gente corriendo, llorando, gritando de rabia, insultando, blasfemando, llamando por teléfono, ardiendo de impotencia y odio. Los comercios protegidos por policías, las luces del Congreso iluminando de forma tenue las columnas: la plaza de las Cortes es un mundo inaccesible al que el ciudadano no tiene acceso. Pero nadie se deja humillar, ni si quiera cuando los caballos los persiguen en la plaza, ni cuando los arrastran del pelo. Los diputados abandonan el congreso por la puerta trasera: es la imagen de la cobardía y el miedo al propio pueblo. Poco a poco, la circulación en el paseo del Prado se abre de nuevo. Pasan los coches entre los manifestantes: el conductor de un BMW agita la muñeca despectivamente por la ventanilla; las luces del hotel comienzan a apagarse. Los diputados del PP y del PSOE son llevados a sus coches custodiados por la policía. Respiran de alivio. Dejan atrás a los manifestantes anti sistema, al grupo de fanáticos que pretenden representar al pueblo cuando no son mas que un grupo de marginados: una madre histérica, un adolescente problemático, un drogadicto deprimido. Si se hubieran dignado a mirar al pueblo cara a cara, habrían comprobado que los marginados son ellos. Si los hombres y mujeres elegantes que se burlaban de los manifestantes del otro lado del cordón policial, tuvieran la suficiente capacidad de reflexión y el valor para aceptar la realidad, se darían cuenta de su propia trivialidad, de su patetismo, de su inevitable desaparición como los seres mas atrasados de la humanidad: aferrados a la propiedad, mezquinos, cobardes.

La madre histérica que agita el puño contra la policía, el adolescente que colorea con grafiti la furgoneta blindada, el trabajador que se corea contra la reforma laboral, el inmigrante que deja de vender cervezas y lanza las latas contra los antidisturbios: ellos son el pueblo, ellos son la expresión de la verdadera y mas hermosa dignidad

26/09/2012

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