Elias Barahona alias El Topo, periodista
“El topo”
Por: Marta Sandoval
“¿Es verdad que sos guerrillero?”. La pregunta hizo que todos los órganos del cuerpo de Elías se contrajeran. Sentía como si no tuviera nada adentro, de hecho casi escuchó caer las gotas de saliva que acababa de tragar. El que preguntaba era un tipo gordo, con una papada gelatinosa que en cierto ángulo, opacaba por completo su cuello. Se llamaba Donaldo Álvarez Ruiz y estaba a la cabeza del ministerio más temido de Guatemala. “¿Usted piensa que soy guerrillero?”, Elías contestó con una pregunta, para darse al menos unos segundos para pensar.
“Yo no voy a tolerar esos insultos”, dijo por fin, poniéndose de pie y juntando las dos cejas sobre la nariz. Y Álvarez Ruiz se volvió más pequeño, tartamudeó y se convenció de que su relacionista público en los últimos cuatro años no era un rojo, como le habían dicho. Elías aflojó los músculos de la espalda. Otra vez se había librado de ser descubierto.
Estaba claro que no iba a ser un infiltrado toda la vida. Empezó en 1976, como miembro del Ejército Guerrillero de los Pobres y concluyó en febrero de 1980. Cuatro años de llevar un disfraz, y extenderle la mano a su peor enemigo.
Pero el disfraz empezó a gastarse. Caminaba por las oficinas del Ministerio de Gobernación con un traje agujereado que dejaba ver su uniforme de guerrillero.
Y hubo que huir. Terminar con la doble vida, antes de que perdiera la vida completa. Exiliado en Panamá reveló los altos secretos de Donaldo Álvarez, mostró las narices inmiscuidas de Estados Unidos y los crímenes horrendos que ocurrían en Guatemala. Lo hizo en una conferencia de prensa que reunió a periodistas de todo el mundo. “Dos bombas estallan en Guatemala”, decía un diario nicaragüense, “una frente al Palacio Nacional que causó siete muertos, y otra en Panamá con las declaraciones de Elías Barahona, infiltrado del EGP”.
Elías aseguró que el General Lucas había enviado a quemar la embajada de España. No titubeó al revelar nombres y hechos, además de presentar una serie de documentos que fue coleccionando en su estancia por Gobernación. “La embajada norteamericana en Guatemala mantiene estrecho y permanente contacto con las más relevantes figuras del régimen”, dijo. “La CIA mantiene una amplia red de agentes”, agregó. Por supuesto, eso le costó un largo y tormentoso exilio. Cuba, Nicaragua y Panamá le acogieron. El periodista infiltrado, papá soltero y combatiente tuvo que cambiar de identidad una y otra vez.
Sus 2 hijas, de 10 y 12 años, se llamaron Carmen y Cecilia; Ana y María; y una serie de nombres que cambiaban según les seguían los pasos.
Pionero guerrillero
Elías Barahona creció en una aldea de Zacapa, rodeado de pobreza y hambre. A los cuatro año sus manos ya sabían usar el azadón y el sol calcinante de oriente le quemaba la piel todas las mañanas, mientras ayudaba a su padre en las tareas del campo. Cuando cumplió siete, la familia se trasladó a la capital, donde Elías lustraba zapatos y vendía periódicos. Trataba de combinar el trabajo con los estudios. Él mismo cosía sus cuadernos con papel periódico y leía los libros de texto por encima del hombro de algún compañero.
Al terminar la primaria consiguió una beca para estudiar en el Instituto Técnico Vocacional y vivir en el internado. Por primera vez en su vida podía dedicarse a estudiar de lleno. Pero además de un techo cálido y maestros apasionados por su trabajo, Elías recibió la influencia de amigos como él, tocados por la pobreza y conmovidos por las enormes desigualdades del país.
El sueño común dentro de esas paredes era un país donde nadie muriera de hambre. De ahí que formaran la primera célula guerrillera. Elías no salió a combate en ese entonces porque el fusil era más grande que él, pero en su cabeza se había albergado ya toda la ideología socialista.
Ingresó a la juventud comunista y después participó en la fundación de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) y del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). “Soy parte de una generación frustrada por la contrarrevolución del 54, porque nosotros comíamos gracias a los comedores populares y estudiamos por los internados. El derrocamiento de Arbenz fue un golpe muy duro, y reaccionamos, nos convertimos en guerrilleros”. Allí empezó su militancia; su fama como un hombre comprometido con la lucha armada se extendió por todas partes. Llegó incluso a los oídos de Álvarez Ruiz, por ese entonces candidato a un escaño en el Congreso, quien después, ilusamente, sería su jefe.
Periodista
Desde lo alto de un barco, un hombre con cara de malo y un tabaco sujetado a medias por un labio fino, lanzaba papeles al aire. Debajo, un centenar de hombres saltaban tratando de atraparlos. El que conseguía uno era perseguido por los demás, había que defenderlo a golpes si era preciso. En el afán por hacerse con una de esas tarjetitas, casi siempre había heridos. Los “papelitos” eran turnos que les permitían trabajar descargando un navío, durante siete horas seguidas. Cargaban cajas, bultos y costales, en una maratónica faena siempre supervisada por el tipo del cigarro y su pandilla. Si alguien se detenía perdía el empleo. Entre los peleadores por el turno estaba Elías, con los ojos puestos en el cielo y las manos alzadas. La tarea era tan extenuante que al día siguiente ni siquiera podía subir los brazos.
Después de empleos ingratos y una suerte poco amigable, Elías logró el trabajo deseado: periodista. Era bastante menos pesado que descargar barcos en Honduras, pero mucho más difícil por la intensa represión que vivía Guatemala. Poco a poco fue escalando desde los medios más pequeños hasta llegar a El Imparcial, el periódico más importante de la época. Y como la ideología nunca la dejaba olvidada, allí fundó el sindicato y consiguió el primer sueldo mínimo para reporteros.
“Todos mis trabajos eran una pantalla”, dice, “mi principal actividad siempre fue la guerrilla, pero necesitaba hacer otras cosas para sobrevivir, porque la revolución no paga”.
Un golpe de suerte le llevó a la pantalla más grande, al Ministerio de Gobernación. Donaldo Álvarez Ruiz llamó a su secretaria: “el presidente Kjell me manda al Ministerio del Interior, usted sabe que tengo aspiraciones presidenciales y no me puedo quemar…” la secretaria asintió con un movimiento leve de cabeza, “necesito que me consiga un jefe de prensa, alguien con prestigio y poder en el medio para que me cubra las espaldas”. Ella titubeó, “¿pero quién podría ser?”, el nuevo ministro no le dio ni pistas, “encuéntrelo”, enfatizó.
Cuando la secretaria le comentó que el ministro estaba buscando un periodista para que fuera su relacionista público –“vos siempre te has sacrificado, es tu oportunidad, dale, no seas bruto”–, Elías se sintió ofendido. Pensar que él, un guerrillero de carrera, se iba a meter a sobar la leva del que consideraba un monstruo, era además de inaudito, ilógico, insensato y… conveniente, útil, fantástico para la organización. Tener a un guerrillero cerca de la cabeza de la represión era una oportunidad insospechada, quizá nunca podrían estar tan bien informados. Así que Elías corrió al EGP y les mostró la puerta que se estaba abriendo, “creo que deberíamos enviar a alguien”, dijo. Todavía no había pensado que ese “alguien”, iba a ser él. Y quién mejor, si era un periodista con trayectoria y conocía muy bien el medio. Sólo había un problema, pequeño, banal: Elías era guerrillero. Hacía falta ser muy estúpido para contratarlo.
Lo primero fue crear una leyenda de traición que se regara de boca en boca, que fuera tan verosímil que los informantes infiltrados la creyeran y la llevaran como regalo a los altos mandos del Ejército. Elías Barahona es un traidor, un vendido que por un buen hueso en el Gobierno renunció al sindicato, a la lucha armada, a los ideales. Para sus amigos, se convirtió en un ser despreciable, para su familia en un cobarde y para el resto de los que conocía en un embustero. Sólo un compañero en el EGP sabía que no había traicionado. “Donaldo quería contratar un periodista con suficiente hegemonía en el gremio para que tuviera bajo control a todos los reporteros”, recuerda Elías y fue así como logró infiltrarse, nunca antes había trabajado en Inteligencia y cada paso que daba lo daba tambaleando, temiendo que le descubrieran, “siempre tuve miedo”, confiesa, “pero estaba seguro que eso era lo que tenía que hacer y por eso lo logré”.
Entrar no era lo más complicado. Una vez adentro, había que ganarse la confianza de un tipo hermético, ultraderechista, anticomunista rabioso y estratega como pocos. “El enemigo percibía que todos me trataban mal por desertor y eso le hizo bajar la guardia”, dice Elías y en muy poco tiempo bajó tanto la guardia que empezó a contarle demasiadas cosas al guerrillero. Se ganó además la confianza de las secretarias, los polícias y una docena de empleados. Engañó a todos.
A las secretarias les llevaba flores, les preguntaba por sus enamorados y les daba consejos. Además se ocupaba de que las fotos de los cumpleaños de sus hijos o las fiestas de sus padres, se publicaran en El imparcial. Las mujeres veían entusiasmadas los rostros de sus familiares en la página de sociales y comprendían que Elías era un tipo importante, un hombre con el que se podría hablar de todo. A los guardaespaldas les invitaba a tragos –“todos eran borrachos”– y al día siguiente cuando les veía con enormes ojeras y los cuerpos de trapo por la resaca, los convidaba a un buen caldo de mariscos o bien, a seguir bebiendo. En las borracheras surgía información desmesurada.
Así fue armando su red, que se completaba por los “elementos” que infiltró en Migración. Los volvió sus cómplices sin que ellos se percataran de nada.
“¿Te gustaría trabajar en Migración?” le ofrecía a algún colega que presentía útil. Después iba con Donaldo a sugerirle que trasladara a este o aquel a Migración, “sería conveniente tenerlo allí”, decía con la mirada seria y la seguridad del estratega. Álvarez Ruiz lo obedecía. Y así, Elías iba moviendo sus piezas en un ajedrez que jugaba solo.
El hombre que envió a Migración tuvo problemas económicos y él y su esposa se quedaron sin casa. Elías le ofreció alojarlo en su vivienda sin cobrarle nada. El resultado fue información caliente en la cena.
“Él trabajaba en la ventanilla”, recuerda Elías, el sitio a donde llegaban todas las solicitudes de pasaportes. “Por la mañana El Archivo, es decir la G2, se llevaba todos los documentos y por la tarde los regresaba marcados. Ahí se distinguía quién moriría al día siguiente”. Durante la cena, entre los frijoles y el café, Elías preguntaba a su nuevo inquilino cuáles habían sido marcados.
Lo preguntaba como de paso, como un morbo cualquiera, y podía rematar la frase con “esos comunistas” y un gesto de asco. Ya entrada la noche, mientras todos dormían, Elías salía en su bicicleta a dejarles mensajes bajo la puerta: “Mañana te van a matar”. Así salvó a muchos de sus compañeros.
El final
Esta vez no había escape. Nada lograría que su disfraz siguiera impecable, el tiempo y los 2 o 3 descuidos que cometió lo habían dañado. Al entrar a casa se percató de 2 hombres extraños en las esquinas. Le estaban siguiendo. Se reunió con sus dos hijas, de 10 y 12 años. Eran niñas, pero tendría que tratarlas como adultas y hablar a las claras. “La verdad es que yo no soy policía, sino guerrillero”, confesó. En ese instante las caras de las 2 se iluminaron y Cecilia volvió la vista a su hermana y le gritó “viste que te lo dije”. Después vino la pregunta difícil, ¿huyen conmigo o se quedan con su abuela? Las dos decidieron sin titubeos lanzarse a la aventura y acompañar al padre en una escapada que podría robarles hasta la infancia. Salieron por el tejado, cobijados por la noche, sin más que un maletín con lo indispensable. Saltaron a un Toyota, que les esperaba. Al alejarse, las niñas observaron a sus 2 perros saltar desesperados, como si supieran que esa sería la última vez que verían a sus dueñas.
Era necesario salir del país, los militares ya advertían que él no era tan derechista como se mostraba. “Creo que me están siguiendo”, le confesó a Donaldo, “debe ser la guerrilla, como sos tan cercano a mí”, le contestó, pero en su tono ya no había aquella fe ciega que antes reconocía. “Yo creo que es Inteligencia Militar”, soltó Elías y Donaldo tomó el teléfono, hizo una llamada, y luego le aconsejó que se fuera unos días de vacaciones. Acordaron que Elías saldría a la mañana siguiente rumbo a Zacapa. Pero no esperó, en la madrugada dejaron su casa y sus mascotas.
En 1980 Elías por fin se desenmascaró. En conferencia de prensa, desde Panamá, reconoció que había pasado los últimos cuatro años disfrazado y ahora salía con fuerza no sólo para revelar su identidad sino para dar cuenta al mundo de una serie de masacres, asesinatos clandestinos y desaparecidos que habían salido de la oficina de Donaldo Álvarez Ruiz. “Se trataba de eliminar lo mejor de la intelectualidad. Era un programa orientado por Estados Unidos, dentro del contexto de Seguridad Nacional, y en poco tiempo se asesinó al mejor capital humano que tenía el país”, dijo.El exilio fue largo, 16 años después, Elías y sus hijas lograron regresar a Guatemala. De vuelta en su país, aprovechó el tiempo: consiguió una docena de títulos universitarios y ahora está próximo a ser doctor, a sus 66 años.
En Guatemala hay quienes recuerdan las venas remarcadas en la frente de Donaldo, su cuello parecía lleno de raíces y sus ojos vibraban acuosos. Le habían engañado por cuatro años y el bochorno estaba saliendo en televisión. Esa noche el ministro lloró
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