La Jornada
Políticos al uso, empresarios, el crimen organizado, trasnacionales, oligopolios de la comunicación social y medios de persuasión y disuasión constituyen un conglomerado que desangra a México. Cada día el ciudadano se despierta con un sobresalto. Cuando no son los feminicidios en Ciudad Juárez, es la represión en Atenco, Oaxaca, Chiapas, Baja California o Guerrero. Los asesinatos de periodistas, el secuestro de líderes sindicales, campesinos zapatistas, intelectuales, jóvenes y niños ocupan los titulares de la prensa día tras día. Nada escapa a su punto de mira. Cualquier colectivo social, asociaciones de derechos humanos, patrullas comunitarias y autodefensas que denuncien o luchen para proteger a su comunidad o pueblo serán perseguidos, intimidados y, si es necesario, aplicarán una dosis elevada de violencia ejemplarizante.
No hay límites. Acoso a dirigentes, violaciones de mujeres, desaparición de personas, pederastia o tortura. Diariamente cientos de familiares recorren la morgue en busca del hijo, esposo, madre o hermano desaparecido, con la esperanza de recuperar los cuerpos y enterrarlos con dignidad. Pero nada de ello parece inquietar a los miembros de la dictadura perfecta. Prefieren recurrir a la cultura de la muerte. Así, la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa tendrá su explicación en el ADN de los mexicanos. El México bronco.
La elite política que gobierna en México emprendió hace décadas un camino peligroso cediendo el espacio público a los grupos delincuenciales que se han apropiado del quehacer político. El crimen organizado ha emponzoñado, corrompido a las autoridades federales, estatales y locales. Algunos representantes del soberano se han trasformado en sus testaferros y sicarios de las mafias. Hay senadores, diputados, gobernadores, alcaldes de PRI, PAN, PRD y el resto de partidos que forman parte de los cárteles del narco, reciben sus órdenes; a cambio, millones de dólares en pago por sus servicios. Así han amasado grandes fortunas, transformándose en nuevos ricos. Exhiben joyas, viajan en coches de lujo, edifican mansiones, despilfarran efectivo y se jactan de controlar la vida cotidiana en sus ciudades, pueblos o estados. Actúan a plena luz del día y no temen saltarse las leyes. De esta realidad no están exentos miembros de la policía y las fuerzas armadas. Generales, inspectores y comandantes han caído en sus redes. Se sienten inmunes, sabedores de su absoluta impunidad. Sólo actúan cuando la presión social y popular amenaza desborde y les pone contra la pared.
La huida del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, acusado de instigar la matanza de los estudiantes de Ayotzinapa, constituye un paso adelante en la impunidad de quienes desangran el país. Mientras tanto, el gobernador del PRD, Ángel Aguirre Rivero, tuvo que dimitir, y el capo del grupo narco Guerreros Unidos, Sidronio Casarrubias, declara al ser detenido que no ordenó la desaparición, pero que tampoco se opuso. Constatación de la complicidad entre el crimen organizado, las fuerzas policiales, militares y los poderes públicos que planificaron la matanza de los 43 estudiantes en Iguala.
Al tráfico de estupefacientes, la esclavitud sexual y el comercio de inmigrantes debemos sumar los intereses de las trasnacionales y sus megaproyectos. Transgénicos, aguas contaminadas, vertidos tóxicos, desertización, maquila, expropiación y acoso a territorios propiedad de los pueblos originarios. Oponerse a su voluntad se paga con la vida o, en el mejor de los casos, con la cárcel. Hay jueces, fiscales y abogados coadyuvan con acusaciones y pruebas falsas ad-hoc emanadas de los centros de poder para llevar a cabo sus planes.
La aparición de fosas comunes con decenas de cadáveres, algunos mutilados, habla de las múltiples matanzas que asuelan México y dibujan un panorama desolador para quienes luchan por la dignidad, la paz y los derechos civiles y políticos. Los muertos se cuentas por miles. No hablamos del México bronco, más quisieran, sino de una acción planificada, una violencia perfectamente dibujada y cuyas consecuencias inmediatas es la rabia, la indignación y el creciente malestar de un pueblo digno, que clama justicia mientras su elite política mira hacia otro lado. ¿Cuánto más podrá soportar la ciudadanía?
Se quiera o no reconocer, la formación de policías comunitarias y autodefensas en más de un tercio del país, según señala Luis Hernández Navarro en su libro: Hermanos de armas. Policías comunitarias y autodefensas, nos permite dudar de la afirmación weberiana que atribuye al Estado ejercer el monopolio legítimo de la violencia. En México es una quimera.
El régimen imperante es el resultado de un orden político neoliberal que ha preferido hacer oídos sordos a las demandas de democracia, justicia social, decantándose por una forma de gobierno corrupta, amparada en el secreto, oscurantismo y el desprecio a la vida. El pueblo mexicano ha perdido la confianza, la credibilidad en el Estado, sus autoridades e instituciones. Hoy clama justicia, llora las víctimas y levanta una consigna: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
La Jornada
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