Cuarenta más cuarenta
Por Edelberto Torres-Rivas
Publicado el 9 de Septiembre de 2013
Cuarenta años encierra la vida de una generación. Por su brutalidad y por su significado, el golpe militar de 1973, hace cuatro décadas, confundió destinos y dividió esperanzas de dos generaciones. La anterior al golpe, generación a la que pertenezco, creyó en que existía una sociedad mejor, por eso se luchaba por ella. Ese era el camino de la revolución, que con diversos significados nos permitía negar la sociedad existente, que no nos gustaba nada. En la búsqueda de salidas hacia el socialismo, dedicamos lo mejor de nuestras fuerzas en un camino violento donde enmudecieron muchos.
Edelberto Torres-Rivas es sociólogo guatemalteco. Fue director de FLACSO y autor de varias obras sobre sociedad y poder en América Central. En 2010 recibió el Kalman Silvert Award de la Latin American Studies Association por toda una vida de contribuciones académicas. Torres Rivas ha trabajado también en documentar el genocidio de las etnias mayas a manos de los gobiernos militares guatemaltecos.
Sin embargo, llegó Fidel y con Cuba tuvimos la primera ilusión de la sociedad nueva, de la victoria que sobre la oligarquía y el imperialismo podía obtenerse por un ejército de estudiantes; y con el ascenso de Allende en Chile la emoción cobró fuerza porque el inicio del cambio podía lograrse pacíficamente a través de elecciones. Hablo en primera persona, abusando tal vez de la oportunidad, porque hace cuarenta años, cuando tenía cuarenta años, se frustraron futuros y sueños con la asonada militar. Los que ahora son menores de cuarenta años solo saben lo que la síntesis de historia oficial recuerda, y que no se volverá a repetir.
Viví en Chile siete años. Llegué a Santiago en marzo de 1964, cuando gobernaba Alessandri; me tocó experimentar todo el régimen demócrata cristiano de Frei y, por un imperativo casual, salí del país algunos días después del triunfo de Allende en las elecciones del 71; en ese septiembre inolvidable, en el avión de LAN que me llevó al exterior, todos eran momios.
En la Flacso chilena del 64 se convirtieron en entrañables amigos un grupo de estudiantes entre los que destacaba Enzo Faletto, militante socialista durante el día, que en las noches se dedicaba a algo que no puedo calificar: largas conversaciones cruzadas, en un grupo alborozado en torno al vino tinto y al destino incierto de la revolución. Yo había llegado a Chile exilado cuando en Guatemala empezaba la represión estatal y el primer foco guerrillero en estado puro fue aniquilado velozmente al solo pisar la selva. Resultaba arduo, casi ininteligible, explicarle a Enzo y al grupo de amigos chilenos cómo Guatemala era una sociedad donde los golpes de Estado se convertían en la única manera de acceder al poder; y por qué la violencia interpersonal era el inevitable método que animaba las relaciones entre rivales y amigos.
La excepcionalidad chilena lucía con todos los brillos de la evidencia democrática; un movimiento obrero vigoroso con el proletariado minero como núcleo de clase, un Partido Comunista parlamentario disfrutando las ofertas del liberalismo político, la presencia activa de intelectuales, artistas, profesores de izquierda, viviendo la cotidianidad de una vida respetada, prensa libre encabezada por El Mercurio, de la derecha inteligente, militares silenciosos y Carabineros que aparecían como amigos de la gente.
Pero más sobresaliente por contradictorio con mi sentido común, me pareció el elan antioligárquico de la política agraria democristiana, que modernizó en breve tiempo la propiedad rural y creó nuevas formas de un campesinado, pequeño y mediano, libres de ataduras serviles, todo lo cual fue antecedente directo de la reforma agraria de la Unidad Popular.
Hace cuarenta años, en el siglo pasado, un alzamiento militar derrocó a las fuerzas revolucionarias en Chile; la expresión mas que simbólica de ese suceso fue el bombardeo de la Casa Presidencial y el suicidio del presidente Allende.
No alcancé a comprender porque se discutió si aquello había sido un golpe de Estado o un pronunciamiento militar. Fue un movimiento contrarrevolucionario, de militares y civiles reaccionarios, porque su brutal ánimo ofensivo no sólo fue el fuego mortal –de aviones y tanques - contra El Palacio de La Moneda, hecho inaudito como golpe militar, sino por la inmediata represión letal contra militantes y líderes de izquierda y la destrucción de todos los proyectos de la nueva sociedad. La defensa de La Moneda por un grupo de hombres y mujeres, fusiles en mano, tiene el mismo valor heroico de la conducta del Presidente Salvador Allende, conminado a rendirse esa mañana del 11 de septiembre. Optó por el suicidio, con mano segura, sabiendo que a la historia no se entra vacilando.
Volví a al Chile de Pinochet varias veces y hablé de nuevo largamente con Faletto; algunos de los amigos estaban en el exilio, otros en la clandestinidad, varios muertos. Enfatizaba que en el golpe militar hubo diseño, dirección y recursos norteamericanos; señalaba la importancia política de las clases medias que se pasaron a la contrarrevolución cuando el desabastecimiento profundo expropió la normalidad de su consumo. Y recordaba una frase siniestra de Kissinger conversando con el presidente Nixon: “…. A Chile no podemos dejarlo que se vaya por el albañal”.
La traición de los militares fue total: a ellos les tocó torturar y fusilar, destruir instituciones y derechos. Ahora que se recuerdan cuarenta años del ‘golpe’ quiero honrar la memoria de los que defendieron el camino chileno al socialismo y a toda la amplia solidaridad internacional que movilizó. A mis ochenta años, evoco las circunstancias de aquella fecha porque en Centroamérica, en los setentas, empezábamos una lucha similar que también se frustró. Del socialismo científico pasamos al socialismo realmente existente y ahora, ya viejos, al socialismo utópico.
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