Daniel Bensaid, El extranjero, tan lejano, tan próximo

Viento Sur,  26 de febrero de 2014
  

El presidente del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, declaraba recientemente, en una entrevista, que estamos “todos mutilados de lo universal”. La situación debe ser grave, porque el apoderado del capital internacional no es muy pródigo en estas profundidades filosóficas. La mundialización tan alabada como sinónimo de apertura “sin fronteras” es, en realidad, una mundialización mercantil, abstracta y desigual, que alimenta a cambio los pánicos identitarios, la neurosis de las diferencias, el enganche con lo local, la retórica de la proximidad, la angustia del enraizamiento.

Todos mutilados. El diagnóstico no es falso: mutilados de cuerpo, mutilados de corazón, mutilados de espíritu y de lengua. Pero también entre los mutilados algunos lo son más que otros, y más vale estar en el lado de los mutilados dominantes que en el de los mutilados dominados, doblemente mutilados, mutilados al cuadrado. Entre ellos, los y las sin-papeles, nuevos parias de la mundialización, se han convertidos en su emblema. Antes de entrar en el meollo del asunto, me gustaría señalar en pocas palabras lo que, en mi opinión, está detrás de esta mutilación generalizada. Lo llamaría un desarreglo de la medida del mundo. Si consideramos dos grandes manifestaciones de la actual crisis de civilización, la llamada crisis del trabajo (la fórmula me parece inexacta) y la crisis ecológica, ambas apuntan a una misma contradicción: la crisis de la medida mercantil. Conforme el trabajo se vuelve más social, colectivo, abstracto e incorpora más saberes acumulados, se hace más difícil, e incluso irracional, medir este trabajo por el tiempo abstracto de producción determinado por el intercambio mercantil. El desempleo y la exclusión masivos y duraderos son la sanción de esta irracionalidad ligada a una crisis que no es del trabajo en general, sino de una relación social específica entre el trabajo asalariado y el capital. De igual manera, la relación de las sociedades humanas con su entorno pone en juego equilibrios de larga o muy larga duración. Ya se trate de la deforestación, del efecto invernadero, del almacenamiento de los residuos, nuestras decisiones afectan a nuestra casa común para decenas de años, siglos o incluso milenios. La evaluación de estos desgastes no puede ser realizada por el arbitraje inmediato y a corto plazo de los mercados. Pero esto es sin embargo lo que ocurre. Incluso cuando hay una toma de conciencia planetaria, como es el caso de las recientes conferencias de Kyoto y de Buenos Aires sobre los peligros del recalentamiento, la respuesta de los dominantes, en este caso los Estados Unidos, consiste en reclamar la institución de un mercado de derechos de contaminación.

¿Después de los mercados, el diluvio?

¿Crisis de la medida? Se traduce en lo cotidiano en un trajín de los lugares y de los ritmos de la política. Ya Aristóteles sabía que la política se inscribe en condiciones muy precisas de espacio y de tiempo, de distancia y de ritmo. En su tiempo, eran los de la ciudad. Después, fueron los imperios, las ciudades del Renacimiento, las naciones. Hoy día, ni los espacios nacionales, desbordados por la mundialización de la economía, del derecho, de la información, ni los ritmos de los mandatos electorales, desbordados por la velocidad de los mensajes, de las decisiones, de la circulación, y por las consecuencias a muy largo plazo de algunas decisiones, resultan adecuados para el ejercicio de una soberanía política. El ascenso exponencial de la noción de gobernanza traiciona una forma de resignación a este abandono, que reduce la política a una gestión administrativa despolitizada. Es una confirmación del riesgo ya aunque de una manera que no había previsto.

¿Y el extranjero, en esta conmoción?

No lo hemos perdido de vista. El desajuste del mundo se traduce en un gigantesco proceso de desterritorialización/reterritorialización, en una reordenación de los espacios y de las escalas, en una redefinición del dentro y del fuera, en una superposición de los conjuntos, en una nueva disposición de las vecindades y de las intimidades. Puede conducir también a una nueva representación, e incluso a una guerra de pertenencias. El decaimiento de las pertenencias nacionales tiene su contrapartida en la reivindicación de pertenencias étnicas, comunitarias o religiosas (que tienen la ventaja, en el proceso de mundialización, de ser inmediatamente nómadas).

Historicizar la nación

Resulta que acaba de celebrarse el trescientos cincuenta aniversario del Tratado de Westfalia, considerado como el acta de nacimiento de la Europa de los Estados-naciones. Hasta qué punto es reciente y precario nuestro universo geopolítico familiar (el de los mapas escolares coloreados, metamorfosis de la Europa política). Además, estos mismos mapas suelen estar sobrecargados de punteados o de rasgos gruesos que indican el desplazamiento de las fronteras, del Tratado de Viena al de Yalta, pasando por la unidad alemana (la primera), la unidad italiana o el Tratado de Versalles.

Una comprobación llama a otra. Lejos de formar una pareja natural, la asociación entre la República y la Nación, entre la nacionalidad y la ciudadanía, tan presente en el debate francés, es muy problemática. En el vocabulario de Rousseau, la “patria” designa todavía una pertenencia política electiva, basada en la adhesión voluntaria a principios, y no un lugar de nacimiento. La primera Declaración de los Derechos del Hombre pretendió ser universal y la Constitución no fue más que el primer elemento de un congreso del universo, según la visión cosmopolita de la Ilustración. Por eso la fórmula del “extranjero patriota”, aplicada a Anacharsis Cloots o a Thomas Paine, no resultaba entonces paradójica.

La identificación de la república con la nación es por tanto el resultado de un proceso histórico que se extiende durante más de un siglo, pasando por las guerras nacionales, las guerras napoleónicas, las revoluciones de 1848, las conquistas coloniales, y no se consuma definitivamente hasta la derrota de la Comuna, bajo la III República. Sólo entonces la República toma la forma canónica en sus tres dimensiones: la nación (y la institución del código de nacionalidad), el ejército nacional y la escuela de la República. Pero incluso entonces, la República, en la medida en que conserva algo de su impulso inicial de universalidad, continúa excediendo a la nación, atrincherada en sus líneas y sus fronteras.

Aunque el Estado-nación, al realizar la correspondencia más o menos armoniosa entre un territorio, un mercado, un Estado, se ha convertido en el modelo de organización geopolítica, no ha tomado en todas partes, ni mucho menos, la forma relativamente homogénea que caracteriza al caso francés. La vieja Austria-Hungría, Yugoslavia, la Unión Soviética, o más cerca, España, la propia Gran Bretaña, han sido siempre Estados plurinacionales. ¿Y qué decir de Bélgica? ¿O del resultado de la tardía unificación italiana?

La mundialización vuelve a poner en movimiento el caleidoscopio.

Hace circular no sólo a las mercancías y los capitales, sino también a las poblaciones. Deshilacha las fronteras, establece nuevos espacios regionales, enclava zonas francas, superpone los trazados diplomáticos, jurídicos, económicos, ecológicos. En inglés hay dos términos (borders y frontiers) para marcar la diferencia entre la frontera moderna, con sus aduanas y sus oficinas de cambio, de lo que antiguamente se denominaba las “marcas”, aquellos lugares lejanos donde se difuminan los límites y se pierden. La mundialización, tal como lo indican los desarrollos del derecho internacional, hace restablecer las nociones cosmopolitas de la visión kantiana del mundo, conjugando pertenencias múltiples y cruzadas, aunque con la contrapartida de repliegues y cerramientos comunitarios.

Esta situación de transición, de “ya no” y de “todavía no”, está cargada por igual de promesas y de peligros.

El extranjero íntimo

Nuestro vocabulario sigue estando impregnado en gran medida de una semántica de los tiempos y de los espacios heredada de la Revolución francesa. Para no alargarme demasiado, me contentaré con remitir para este tema a los estudios de Reinhart Koselleck (El Futuro pasado) o de Jean-Marie Goulemot (El Reino de la historia). En este horizonte espacio-temporal se inscribe y se esboza poco a poco la silueta contemporánea del extranjero. Debo lo esencial de este punto al hermoso libro de Sophie Wahnich: El Imposible Ciudadano.

A lo largo del proceso revolucionario, el antónimo nación/extranjero se impone en detrimento del antónimo humanidad/salvajismo, característico de la cosmopolítica del siglo XVIII. El destino del “barón prusiano” diputado en la Convención, Anacharsis Cloots, es la ilustración trágica de esta evolución. Para Cloots, hombre de la Ilustración, la misma noción de extranjero seguía siendo “una expresión bárbara”. Al principio acogido y festejado en la fraternización revolucionaria como una especie de delegado de la humanidad, a medida que la guerra endureció el sentimiento nacional fue víctima de la sospecha, antes de ser acusado de “haber vivido en Francia como un nómada” y ejecutado en el cadalso en la primavera de 1794.

De hecho, las condiciones de acceso a la ciudadanía (que no se distinguía entonces de la nacionalidad) fluctúan con la ola revolucionaria. En la Constitución de 1791, se requieren cinco años de “domicilio continuo” en suelo francés. Partidario convencido de una ciudadanía nómada derivada de un derecho natural y claramente diferenciada de la nacionalidad, el ciudadano americano Joel Barlow critica estas condiciones. En su opinión, la comunidad soberana se define como una comunidad política abierta tanto a los extranjeros como a los nacionales. La Constitución del Año I, del 24 de junio de 1793, da la definición más abierta de la ciudadanía, marcando el apogeo del proceso revolucionario. Es entonces “admitido al ejercicio de los derechos de ciudadano francés” cualquier extranjero que resida en Francia desde hace un año, viva de su trabajo o adquiera una propiedad, se case con una francesa, o adopte a un niño, o alimente a un anciano. La ciudadanía es así función de una actividad social y la alteridad es esencialmente política (los enemigos de la revolución).

Menos de dos meses más tarde, el 1 de agosto de 1793, Garnier de Saintes presenta ante la Convención su proyecto de ley sobre los extranjeros. Ha comenzado la involución. Preconiza el establecimiento de certificados de hospitalidad, que ya no es un acto amistoso desinteresado, sino que debe ser solicitada y merecida. Se invita a la población a colaborar en la vigilancia sistemática del espacio público. El extranjero se vuelve doblemente sospechoso, subraya Sophie Wahnich: desde el punto de vista del tiempo y del espacio donde se juega el destino de la humanidad, porque representa un antes y un otro lugar. En la tribuna se empieza a protestar contra el “cosmopolitismo del momento, esta filosofía pueril”. El congreso frances no se sinscribe ya en la perspectiva de un congreso del universo. El “partido del extranjero” se convierte en la figura de todos los miedos.

De esta forma se desanuda, con el triunfo del paradigma nacional, la “paradoja del extranjero” o la “paradoja de la universalidad anunciada”: la territorialización de las identidades confirma la “clausura del proyecto revolucionario”. No obstante, hasta la cristalización definitiva del hecho nacional, este cierre se mantendrá en precario. La República de los Jules [Jules Grévy presidió la III República entre 1879 y 1887; bajo esa presidencia, Jules Ferry presidió el Consejo de Ministros entre 1880 y 1885] remata la absorción de la revolución por la república y de la república por la nación, instituyendo una gestión nacional de la fuerza de trabajo a la que está directamente ligada (como lo demuestra Gérard Noiriel) la codificación de la nacionalidad. Pero este endurecimiento nacional corresponde también a una transformación de su función política en el plano internacional. Detrás de la aspiración nacional, de carga democrática en los inicios, surge lo que Hannah Arendt denomina “el nacionalismo tribal de la época imperialista”. El extranjero va a adoptar de forma duradera el aspecto, unas veces bonachona y otras amenazante, de las máscaras exóticas de la exposición colonial.

Este juego de aperturas y de cierres sucesivos del espacio pone a prueba la noción de hospitalidad, que Kant convertía, en su paz perpetua, en el único principio de derecho cosmopolita. Puesto que la tierra es redonda, los hombres que se desplazan por ella están llamados a encontrarse y dirigirse los unos a los otros. Deben ser acogidos como amigos, quedando entendido que el derecho de visita no se confunde con el derecho de instalación. Inspirada en el derecho natural, la hospitalidad sigue siendo un recurso privado frente a los defectos de la institución política. Se entiende que, al atacar a este derecho, las leyes Debré de 1997 hayan suscitado un movimiento de protesta cívica. Abolían la tensión fértil y necesaria entre lo que Derrida llama la incondicionalidad de la Ley (no escrita) y la condicionalidad de las leyes (escritas o positivas). Lejos de tratarse de una compasión moralizante, el conflicto era crucialmente político.

Más allá, confirmaba con absoluta evidencia las cuestiones planteadas algunos meses antes por la lucha de los sin-papeles y la evacuación simbólica de Saint-Bernard. También ahí, tras el llamamiento a la generosidad humana, para la regulación de los sin-papeles, se planteada la cuestión decisiva de la sociedad que queremos ser y de su relación con una nueva imagen del extranjero. Un extranjero que no esté asignado a otro sitio lejano, oscuro y amenazante, sino un extranjero interior, íntimo y familiar, un vecino. Esta metamorfosis del extranjero, ligada al flujo de la mundialización, a la relativización de las fronteras, a una nueva topología del dentro y del fuera, es la apuesta por una redistribución de las pertenencias y de las relaciones.

En los años sesenta y setenta, el extranjero interior tenía la figura social del “trabajador inmigrante”. El discurso de un Primer Ministro socialista, calificando en 1983 las huelgas de los obreros de Citroën como huelgas islamistas, fue desastroso, en el sentido más fuerte del término. En las palabras y en el imaginario, el extranjero ya no era señalado por su rol (y su pertenencia social), sino por una referencia religiosa comunitaria. Este desplazamiento semántico baliza el terreno de la ofensiva para suplantar la división de clases por la división nacional/extranjero. Esta distribución de las pertenencias, de las líneas de fractura, del frente conflictual, no viene dado por una esencia o una sustancia natural del ser social. Se juega de forma permanente en las luchas, en las palabras, en las representaciones.

Saliendo de la sombra, reivindicando a plena luz su derecho a tener derechos, exigiendo su lugar en la comunidad de ciudadanos, los sin-papeles han cometido un acto decisivo. Han rechazado la imagen del clandestino, en la que se concentran los nuevos miedos y los nuevos fantasmas del extranjero. Han dejado entrever una nueva relación con la extranjería. En este sentido, no sólo han planteado reivindicaciones elementales. Han producido política, en el sentido fuerte del término, aportando su contribución a una idea de la ciudadanía en necesaria renovación.

Considero por mi parte, aunque la idea todavía choque, que el futuro está en el desacoplamiento entre nacionalidad y ciudadanía. Se ha conseguido en nuestro país (aunque nada está irreversiblemente adquirido) privatizar las pertenencias religiosas y laicizar el espacio público. Fue un duro combate. La tendencia a la circulación, al cruce de poblaciones, es irreversible. El Tratado de Maastricht (se apruebe o no) instituye una ciudadanía europea para las personas de origen comunitario, mientras los trabajadores turcos que viven y trabajan en Alemania desde hace muchos años, o los malienses en Francia, quedan privados de derechos cívicos (entre ellos, el derecho de voto). Todo esto está lleno de contradicciones y de conflictos. Por otra parte, la crisis argelina provoca una nueva emigración hacia Francia. Hace unos días me encontré en una reunión a una joven mujer cabila que está en Francia desde 1983, que tiene tres hijos franceses nacidos en Francia, pero que no puede pedir la nacionalidad francesa: durante la guerra de independencia, su abuelo y su tío cayeron en una redada en un pueblo cercano a la línea Maurice y fueron quemados vivos por el ejército francés.

Lo más sencillo sería dar una definición estrictamente cívica y social de la ciudadanía: derechos y deberes allá donde se vive y se trabaja, confirmando la vieja máxima de “los que están aquí, son de aquí”. Lo que significaría también privatizar la nacionalidad, como se ha privatizado la religión, es decir, reconocer un derecho de pertenencia y derechos colectivos, culturales, lingüísticos, eventualmente escolares, como en los estados plurinacionales, sin que el acceso a la ciudadanía esté sometido a una condición de nacionalidad. Ya conozco la objeción y el peligro: sustituir la homogeneidad del espacio republicano por un mosaico comunitario a la americana. Es un desafío. Cuya salida no es fatal. La fuerza centrípeta de la integración depende sobre todo del trabajo en común, del éxito de la escolarización, de la política de vivienda, y sobre todo de pruebas históricas o de acontecimientos fundadores vividos en común. Si la referencia comunitaria toma la delantera a la referencia de clase se debe sobre todo al paro y al apartheid escolar, que empujan a cada uno y a cada una a su comunidad como principal espacio de socialización.

Precisemos sin embargo que dicha perspectiva no abole la diferencia entre el derecho de visita y el derecho de instalación. La universalidad humana no es un decreto ni un origen otorgado, sino un devenir y una construcción, cuya dificultad se aprecia en el caso del derecho internacional. En tanto la comunidad internacional esté mediatizada por Estados (nacionales o no), la ciudadanía supone un sistema de derechos y de deberes. El derecho de instalación no escapa a esta regla: también tiene sus deberes. Pero una clarificación de la idea de ciudadanía permite plantear el debate en otros términos.

La ecuación europea

Y también está el otro extranjero, el pequeño extranjero que cada uno de nosotros lleva en el fondo de sí, el extranjero que fue y que volverá a serlo, porque “no olvides jamás que tú también fuiste extranjero en Egipto”. Nuestra extranjería se inscribe hoy en la incertidumbre de la humanidad europea y de su futuro.

El discurso público se obstina tanto más en difundir una mitología europea, en presentarnos a Europa como un destino geopolítico natural, cuanto que esta Europa truncada que se denomina Unión Europea no proviene de ninguna evidencia histórica, cultural, social. Personalmente me siento al menos tan mediterráneo como escandinavo, y más andaluz que renano. Dicho de otra manera, la Europa realmente existente, la de Maastricht y Amsterdam, la del gran mercado y el euro, es un dato funcional de la razón, no el objeto de una dedicación afectiva elegida.

Esta Europa es una buena escala funcional para resolver algunos problemas de intendencia, una buena dimensión para inversiones, para una política de energía, de transportes, de gestión del territorio. Esto no hace todavía un espacio político. Aún menos un espacio social. La apuesta de los padres fundadores, de Monnet a Delors, fue que la economía arrastrara al resto. Desde ese punto de vista eran más deterministas y economicistas que los marxistas mecánicos de los buenos tiempos estalinistas. ¿Pero quién sabe? Ha habido unificaciones políticas –nacionales– por arriba, con débil fervor popular, como la alemana y la italiana, llenas de patologías. Esperemos que esta Europa balbuceante que se pretende ya “Europa potencia”, o dicho de otra forma “Europa imperial”, no sufra iguales traumatismos infantiles.

Porque la herencia está cargada. Al salir de una terrible guerra y de una masacre sin precedentes, donde se había hecho pedazos una primera vez la ilusión progresista de una humanidad europea, Valéry emitía un juicio desencantado sobre el espíritu europeo: “Allí donde domina el espíritu europeo, aparece el máximo de necesidades, el máximo de trabajo, el máximo de capital, el máximo de rendimientos, el máximo de ambición, el máximo de potencia, el máximo de modificación de la naturaleza exterior, el máximo de relaciones y de intercambios. Este conjunto de máximos es Europa, o la imagen de Europa”. Después, la vieja Europa fue superada en este terreno por América, pero no renunció a tomarse la revancha. La gran rueda del capital también gira.

Valéry ponía el mundo al revés. No era el espíritu europeo el que se desencadenaba en esta búsqueda mortífera del siempre más, sino el espíritu de un mundo sin espíritu, el espíritu del capital que asedia a la modernidad.

La Europa que se hace es un buen escalón, un eslabón útil en la nueva escala de los espacios. Sería ilusorio imaginar su futuro como el engrandecimiento fotográfico de unas naciones ya demasiado estrechas. Sería ilusorio y peligroso imaginar una Europa-nación que simplemente toma el relevo de los viejos Estados-nación que se han vuelto obsoletos. Existe un espacio económico europeo, aunque superpuesto a los espacios de la mundialización. Existe un espacio judicial que no coincide con el espacio jurídico. Existen además varios espacios jurídicos europeos, el de Bruselas y el de Estrasburgo, empotrados en el espacio de los tribunales penales internacionales. Existe un boceto de espacio militar europeo aunque enclavado en un espacio atlántico que sigue siendo dominante. Todo esto apenas anuncia la reconstitución de una correspondencia unívoca y armoniosa entre un territorio, un mercado y un Estado europeos, sino más bien encajes y superposiciones, con una distribución nueva de las competencias y de los atributos de la soberanía.

Y con una nueva estructuración interna de los espacios. La prensa ha saludado recientemente la tregua definitiva anunciada por ETA en Euskadi y los acuerdos de Lizarra entre todas las componentes del nacionalismo vasco. Por lo menos, ha quedado claro el sentido. Hoy día, la burguesía vasca, simbolizada por la potente banca de Bilbao, realiza el 40% de sus intercambios directamente con la comunidad europea sin pasar por el Estado español, y el 20% directamente con América Latina. Quiere renegociar el pacto de la transición post-franquista para tentar directamente su suerte en la nueva situación europea e internacional. La burguesía catalana está en esa misma longitud de onda. ¿Mañana Escocia? Pero estas tentativas plantean con fuerza la cuestión de la ciudadanía.

Por el momento, inspirándose en los textos fundacionales de ETA, los nacionalistas vascos definen la ciudadanía vasca reivindicada no desde un punto de vista étnico sino en un sentido político y cívico que radicaliza el derecho del suelo: vivir y trabajar en Euskadi. Evitan también plantear la cuestión en términos de fronteras (con el litigio territorial sobre la cuestión de Navarra), sino de proceso constituyente voluntario. La nueva tragedia balcánica ha mostrado los peligros de un nacionalismo tardío en busca de una legitimidad original.

Todas estas metamorfosis obligan por tanto a pensar de otra manera en el extranjero. Queda por saber en qué horizonte y en qué perspectiva. Por mi parte, me sumaré a la Europa que cita Derrida, no una Europa-cierre, sino una Europa-rumbo, hendida y abierta a intercambios, a mestizajes, a combinaciones de pertenencias. Esta no es, como fácilmente podría creerse, una elección del corazón, sino también una elección de la razón política.

Abril 1999

Publicado en Revue semestrielle Villa Gillet, cahier n° 8, avril 1999

Traducción: VIENTO SUR

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