La geopolítica de la reforma agraria

Sam Moyo (1954-2015) 

Paris Yeros 


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Sam Moyo, uno de los grandes intelectuales marxistas del sur de África, acaba de fallecer el 22 de noviembre en un accidente de coche durante una visita a la India. Profesor de estudios agrarios, era una autoridad internacional en procesos de cambio en el mundo rural, reforma agraria y movimientos campesinos, temas a los que dedicó una vida de estudio y militancia que nos ha dejado numerosos artículos y libros. Actualmente era director del Consejo para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias Sociales en África (Codesria) y del Instituto Regional del Sur de África de Estudios de Políticas Publicas (Sarips) en Harare, Zimbabwe, su país natal. Junto con Paris Yeros en Brasil y Praveen Jha en la India, fue co-director de la revista Agrarian Southen cuya lectura se han formado las nuevas generaciones de especialistas en la cuestión agraria en los países de Sur.
Como homenaje a su memoria, publicamos un extracto de un capítulo del libro que escribió con Paris Yeros, Recuperando la tierra. El resurgimiento de movimientos rurales en África, Asia y América Latina, que es una muestra de su conocimiento enciclopédico sobre la cuestión agraria. Recomendamos fervientemente su lectura, pudiendo descargarse el libro gratuitamente de la biblioteca digital de Clacso. En pocos casos será tan verdad el viejo dicho de que “los socialistas no mueren, se siembran”. SP

Los teóricos de la cuestión agraria de fines del siglo XIX, Kautsky y Lenin, observaron un fenómeno particular en Europa, que no se ajustó a las formulaciones deterministas de Marx acerca de la transición hacia el capitalismo en agricultura. Así, la acumulación primitiva no produjo una insignificante producción obsoleta de bienes, sino que esas pequeñas parcelas campesinas continuaron coexistiendo junto con la gran agricultura capitalista. Esto, de hecho, sirvió a los intereses del capital al subsidiar la preproducción social del trabajo y hacer bajar, como consecuencia, los salarios. De esta manera, Kautsky llamó a las parcelas campesinas “sitios de producción para la nueva fuerza de trabajo”. La condición de semiproletarización no fue vista, sin embargo, como permanente; estaba en realidad destinada a desaparecer con el desarrollo ulterior del mercado doméstico.
Un siglo más tarde, esta condición persiste como dominante en las zonas rurales de la periferia. En el período de posguerra, las fuentes de esta situación fueron comprendidas por la escuela del subdesarrollo, en particular por Samir Amin (1976) y Alain de Janvry (1981), quienes vieron la semiproletarización como inherente al patrón desarticulado de acumulación, dos aspectos que inhibieron el desarrollo del mercado doméstico y continuaron subsidiando al capital en su capacidad de exportación. Este problema fundamental sigue vigente en nuestros días. Mientras el capital no necesite hacer uso de sus ganancias a nivel nacional, la “semiproletarización” y la pobreza son “funcionales” a su reproducción. Es notable que este “dualismo funcional” entre los sectores capitalistas y los (aparentemente) no capitalistas no es necesariamente un asunto rural; también funciona en las áreas urbanas –bien por autoempleo en actividades de baja capitalización y/o por el alojamiento voluntario en barrios marginales.
Es en este contexto que la reforma agraria, con su componente de reforma de la tierra, ha ganado históricamente su significación política y económica. Haya sido propuesta por los nacionalistas o por socialistas radicalizados, ha constituido un desafío directo al patrón prevaleciente de acumulación periférica y al imperialismo mismo. En el período de posguerra, por consiguiente, su destino iba a ser determinado en gran medida por la geopolítica de la Guerra Fría. En tanto las demandas para la reforma agraria se mantuvieron en un nivel local, nacidas de tensiones y conflictos clasistas, y un modelo “redistributivo” de reforma guió el pensamiento hasta la década del setenta, la reforma no se redujo a ninguno de estos factores y, en cambio, fue típicamente suprimida y reducida por el capital nacional volcado hacia el exterior y a los aliados imperiales. Contrariamente a las interpretaciones recientes (Kay, 1998; Bernstein, 2002), la reforma agraria, en el curso de la construcción nacional, no derivó en primera instancia de un modelo redistributivo, sino del balance de las fuerzas de clase en la Guerra Fría. De ello se sigue que no alcanzó su “histórico final” con el comienzo del nuevo modelo de reforma “basado en el mercado”, sino que permanece sujeta a las luchas clasistas en un contexto caracterizado por el comienzo de la reorganización en curso de las fuerzas progresistas luego de la Guerra Fría.
Se puede decir que dos eventos en particular han influido el curso de la reforma agraria a nivel mundial: las revoluciones china y cubana (ambas instancias en las que el control imperial perdió ante las fuerzas radicalizadas). El primer conjunto de transformaciones luego de la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar bajo los auspicios de los Estados Unidos en Asia oriental. De hecho, eran radicales desde cualquier perspectiva y sirvieron como laboratorio para una subsiguiente política estadounidense sobre reforma agraria (Olson, 1974). Bajo la amenaza de la proliferación de las revoluciones en la región, lideradas por los comunistas chinos, los funcionarios estadounidenses llegaron rápidamente a la conclusión de que a menos que las relaciones feudales fueran abolidas, la influencia en la región sería cedida a la Unión Soviética. De este modo, en los cinco años posteriores a la guerra, Japón, Corea del Sur y Taiwán llevaron a cabo un proceso de redistribución de tierras a gran escala, combinado con la represión armada de fuerzas radicalizadas, hasta que las reformas (algunas de las cuales ya estaban teniendo lugar en las zonas liberadas) estuvieran bajo control. En todos los casos, se instituyó la reforma sin marginar políticamente a las oligarquías terratenientes; éstas fueron compensadas e inducidas al desarrollo industrial, y se las transformó en una clase política aliada con los Estados Unidos.
El mismo tipo de activismo no fue necesario en la cercana Filipinas o, poco después, en Guatemala, donde las fuerzas radicalizadas fueron derrotadas en cada caso por medios militares, y donde se dio marcha atrás en las reformas agrarias en progreso (Olson, 1974). El caso de Bolivia en el mismo período es por demás interesante, en la medida en que una revuelta popular llevó al poder a un gobierno nacionalista radicalizado, que puso en acción una extensa agenda redistributiva. Pero, en este caso, la oligarquía política no se desplazó efectivamente y la dirección del cambio interno, en el mediano plazo, fue exitosamente dividida no por medios militares, sino a través de instrumentos provistos por la ayuda externa. En Egipto, las reformas también fueron conducidas por un gobierno nacionalista, en última instancia, por efectos neocoloniales. En Irán se produjeron bajo el Sha, para contrarrestar el malestar social. En esferas de influencia fuera del alcance de los Estados Unidos, como en los territorios coloniales de Gran Bretaña y Francia, las experiencias de reforma se correspondieron con el patrón general: en Kenia y Argelia, los ejércitos imperiales fueron movilizados para aplastar las revueltas anticoloniales basadas en lo rural y, eventualmente, para negociar las transiciones neocoloniales. De este modo, en general, las reformas agrarias, bajo los auspicios imperiales desde 1946 hasta 1959, se controlaron y limitaron (e, incluso, se invirtieron) en todos los casos, excepto en el este asiático. Allí se combinaron con la represión y pretendían asegurar y estabilizar la reproducción del capitalismo periférico en el contexto de la Guerra Fría. Querer adaptarlas a una categoría “redistributiva” sería defectuoso o tangencial respecto de la realidad.
El siguiente ímpetu llegó con la Revolución Cubana. Esto alimentó una nueva ola de militancia en América Latina, obligando al gobierno estadounidense a actuar también en contra de los remanentes feudales del continente. Bajo la bandera de la Alianza para el Progreso, lanzada en 1961, se ejecutó una serie de reformas agrarias redistributivas, generalmente en contra de los deseos de las clases dominantes locales. Una vez más, sin embargo, el objetivo era poner en marcha una estrategia de reforma de cooptación controlada, creando una pequeña burguesía agraria conservadora y reprimiendo a los excluidos (de Janvry, 1981; Petras y Veltmeyer, 2000). No obstante, a mediados de la década del sesenta, el nuevo reformismo estaba estancado, en contra de la militancia que proliferaba en las zonas rurales y debido al realineamiento de los modernistas y los burgueses reaccionarios. Bajo estas circunstancias, los Estados Unidos cambiaron la política agraria y se alejaron de la redistribución de la tierra, manteniéndose a favor de la modernización social y tecnológica de los latifundios. Todo ello, si lo hubiesen considerado necesario, combinado con el apoyo a las dictaduras militares. De esta manera, una serie de golpes de estado, desde en Brasil en 1964 hasta en Chile en 1973, proveyó un marco político para la reorganización de las agriculturas de América Latina, a fin de modernizarlas con una redistribución limitada y sin el desplazamiento de las clases dirigentes nacionales, de integrarlas al complejo agro-industrial estadounidense y de mantener la acumulación volcada hacia el exterior. En el sur de Asia se estaba lanzando, a la par, la misma reorganización “pasiva” de la agricultura a través de la revolución verde, especialmente en el norte de la India. Mientras tanto, más al este, en Vietnam, los Estados Unidos intensificaban su agresión contra un potente movimiento de liberación nacional, en tanto en África, movimientos similares generaban por sí mismos luchas armadas contra el dominio colonial y la supremacía blanca en Guinea Bissau, Angola, Mozambique, Namibia, Zimbabwe y Sudáfrica (todos, excepto el último, eran de base rural).
Para reiterar, el período anterior a la liberalización fue tanto de “redistribución” como de “construcción nacional”. Mientras éstos eran los modelos de desarrollo prevalecientes, el determinante del cambio era la lucha de clases en la estructura centro-periferia bajo las condiciones de la Guerra Fría. En este punto, es posible hacer algunos comentarios adicionales. Primero, las luchas sociales de base rural han instigado la transición de la agricultura hacia el capitalismo en todo el mundo, un movimiento caracterizado mayormente por la transformación de las grandes haciendas en cultivos capitalistas, junto con otras tendencias (que especificaremos en la sección siguiente). Segundo, toda la experiencia del reformismo de posguerra acabó en los setenta con los programas de “desarrollo rural integrado” que, administrados por las agencias globales, sirvieron como un subsidio mínimo para la reproducción social del proletariado y del semiproletariado rural a escala global. Tales políticas, así como otras alternativas más radicales, frenaron la rápida proletarización (De Janvry, 1981; Harriss, 1987). Tercero, las medidas reformistas que salvaguardaron el estatus político y económico de las clases dominantes y les permitieron tomar la dirección de la reforma nuevamente al tipo de acumulación volcada hacia el exterior han fallado por completo. Como lo ha expuesto Atilio Borón: “La historia enseña que, en América Latina, para hacer reformas, se necesitan revoluciones” (2003: 205), y esto puede, ciertamente, ser generalizado. Mientras las revoluciones pueden no estar previstas en estas circunstancias, el punto para resaltar es que los acercamientos economicistas a la reforma agraria (Berstein, 2003) continuarán siendo limitados a menos que las dimensiones políticas de reforma sean tomadas seriamente y quebrado el poder político del gran capital (1).
El siguiente período de desarrollo, basado en el mercado, desde la década del setenta al presente, alejó el modelo de la reforma agraria de la redistribución. Este tramo comenzó con el golpe de estado en Chile y alcanzó su altura simbólica en América Latina en 1992 con la enmienda del artículo 27 de la Constitución mexicana, que había protegido la reformada tierra comunal desde 1917 (consecuente con la Revolución de 1910-1920). El comienzo del pensamiento reaccionario se expresó por medio de la doctrina económica neoclásica, y llamó tanto a la restitución de la tierra en los sectores reformados a los anteriores dueños de las tierras como al establecimiento de títulos individuales en los sectores que eran comunales/indígenas, colectivizados o de propiedad estatal. Este marco político se expandió a lo largo de América Latina, Asia y África con el ajuste estructural y, más tarde, a Europa del Este, luego del colapso del bloque Soviético (Szelényi; 1998). Aunque la implementación actual ha sido desigual –más significativa en los sistemas de tenencia en América Latina y Europa del Este que en los de África– el impacto ha sido trascendental. Este marco político fue modificado en los noventa, cuando la reforma agraria regresó a la agenda, junto con la “pobreza”, bajo los auspicios del Banco Mundial (Binswanger et al., 1993), combinando la doctrina económica neoclásica con un populismo minifundista renovado (ver la crítica que ofrece Bernstein, 2002). Como analizaremos en detalle más adelante, la nueva agenda ha buscado redistribuir la tierra por medios mercantiles o, de otra manera, proveer el “acceso a la tierra” (por ejemplo, mediante los mercados de alquiler). Este último cambio de los acontecimientos ha sido erróneamente dignificado como la “tercera fase” de la reforma agraria en América Latina (De Janvry, Sadoulet, Wolford, 2001), puesto que no constituyó un quiebre respecto del período que comenzó con Pinochet.
Una vez más, sin embargo, no ha sido el modelo de la reforma agraria el que ha manejado el curso de los eventos, sino la lucha de clases en los albores de la Guerra Fría y sus últimos años. Así, al mismo tiempo en que América Latina se estaba por abordar el ajuste estructural, los sandinistas nicaragüenses lanzaron la última revolución de la Guerra Fría en América Latina con una agenda agraria radical. Las fuerzas con- trarrevolucionarias organizadas por la CIA pelearon contra ella encarnizadamente y, finalmente, la socavaron. Una década después, luego del fin de la Guerra Fría, los zapatistas iniciaron una lucha armada en el sur de México, que coincidía con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por su sigla en inglés) y que exigía tierras, la autonomía indígena y la democracia nacional. Como contrapartida, recibieron una combinación de represión militar y de promesas incumplidas por el Estado mexicano. Luego, en África, Zimbabwe cerró el siglo con un movimiento de ocupación de tierras militante, liderado por veteranos de guerra por la liberación nacional, que también buscaba una redistribución radical de la tierra. Ciertamente, la relativa insignificancia geopolítica de Zimbabwe en el contexto posterior a la Guerra Fría permitió un espacio de maniobra (2). Pero, el punto no es que el sur de África, o Zimbabwe en particular, sea “excepcional” (Bernstein, 2002), sino que la base social para la reforma agraria existe en todos lados y es explosiva. Por consiguiente, las demandas que consideran “el fin de la reforma agraria” son extrañas; ha ocurrido una derrota generalizada de fuerzas progresistas, pero de allí no se siguen conclusiones históricas mayores. Es más, como veremos, las fuerzas progresistas están llevando a cabo una reorganización significativa, cuya base social se localiza, primordialmente, en las zonas rurales.
Es necesario un comentario final que tenga en cuenta las conexiones conceptuales entre la tierra y la cuestión agraria. Allí donde la resolución de la cuestión agraria esté atada a la transformación industrial, la cuestión de la tierra se dirigirá más inmediatamente hacia el tema de la redistribución del suelo y a los asuntos relacionados con su tenencia y utilización (Moyo, de próxima aparición). En las regiones con un pasado de cultivo y un sistema de terrateniente a gran escala, a saber, América Latina, Asia y el sur de África, las problemáticas de la tierra y agrarias son usualmente tratadas como sinónimas y, a menudo, se combinan con asuntos de derechos indígenas (por ejemplo en Zimbabwe y México). Mientras las diferencias entre estas dos cuestiones deberían mantenerse, es verdad que la reforma agraria, sin la reforma de tierras y debido a las razones políticas y económicas relacionadas con la transformación estructural y el desarrollo de amplia base del mercado interno, no es realista. En el caso específico de África tropical, muchas veces se dice que no hay una cuestión de la tierra, sólo una cuestión agraria (Mafeje, 1997) (3). A pesar de que el África tropical pueda no compartir la historia del capitalismo colonizador del África del sur, ha llevado a cabo una integración colonial y poscolonial de la producción generalizada de bienes básicos, y ha experimentado las presiones y tendencias típicas de la alienación de la tierra y de la concentración del capital, ambas dentro y fuera de las áreas comunales, donde prevalece la tenencia estatal y libre (Moyo, de próxima aparición). Estas tendencias se han profundizado con la liberalización, la privatización y la presión demográfica que ha dado lugar a una situación en la que el problema de la tierra puede ser muy explosivo (como ofrece el testimonio de Ruanda). En tanto en las áreas comunales, las cuestiones de raza y de sistema de terratenientes pueden no ser pertinentes, los asuntos que sí se relacionan son potentes: la inseguridad de la tenencia, la subdivisión de la tierra y los mercados informales; la alienación y concentración, combinadas con los cambios en su utilización determinados externamente; y los sistemas patriarcales no democráticos del gobierno local para adjudicar y administrar las disputas por la tierra.
Notas:
  1. El debate acerca de la redistribución de la tierra se expandió a lo largo de un siglo. En sus inicios, puso a pelear a la ortodoxia de la Segunda Internacional contra los elementos “populistas” y de la pequeña burguesía, pero también contra otros disidentes de la izquierda revolucionaria, cuya figura más notable fue Lenin. Después de la fallida revolución de 1905 en Rusia, Lenin reconoció la importancia política y democrática de la nueva división de la tierra, especialmente del imperativo de prevenir que la oligarquía terrateniente dirigiera el curso del cambio político. Hasta hoy, el argumento contra el economicismo no ha de ser desestimado como “populista” ni como un incentivo para las cuestiones económicas. Esto último sigue siendo importante –e incluye asuntos de tipo de tenencia, organización de producción y relaciones intersectoriales– pero la economía no puede tener precedencia sobre la política.
  2. En efecto, el contraste con la década del setenta es impresionante. En esa época, Henry Kissinger se ocupó, muy claramente, de la lucha armada de base rural en el sur de África, mediante un encubierto apoyo militar y económico clandestino a los supremacistas blancos, a fin de asegurar las transiciones neocoloniales.
  3. Ha habido hasta una variante de esto en el sur de África en el contexto postapartheid (Mamdani, 1996; Neocosmos, 1993), por medio de la que las relaciones político- económicas entre los terratenientes blancos y los productores de pequeñas mercancías han sido oscurecidas y la cuestión de la tierra, en sí misma, socavada (ver crítica en Yeros, 2002b).

director ejecutivo del Instituto Africano de Estudios Agrarios, Harare, Zimbabwe. Ha publicado extensamente sobre tierra, temas agrarios y ambientales en Zimbabwe, y sur de África. Fue profesor asociado de Estudios Agrarios en la Universidad de Zimbabwe hasta 2000, y también director de varias redes de investigación e institutos en África. Actualmente era director del Consejo para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias Sociales en África (Codesria) y del Instituto Regional del Sur de África de Estudios de Políticas Publicas (Sarips).
ha sido profesor visitante en el Departamento de Economía, Universidad Federal de Paraná, Brazil. Escribió su tesis doctoral sobre la cuestión agraria en Zimbabwe en la London School of Economics. Ha sido editor de las revistas londinenses Millennium e Historical Materialism.

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