Europa:La crisis del sistema euro: análisis y alternativas


Bibiana Medialdea, Nacho Álvarez y Daniel Albarracín 

VIENTOSUR,

[Este artículo, preparado con motivo del Seminario "¿Qué hacer con el euro? La respuesta de la izquierda ante la crisis de Europa” organizado en junio de 2012 por la FIM, aparecerá próximamente, junto a otros textos, en un libro colectivo sobre el Euro editado por el Viejo Topo]

La UE como proyecto económico y político  

El proyecto de Unión Europea (UE) diseñado y efectivamente implementado por las potencias centroeuropeas –representantes de sus principales corporaciones–, dista mucho de la retórica interesada que se esfuerza en identificarlo con valores como democracia, progreso, paz o solidaridad entre los pueblos.

Aunque es cierto que gran parte de los pueblos europeos depositaron sus esperanzas en una Europa que superó el periodo de las grandes guerras desarrollando democracias liberales y un marco económico de relativa prosperidad, tal percepción no debiera difuminar el sentido económico y político que encarna la UE realmente existente. El hecho de que la población europea haya depositado en la UE y en sus instituciones (entre ellas el euro) una gran carga simbólica relacionada con el progreso y la democracia, explica precisamente que a pesar de que el proceso de construcción adolezca desde sus inicios de carencias democráticas fundamentales, se hayan aceptado sacrificios enormes en su nombre. En este contexto se entiende cómo se naturalizó sin apenas discusión el euro como la guinda de un gran proyecto de civilización que, según el pensamiento dominante, representaba la UE.

Pero más allá de la retórica y la propaganda, lo cierto es que el proyecto de las elites se ha centrado en la construcción a escala europea de un área económica más favorable para la apropiación de ganancia por parte de la clase capitalista europea y mundial. El objetivo fundamental, por tanto, era el de superar las restricciones que los marcos nacionales suponían para la maximización del beneficio. Buena parte de dicho proyecto descansó sobre el proceso de “ajuste salarial”: se trataba de, a través de diversos mecanismos, contener el crecimiento salarial en todas sus componentes –salario directo, indirecto y diferido–, mejorando de esta forma las condiciones para la rentabilidad empresarial (Sanabria, 2009). El referido ajuste salarial ha sido intensamente impulsado desde Bruselas en varias dimensiones, entre las que destacan, por un lado, las “contrarreformas” neoliberales centradas en la privatización de actividades económicas potencialmente rentables, la apertura externa de las economías nacionales y la liberalización de mercados fundamentales, entre los que cabe destacar el laboral y el financiero (Álvarez, 2012).

Además, el ajuste salarial se ha impuesto gracias a una férrea disciplina en la política económica, que ha limitado enormemente el margen de maniobra de los distintos países para desarrollar una gestión autónoma y ha forzado una orientación económica claramente favorable a los intereses del capital, especialmente del financiero.

En primer lugar, la imposición de un tipo de cambio irreversible por la existencia de la moneda única ha impedido compensar los desajustes de competitividad por la vía de la devaluación monetaria (Gutiérrez et al., 2012). En tales circunstancias (es decir, en ausencia de política cambiaria) y en un mercado mundial donde la división internacional del trabajo atribuye papeles bastante jerarquizados y cerrados, las economías europeas se ven presionadas a adaptar a la baja su política salarial para equilibrar sus cuentas exteriores. Aunque, a la luz de la experiencia, es obvio que esta política no ha conseguido reducir los desequilibrios externos, sí ha servido sin embargo para mantener una intensa presión sobre el crecimiento de los salarios en la UE; es a lo que algunos autores se refieren con el nombre de “devaluación interna”.

En segundo lugar, el marco comunitario ha ido restringiendo hasta la asfixia actual las posibilidades de la política fiscal. Desde los criterios de convergencia de Maastricht (con objetivos muy estrictos en materia de déficit y deuda pública), pasando por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (que convierte en permanentes dichas restricciones fiscales) hasta el más reciente Pacto del Euro, se ha ido institucionalizando la obligación de aproximarse al equilibrio presupuestario. Esta obligación, en un contexto de desfiscalización de las rentas del capital y de los grandes patrimonios, ha conllevado una presión sistemática sobre el gasto público y ha forzado a los estados europeos a endeudarse en los mercados. El resultado ha sido una permanente contención, cuando no deterioro, del gasto público social en la UE y un estrecho margen para políticas públicas de inversión, cruciales para la generación de empleo y la necesaria reconversión de los modelos productivos. Además, la libre movilidad de flujos financieros dentro de la UE ha causado rebajas fiscales competitivas para perseguir la atracción de capitales, lo que también ha deteriorado la capacidad recaudatoria de los Estados.

En tercer lugar, el establecimiento del euro supuso que los estados nacionales perdiesen su capacidad de imprimir dinero y comprar deuda pública a través de sus bancos centrales. El establecimiento de un único banco central, el BCE, debería haber suplido estas funciones. Sin embargo, no ha sido un verdadero banco central europeo, sino más bien un lobby de la gran banca: dicha institución tiene prohibido prestar dinero directamente a los Estados, aunque sí puede hacerlo con la banca privada. Esta prohibición ha determinado un privilegio fabuloso para la banca europea durante la última década en la medida en que –mientras ella recibía financiación ilimitada del BCE a tipos de interés reducidos– los Estados se han tenido que endeudar con esa misma banca a tipos y condiciones de mercado.

El mandato exclusivo del BCE ha sido velar por el control de la inflación (medida muy favorable para los inversores financieros internacionales), aunque fuese en detrimento de los niveles de empleo o a costa de un euro sobrevalorado que durante la última década perjudicó las exportaciones europeas. Además, la aplicación de una única política monetaria en economías con estructuras productivas tan diversas se ha traducido finalmente –vía diferenciales de inflación y de tipos reales– en un escaso control sobre el crédito intracomunitario y los niveles de endeudamiento y, con ello, en un aumento de riesgo sistémico pero también en un extraordinario negocio bancario.

El “Sistema-Euro” ha quedado así constituido como la articulación del conjunto de Tratados que apuntalan las instituciones de la UE, una política fiscal basada en la austeridad y un BCE ajeno al control democrático de los parlamentos europeos.

La Unión Económica y Monetaria (UEM) arrancó como un proyecto que pretendía unificar bajo una misma moneda economías con estructuras productivas y niveles de productividad muy diversos. En ausencia de instituciones fiscales supranacionales y de flujos interterritoriales significativos que pudiesen modificar las distintas bases productivas nacionales[1], dicho proyecto estaba abocado a la inestabilidad económica y política: shocks asimétricos en las economías de la UEM generarían crisis difícilmente resolubles en el marco de dicha unión, y agudizarían las divergencias.

De este modo, la hipótesis neoliberal por la cual la liberalización de los movimientos de capitales, la convergencia nominal y la disciplina presupuestaria y salarial bastarían para asegurar la convergencia real de las economías, ha resultado ser un mero discurso autojustificativo.

Las consecuencias de tal estrategia han resultado evidentes, tanto en lo que al deterioro de las condiciones del mundo del trabajo se refiere como sobre las políticas de bienestar públicas. Valga como ejemplo el hecho de que la remuneración de los asalariados sobre el PIB ha pasado del 59,6% al 57,2% para el conjunto de la Eurozona entre 1995 y 2012 (según datos de AMECO). Así, y en contra de la retórica oficial, la UE se ha mostrado incapaz de materializar el progreso y la democracia prometidos, acumulando una enorme deslegitimación social. Se ha revelado, de hecho, como un modelo que impide la convergencia y la solidaridad real entre países.

Las asimetrías internas como elemento constituyente del proyecto europeo 

Habitualmente se presentan las divergencias económicas y sociales existentes entre los países de la UE como una consecuencia de que el proyecto europeo aún no se encuentra desarrollado en toda su plenitud. En otros casos, dichas divergencias se han formulado como “insuficiencias” del propio proceso de convergencia. Sin embargo, un análisis de las dicotomías productivas, comerciales, financieras y sociales delata que, en realidad, éstas forman parte constituyente del proyecto de la UE, en tanto que son claramente funcionales al logro de los objetivos a los que nos hemos referido al comienzo. La llamada “Europa de dos velocidades”, o la fractura actual entre la Europa periférica y la de los Estados centrales, no son resultado de un fallo ni de un retraso en la implementación del proyecto de la UE, sino que resultan consustanciales a su diseño y propósito. Lo cual no es óbice para que, según muestra la crisis actual, estas asimetrías estructurales generen dinámicas insostenibles.

Bien es cierto que durante unos años se dio un proceso de convergencia “nominal” entre las economías europeas, sintetizado en el cumplimiento por parte de todos los países de los “criterios de convergencia” establecidos en el Tratado de Maastricht como requisito para formar parte de lo que sería la UEM. Este proceso limitaba la convergencia exclusivamente a variables monetarias (inflación, tipos de interés, déficit público y deuda pública), ignorando la puesta en marcha de instrumentos que facilitasen la convergencia real de las economías[2].

Es más, en las últimas décadas se ha producido incluso un significativo proceso de equiparación de los PIB per cápita de los países de la UE. Sin embargo, esta aproximación en los niveles de renta tampoco ha supuesto una verdadera convergencia en las estructuras económicas y financieras de los distintos países. Así, durante este periodo se han mantenido –en incluso se han profundizado en algunos casos– especializaciones productivas y comerciales divergentes en el seno de la UE (Álvarez y Luengo, 2011): mientras que Alemania y el norte se han especializado en industrias de alta tecnología, financieras y de gran distribución comercial, las economías periféricas (especialmente las mediterráneas) lo han hecho en actividades industriales auxiliares o de servicios, de mucho menor valor añadido (el caso español de “sol, playa y ladrillo” es paradigmático en este sentido).

En estas condiciones, el resultado ha sido que los países del Sur han visto degradarse su competitividad respecto a los países del centro de la UE. Habitualmente los economistas ortodoxos (incluido, por ejemplo, Krugman, 2012) atribuyen dicha pérdida de competitividad –que se encuentra en parte detrás de la crisis, al haber contribuido a la fuerte divergencia en las balanzas de pagos intraeuropeas– al intenso crecimiento de los salarios en los países del sur. Sin embargo, esta afirmación no se corresponde ni con la causa ni con la realidad. De hecho, por regla general el coste laboral unitario real se ha mantenido o ha bajado en casi todos los países de la UE, debido a que los salarios reales han crecido por debajo de la productividad. Así, según datos de AMECO, mientras que la productividad por empleado ha crecido en la zona euro un 2,1% al año entre 1995 y 2011, el salario real medio apenas creció un 1,5% anual durante este periodo. La pérdida de competitividad de los países del Sur no responde a un mayor crecimiento de los costes laborales unitarios, sino a otros factores. Entre estos destacan factores estructurales como la reducida productividad de los países del sur o la escasa reinversión del excedente producido. Desde el punto de vista de la competitividad-precio, han resultado clave las diferencias estructurales de inflación entre el norte y el sur. Así, aunque la disciplina salarial ha operado, ésta no ha bastado para asegurar la convergencia de las tasas de inflación.

Esta “inflación estructural” propia de cada país ha venido determinada por varios factores (Husson, 2012): 1) el ritmo de crecimiento de cada país (economías con un nivel de demanda interna más elevado, como la española, han presentado inflaciones más intensas); 2) diferencial salarial existente entre el conjunto de la economía y el sector manufacturero (este último suele actuar como referente del crecimiento salarial); y 3) el conflicto distributivo (particularmente vinculado al incremento de los márgenes empresariales allá donde las patronales tienen más resortes de poder para imponer precios).

¿Qué consecuencias ha tenido este diferencial estructural en las tasas de inflación? En primer lugar, se ha traducido en la pérdida de competitividad-precio a la que nos hemos referido, que ha colaborado en los crecientes déficits exteriores de las economías periféricas frente a los intensos superávits de las centrales. Pero además, los diferenciales de inflación han conllevado una divergencia creciente de los tipos de interés reales entre los países: los que necesitaban financiación externa creciente para cuadrar sus crecientes déficit por cuenta corriente se han visto favorecidos simultáneamente por tipos de interés reales muy reducidos (dada la existencia de una moneda única). Esto ha estimulado una enorme afluencia de flujos de capitales a los países del Sur. También hay que tener en cuenta que el aumento del consumo privado basado en endeudamiento registrado por las economías deficitarias (Irlanda, España, Portugal y Grecia son ejemplos claros), ha agudizado esta evolución dicotómica entre los saldos comerciales de una y otra parte de Europa.

En ausencia de moneda única, estas crecientes divergencias intraeuropeas no habrían quedado “ocultas”, ni podrían haberse prolongado tanto tiempo: los mercados hubiesen atacado las monedas nacionales de los países del sur y éstos se habrían visto obligados a devaluar.

Por otra parte, observar estas asimetrías nacionales no equivale a infravalorar el conflicto de clases en Europa. Al mismo tiempo que hemos asistido a una subordinación de la periferia respecto del centro y norte europeo, las clases trabajadoras de todos los países europeos han visto cómo se deterioraban sus condiciones de vida. Por ejemplo, la clase trabajadora alemana ha padecido duros deterioros en sus salarios y en sus condiciones laborales: no olvidemos que existen más de siete millones de minijobs en ese país y que los salarios reales por empleado retrocedieron un 0,8% entre 2000 y 2009, según datos de AMECO. Es el precio del éxito alemán en la loca carrera por exportar y captar el mercado regional europeo de manera ventajosa.

En definitiva, parece claro que el proyecto europeo no ha facilitado la convergencia real de las economías, sino que ha estimulado un patrón dual. Lo que sí ha facilitado es la “ocultación” temporal de estas disparidades crecientes, visibilizando un proceso de equiparación de la capacidad de consumo que no era sostenible, pues se apoyaba en un desmesurado endeudamiento. Una vez que estalla la crisis y las contradicciones se hacen patentes, también la distancia y el empeoramiento en las condiciones de vida salen, tenaces, a la luz.

El papel del euro en la gestación de la crisis de deuda soberana actual

En un contexto de crisis sistémica como la actual, donde son varias y de diferente naturaleza las crisis que se superponen entre sí (crisis financiera, fiscal, económica, pero también del esquema de reproducción social –cuidados, trabajo doméstico, crisis demográfica-, ecológica y de orden político) resulta obligado comenzar haciendo algunas aclaraciones que delimiten el significado y alcance de lo que se conoce como “crisis del euro”.

Por un lado, parece que la crisis del euro adopta la forma de crisis de sobreendeudamiento; un sobreendeudamiento de origen fundamentalmente privado –en 2009 incluso en Grecia la deuda del sector privado, un 57% del PIB, era mayor que la de titularidad pública (Lapavistas et al.; 2011)–. Pero como sabemos, esta dinámica que ha terminado por detonar la crisis no es exclusiva de los países de la Eurozona, tratándose, en realidad, de un proceso más general y profundo. Así, aunque la especificidad institucional y económica de la Eurozona añade contradicciones y debilidades que se expresan en una gravedad y particularidad propia, la llamada crisis del euro remite a procesos y factores estructurales que van más allá de dicha especificidad. La crisis, a finales de 2012, sigue presentando una dimensión mundial, siendo el euro su eslabón más débil.  

La ofensiva neoliberal que tiene lugar en los países desarrollados desde la década de 1980 (en respuesta a la crisis de los años setenta), despliega el proceso de financiarización. Este proceso –que en definitiva refleja la restitución del poder del capital financiero fruto de la liberalización de los mercados de capitales– constituye una huida hacia adelante frente a los problemas de rentabilidad en el ámbito productivo.

Una de las características esenciales de este proceso ha sido la progresiva acumulación de activos financieros respaldados de forma cada vez más limitada por la riqueza real producida; es decir, la acumulación de “capital ficticio”. Esta creciente disociación entre la actividad financiera –con elevadas rentabilidades y elevadísimos ritmos de crecimiento– y la actividad productiva –con una rentabilidad y un crecimiento relativamente estancados– ha resultado finalmente, como no podía ser de otro modo, insostenible. Así, el proceso de financiarización (a escala mundial y europea) ha colapsado una vez que los inversores, las instituciones financieras y las empresas han constatado que ni los beneficios obtenidos ni los ingresos familiares estaban soportando ya el valor de las acciones, los préstamos hipotecarios, las obligaciones de deuda o los títulos derivados.

Ahora bien, más allá de este marco general, el euro no ha resultado neutral en la crisis. Si una vez producido el estallido de las hipotecas subprime y la quiebra de Lehman Brothers, el euro se ha convertido en el nuevo “eslabón débil” de la economía mundial, es debido a la inestabilidad y contradicciones específicas acumuladas durante años, que han puesto en entredicho la propia pervivencia de la moneda común y han reforzado con ello la crisis económica mundial.

Según se ha explicado, la apuesta por un mercado unificado y una moneda común a partir de espacios económicos no integrados, ha generado ese esquema asimétrico aunque complementario al que anteriormente nos referíamos: dada la financiación fácil y barata para la periferia, la libertad total de los flujos financieros intracomunitarios, y la “seguridad” de la moneda común, durante la última década aparecieron economías “locomotoras” (como España) que empujaron el crecimiento de la zona euro a base de un fuerte endeudamiento, proveniente de las economías “vagones” (como Alemania) cuya demanda se vio empujada por las exportaciones hacia estas economías, reciclándose de este modo su superávit como préstamos a la periferia.

Una vez explicada la especificidad del proceso de sobreendeudamiento privado en la Eurozona, conviene detenerse a detallar la secuencia mediante la cual la situación deviene en una crisis de deuda pública. Para ello hay que tener en cuenta dos dimensiones.

En primer lugar, el impacto mecánico que la crisis tiene sobre los estabilizadores automáticos y, consiguientemente sobre el déficit y deuda públicos, es distinto en cada una de las economías europeas. Esta influencia depende de las diferentes características nacionales: la estructura impositiva, la importancia previa de la burbuja inmobiliaria como fuente de recursos tributarios o el impacto de la crisis sobre el empleo (derivado a su vez de la respectiva estructura productiva y de la política industrial). Algunos países vieron desplomarse su recaudación fiscal, deprimirse su actividad económica altamente dependiente de sectores que se paralizaron (como el de la construcción en España), y no contaron con resortes para activar una política pública de inversiones capaz de contrarrestar la crisis. Simultáneamente, estos países vieron cómo el gasto social, como por ejemplo el de desempleo, se disparaba. Efectivamente, los países periféricos (precisamente los más endeudados) son los que reproducen este patrón y por tanto trasladan a sus sectores públicos un impacto mucho mayor.

En segundo lugar, con la crisis se pone en marcha un proceso de socialización de las deudas privadas (Medialdea, 2012): las deudas privadas (por ejemplo la de los promotores inmobiliarios y la de los bancos en España) van siendo progresivamente asumidas por el Estado. Esto incrementa tanto el déficit como la deuda pública y hace que los inversores teman sobre la viabilidad de los pagos futuros. Este trasvase de pasivos supone también una generalización de la percepción del riesgo que tienen los acreedores. Así, la subida de las primas de riesgo responde a la imposibilidad de separar el riesgo soberano del riesgo bancario.

Tanto la UE como los Estados miembro han comprometido enormes sumas con los rescates de los sistemas financieros, lo que ha contribuido –y en algunos casos ha determinado– el fuerte crecimiento de los déficits fiscales.  Según datos de la Comisión Europea[3], entre el 1 de octubre de 2008 y el 1 de octubre de 2011 el volumen de ayudas efectivamente utilizadas por los bancos europeos se ha elevado a 1,6 billones de euros (el 13% del PIB de la UE), situándose las aportaciones por recapitalización y compra de activos tóxicos en 409.000 millones de euros (el 3,3% del PIB de la UE).

En estas condiciones, los indicadores fiscales se deterioran con rapidez y la credibilidad sobre la sostenibilidad futura de las cuentas públicas lo hace a una velocidad aun mayor. Los actores financieros privados, lo que viene a llamarse los “mercados”, dudan razonablemente sobre la capacidad de algunos Estados de hacer frente a sus obligaciones financieras, prevén que las deudas públicas pueden seguir creciendo aceleradamente fruto del proceso de socialización de las deudas privadas y recelan sobre la continuidad futura de una moneda común en la que se emiten activos financieros percibidos como extremadamente heterogéneos. Por estos motivos, los inversores se desprenden y especulan contra los activos financieros procedentes de las economías periféricas, lo cual empeora las condiciones en las que dichos países pueden financiarse en los mercados financieros privados. Es así como la espiral se retroalimenta y los indicadores fiscales siguen deteriorándose a la par que los pagos de intereses de los deudores se disparan. Las dudas sobre las posibilidades de pago futuro de los Estados inmersos en dichas dinámicas de endeudamiento acelerado se alimentan y, con ellas, la incertidumbre sobre la sostenibilidad de la moneda europea.



La gestión de la crisis por parte de la elite europea: una destructiva huida hacia adelante 

De momento, y cabe pensar que ese será también el horizonte a medio plazo, la orientación de la gestión de la crisis a escala comunitaria puede caracterizarse como una nueva huida hacia adelante que insiste en ahondar la espiral de maximizar los pagos de la deuda/austeridad/recesión.

Aunque dicha orientación no se expresa de forma coherente y cohesionada –hay matices de orden menor, por ejemplo, entre las consignas alemanas, las recomendaciones más suaves del FMI, o el inoperante socialiberalismo representado por Hollande que no va más allá de introducir modificaciones que corrijan superficialmente el funcionamiento del sistema euro–, sí es posible detectar una dirección clara que recuerda a la gestión de la crisis de la deuda externa latinoamericana durante los años ochenta (Medialdea y Sanabria, 2012): imposición de una interlocución claramente favorable a los intereses de los acreedores (la troika en este caso juega el papel que antaño jugara el FMI en solitario); supeditación de la gestión económica de los países deudores al objetivo prioritario de maximizar el pago de su deuda (lo que conocemos como el ajuste o las políticas de austeridad); habilitación de mecanismos institucionales dirigidos a blindar dicho objetivo anulando la soberanía económica de los países (la condicionalidad asociada a los créditos del FMI da paso a los memorándum que condicionan los rescates); y, por último, el escenario de recesión prolongada con sus correlatos en términos de destrucción económica y severo deterioro social. Cada vez hay más fundamento, de hecho, para plantearnos que estemos caminando hacia una “década perdida” europea. Pensemos que recientemente el propio FMI preveía que en 2017 Grecia registrará un PIB un 14% inferior al correspondiente al inicio de la crisis (IMF, 2012).

Para intentar garantizar a los acreedores el cobro de la deuda y evitar con ello la desvalorización del capital ficticio acumulado, Bruselas impulsa medidas que discurren en tres ámbitos complementarios: a) Los rescates, ya sean a entidades financieras privadas directamente –con respaldo estatal– o, indirectamente, mediante la financiación en duras condiciones a Estados cuyas cuentas se han visto perjudicadas en gran parte debido a los “rescates nacionales” previos de sus sectores bancarios. Estos nuevos créditos que se conceden bajo este engañoso título vienen a profundizar la socialización de las deudas privadas, vinculándose además con los otros dos ámbitos de actuación; b) La exigencia de mayor austeridad fiscal, lo que se concreta en recortes drásticos de gasto público (particularmente el de naturaleza social); y c) medidas específicas de ajuste salarial, que se materializan en reformas laborales, indexación a la baja de los salarios, desmantelamiento de la negociación colectiva, ataque a los sistemas públicos de pensiones, etc. Asistimos así a una versión moderna y europea de los ajustes impuestos por el FMI en América Latina durante los ochenta. Se trata, en definitiva, de reducir la demanda interna (vía reducciones salariales y del empleo) para garantizar que el “excedente” generado vaya a pagar la deuda (tanto nacional como externa).

Sin embargo, no conviene infravalorar la flexibilidad de la estrategia desplegada por las elites económicas y políticas. Conscientes de las consabidas debilidades del euro, su idea es intentar apuntalar la moneda única sin modificar los elementos centrales del Sistema Euro. Para ello, el Informe Van Rompuy (2012) traza una hoja de ruta que parte de la constatación de tres problemas centrales en la UEM (Ramírez, 2012): a) Los sistemas financieros nacionales pueden desestabilizar sus respectivos países, dado su tamaño y su internacionalización; b) No es posible una moneda única en ausencia de una estrecha convergencia de la política fiscal; c) Los desequilibrios macroeconómicos en la UEM ponen en riesgo la moneda única. A partir de este diagnóstico se levantan tres propuestas que actualmente copan el debate europeo.

En primer lugar, se propone la unión bancaria como fórmula para poner en común los recursos fiscales y financieros de los países miembros y recapitalizar entidades de crédito y garantizar depósitos bancarios. La unión debería contar con un único supervisor bancario europeo (el BCE) y un nuevo fondo europeo (MEDE), al cual aportan los Estados miembros de la eurozona según su peso económico. Este mecanismo de financiación (MEDE) establece que son los países rescatados los que aumentan su deuda nacional, mientras que con el anterior fondo (FEEF) eran los países que aportaban los que cargaban con un incremento de su endeudamiento (Ramírez, 2012). Conviene señalar que este cambio es claramente favorable para los acreedores, lastrando aun más la posición financiera de los países deudores. Por otro lado, se anuncia la Unión Fiscal, como  establecimiento de un sistema de “coerción fiscal” entre los Estados miembro que garantice la máxima disciplina en el gasto. Se trata, en definitiva, de profundizar e institucionalizar aún más las restricciones impuestas por el Plan de Estabilidad y Crecimiento. Pensemos, por ejemplo, que la Comisión (un ejecutivo que no se elige mediante votación directa, sino mediante complejos procedimientos indirectos), tendrá la capacidad de examinar los presupuestos nacionales antes de que sean discutidos en los Parlamentos de cada país. Por último, se plantea como necesaria la publicitada “mejora de la competitividad”, ahondando en el tradicional discurso ortodoxo que centra dicha mejora exclusivamente en la reducción de los costes laborales unitarios.

No parece demasiado probable que estas tres patas puedan darle estabilidad al euro. Además, aunque así fuera, esta estrategia de “salida de la crisis” se haría a costa de  la profundización en el ajuste sobre las condiciones de vida y de un enorme retroceso en la soberanía democrática de los pueblos. Las instituciones de Bruselas (a excepción del Parlamento europeo ninguna otra es elegida directamente por ningún tipo de sufragio) serían las que decidirían, ya de un modo explícito y formal, sobre las cuestiones esenciales en el uso de los recursos públicos.

En definitiva la UE, como proyecto de las elites europeas, no ofrece más salida que una “década perdida”, así como la continuidad de los ajustes hasta que se reabsorba el sobreendeudamiento (Álvarez et al; 2009). Es más, sabemos que esta estrategia, como ilustran el caso japonés o el mismo latinoamericano, tenderá a prolongarse en el tiempo sin lograr resultados efectivos ni en términos de reactivación del crecimiento ni de absorción total del endeudamiento; pensemos, por ejemplo, que los indicadores de endeudamiento externo que registra Latinoamérica a principios de los noventa son peores que los que en 1979-82 hicieron estallar la crisis de la deuda externa. A lo que hay que añadir, y no como un dato complementario sino como la principal objeción, que el proceso es profundamente injusto en la medida en que garantiza los intereses de los acreedores a costa del sufrimiento de la población.

En esta situación, cabe refutar cualquier argumentación que caracterice la situación como un nuevo problema de voluntades o de error en el diseño institucional de la UE. Se trata, fundamentalmente, de una cuestión de intereses: las elites financieras y los actores políticos que representan sus intereses tratan de garantizar, cuanto antes, el mayor cobro posible de deuda. Hasta que la parte deudora no sea capaz de tomar conciencia de su posición de fuerza y opte por hacerla valer, no será posible afrontar la situación de manera favorable a las clases populares.

¿La salida unilateral del euro como alternativa? 

Partiendo del análisis precedente resulta evidente que revertir la situación económica en Europa a favor de los intereses de la mayoría social requiere, necesariamente, una ruptura clara con los principios constitutivos y la lógica de funcionamiento de la UE. El fin de la moneda única tal y como la conocemos, y de la disciplina económica que impone, forman parte de ese paso necesario. La recuperación de soberanía económica –ya sea a escala nacional o europea– en los terrenos monetario, cambiario y fiscal, así como la capacidad de controlar aspectos básicos como los movimientos de capitales o la normativa que rige la actividad financiera en Europa, aspectos todos ellos directamente relacionados con la existencia del euro tal y como lo conocemos, son elementos centrales. En este sentido, compartimos aspectos fundamentales de los planteamientos de autores como Sapir (2011), Lapavitsas (2011), Montes (2010), Mateo y Montero (2012). Sin embargo, no creemos que la salida unilateral del euro sea la mejor opción a defender actualmente por parte de la izquierda española, ni pensamos que una recuperación de la soberanía económica pase necesariamente por una vuelta al perímetro político y a los instrumentos económicos del Estado-nación.

Partimos de la idea de que, además de romper con la disciplina del euro, una estrategia que priorice las condiciones de vida de la población exige llevar a cabo rupturas adicionales y complementarias. Entre ellas, cobra especial importancia el cuestionamiento de los pagos financieros asumidos por las economías de la Europa periférica. El volumen de deuda acumulado y, sobre todo, el coste financiero (los tipos de interés) al que se tienen que atender los pagos pendientes son difícilmente asumibles. No se puede y no se debe pagar la deuda en esas condiciones. Porque es injusto y porque es una losa que aniquila cualquier posibilidad de reactivación económica o protección social en las economías deudoras. La única forma viable de que los bancos de los Estados acreedores, y sus gobiernos representantes, se vean obligados a renegociar la deuda pendiente siguiendo criterios de justicia social, es que las partes deudoras (si es de forma coordinada, mejor) anuncien un impago que les permita recuperar la posición de fuerza que, en realidad, les corresponde. Ejemplos como el impago argentino o el anuncio del gobierno ecuatoriano de su disposición a ejecutar un impago parcial demuestran la eficacia de este tipo de medidas. El origen de la crisis es bancario, pero los bancos no aceptarán pagar su parte de la factura hasta que no se vean eficazmente obligados a ello.

Recuérdese, además, que buena parte de la deuda pública asumida por los estados periféricos de la UE es ilegítima (Navarro, 2012): si no se hubiese facilitado la intensa desfiscalización de las rentas del capital durante estas últimas décadas, ni se hubiesen autorizado los paraísos fiscales, los estados no habrían tenido tanta necesidad de acudir a los mercados de deuda. Por otro lado, si el BCE no hubiese tenido prohibido desde su constitución prestar a los Estados miembro (como cabría esperar de una autoridad monetaria y fiscal digna de tal nombre), éstos no tendrían por qué haberse endeudado con el sector privado. Es más, si el BCE hubiese actuado desde el inicio de la crisis del Euro comprando suficientes títulos de deuda de los países con apuros, éstos últimos no habrían experimentado las intensas subidas en sus primas de riesgo, y no tendrían que cargar ahora con estos exorbitados pagos de intereses.

En definitiva, una estrategia favorable a las clases trabajadoras precisa de una ruptura con el pago de la deuda. Ruptura que, además de legítima, es necesaria para quebrar el tercer eje básico que impide el avance hacia una alternativa social y democrática: las políticas de austeridad. Así, la única forma de interrumpir la espiral recesiva y de deterioro social que nos conduce hacia una década perdida europea es la finalización de las políticas de austeridad. Pero ese cambio político es difícil que se produzca sin la previa paralización de la sangría de recursos que supone actualmente el pago de la deuda para la Europa periférica.

Resumiendo: es necesaria una ruptura con la lógica a la que conduce el euro en este contexto, pero dicha ruptura no es la única que debemos realizar. El impago de la deuda, por un lado, y la desobediencia ante las políticas de austeridad (o los memorándum, en su forma institucionalizada), son los otros dos ejes de fractura imprescindibles. Tres elementos de ruptura que, además, se relacionan estrechamente entre sí. Por ejemplo, ¿qué margen de maniobra permitiría la salida del euro si no es porque se pretende suspender también el pago de la deuda pendiente, contraída en euros y cuyo valor se incrementaría de forma automática? El asunto a plantearse sería, más bien, por dónde y cómo empezar este proceso de rupturas diversas pero relacionadas entre sí. Llegados a este punto, el dilema práctico que pensamos debiera plantearse la izquierda es si resulta táctico apostar por la salida unilateral del euro como opción prioritaria para la movilización. La respuesta, eminentemente política, depende del contexto concreto al cual se circunscriba la pregunta. La idea que se mantiene en este texto es que, en las condiciones en las que se encuentra España a finales de 2012, dicha consigna no es la mejor entre las que tiene a su alcance la izquierda política y social.

En efecto, el actual contexto económico pero sobre todo, el político y social, nos lleva a sostener que es mucho más oportuno apostar por aglutinar fuerzas en torno a la desobediencia frente a las políticas de austeridad, así como avanzar hacia el cuestionamiento del pago de la deuda, en lugar de levantar la consigna de la salida del euro. Dicho posicionamiento, limitado a las coordenadas espaciales y temporales inmediatas y presentes, se basa en dos argumentos: estas reivindicaciones gozan de mayores niveles de legitimidad social y, además, son más propicias para establecer la necesaria coordinación política entre distintos espacios nacionales que el abandono unilateral de la moneda única.

Con estos criterios debe juzgarse la formulación de una alternativa de resistencia, de reforma radical (Buster, 2012): estos programas pueden agotarse en un periodo más o menos corto de tiempo, en función de la evolución de las circunstancias políticas y sociales, pero su importancia radica sobre todo en la capacidad que tienen de incidir en la correlación de fuerzas entre las clases sociales. La construcción de una alternativa no descansa en el diseño de una “hoja de ruta” óptima, sino en facilitar las condiciones para que las clases sociales que deben empujar esa alternativa de reforma radical acumulen las fuerzas necesarias para ello.

El objetivo de realizar rupturas, desde nuestra perspectiva política, obliga a preocuparse por la cuestión de la legitimidad. Aquí y ahora (es evidente que en Grecia, o en nuestro país dentro de uno o dos años, la situación no será equivalente), parece difícil imaginar que una propuesta de salida del euro pudiera atraer a capas mayoritarias de las clases populares y trabajadoras, que mantienen todavía, deteriorada pero vigente, la idea de Europa como referente de democracia y progreso. Y, desde nuestro punto de vista, una medida como la salida unilateral del euro requeriría de un apoyo social muy amplio, no sólo por la carga simbólica que se asocia a la moneda única, sino también por las graves consecuencias materiales que dicha opción tendría para la mayor parte de la población.

Conviene en este punto ser claros con respecto al coste económico a corto plazo que supondría la salida unilateral del euro para un país fuertemente endeudado con el exterior y muy dependiente de las importaciones para su abastecimiento básico. Una salida del euro en este caso provocaría corrimientos bancarios inmediatos, se incrementarían masivamente las fugas de capitales y, finalmente, llegaríamos al temido “corralito”. Los depósitos y ahorros de la población se depreciarían notablemente (tengamos en cuenta, además, que las grandes fortunas ya han sacado sus ahorros de los países de la periferia). Incluso con un repudio de la deuda, el Estado tendría que elegir entre que las familias trabajadoras perdieran sus depósitos y ahorros o tener que socializar buena parte de las pérdidas bancarias que se producirían (en este contexto, nacionalizar los bancos sería nacionalizar también sus pérdidas). Si la salida del euro estuviera gestionada por un gobierno como los actuales, representantes de los intereses de los acreedores, no es difícil imaginarse cuál sería la opción. Y en cualquier caso, un gobierno popular, tampoco tendría “solución buena” por la que optar. Además, como hemos avanzado, la nueva moneda se depreciaría intensamente en sus primeras semanas de vida, generando un incremento automático de la deuda externa. La dicotomía se establecería ahora entre asumir una deuda aun más gravosa que la actual (lo cual abocaría de nuevo a más austeridad) o suspender los pagos de deuda denominada en euros; lo cual evidencia la imposibilidad de lograr conquistas significativas si la salida del euro no fuera acompaña o precedida de la ruptura con la tiranía de la deuda (impago). Por otra parte, la fuerte devaluación de la nueva moneda se traduciría en un importante incremento de los precios de los productos importados. Esto no sólo podría suponer un fuerte incremento del coste de la cesta básica de las clases populares (alimentación, transporte, etc.), implicando en la práctica un proceso inmediato de empobrecimiento en términos reales, sino que frenaría las supuestas bondades de la devaluación para actuar como motor de la recuperación; ésta era, no hay que olvidarlo, una de las principales ventajas que acarrearía la salida del euro.

La salida unilateral del euro entrañaría costes económicos, sociales y políticos de una enorme magnitud a corto plazo. Ese impacto inmediato sobre una población ya muy golpeada por la crisis resulta un elemento crucial, que no se debería ignorar ni infravalorar, a la hora de considerar la oportunidad táctica de plantear dicha reivindicación. No se defiende que dichas consecuencias económicas negativas en el corto plazo impliquen la necesidad de permanecer en el euro a toda costa. Se trataría de buscar el contexto propicio y gestionar la salida de forma que las ventajas que la salida del euro implicara (ampliación del margen de maniobra y de los recursos disponibles) compensaran en el medio plazo estos impactos.

Uno de los criterios para adoptar la salida del euro y abrirse a otra moneda podría ser la posibilidad de construir un proyecto alternativo con otras economías. El punto clave entre que una salida unilateral del euro merezca la pena y no, no es únicamente un balance entre las consecuencias de la permanencia o la salida, sino la oportunidad de un horizonte internacionalista sustentado en un fuerte respaldo social, donde el paso subsiguiente sea la construcción de una nueva área económica supranacional bajo parámetros solidarios. Por tanto, el “momento” o “contexto” no puede ser identificado sólo de una manera “técnica”, como si se tratase de coger al vuelo la oportunidad que viniese dada, sino fundamentalmente política y por tanto implica promover proactivamente también las condiciones para ello.

Precisamente el segundo argumento que nos lleva a descartar la oportunidad de reivindicar la salida unilateral del euro es que esta opción actualmente dificultaría la articulación de salidas colectivas. En efecto, parece más difícil concertar o al menos coordinar salidas colectivas basadas en la suma de salidas del euro por parte de los distintos países que emprender, por ejemplo, movimientos unitarios o coordinados de desobediencia a los memorándum o hacia impagos colectivos de las deudas. En el contexto europeo actual cualquier reivindicación que quiera ser eficaz debe partir del marco nacional en el cual se expresan hoy en día las principales contradicciones y el antagonismo social. Pero su voluntad debe ser la de “empujar” ese nivel de conciencia y la de trascender en su acción reivindicativa dicho marco nacional. Tal y como expresa (Ramírez, 2012:16): “La clase capitalista europea está refundando la arquitectura institucional original que dio pie a la UE y el euro […] Evitar que semejante empresa concluya con éxito requiere, ante todo, que la clase trabajadora y la izquierda europea sean capaces de superar el marco nacional de la política y plantear alternativas globales favorables a sus intereses que tengan una dimensión continental. En un contexto en el que la política y la relación de fuerzas dentro de cada Estado nación europeo está más que nunca determinado por las dinámicas financieras y económicas a nivel europeo, la clase trabajadora se condena a sí misma al fracaso si, al contrario de lo que hace cada día la clase dirigente, no supera el marco nacional de luchas y coordina su propia política a escala europea” La salida unilateral de un país del euro atomiza más que cohesiona, a la par que invita a apoyarse en estrategias económicas replegadas en lo nacional (es el caso, de la reactivación en base a exportaciones vía devaluación de la nueva moneda). Hacer descansar una alternativa de izquierda sobre la base de una recuperación de las estrategias mercantilistas clásicas, centradas en las devaluaciones competitivas, resulta claramente insuficiente. La experiencia histórica de la década de 1930 evidencia la inviabilidad económica de esta estrategia cuando se implementa de forma colectiva y, con ello, sus enormes riesgos políticos. En un contexto en el que los diversos “intereses nacionales” confronten cada vez con mayor intensidad, será más difícil para la izquierda europea crear espacios supranacionales de solidaridad y convergencia.

En resumen, compartiendo la idea de que romper con la actual disciplina del euro es un paso necesario para la articulación de una salida social y democrática a la crisis, y que es urgente que este asunto se debata públicamente y se someta a revisión, consideramos que la izquierda del estado español no debe exigir en este momento la salida unilateral del euro. Plantear la ruptura con la actual disciplina del euro no pasa necesariamente por una salida unilateral de la moneda única, en la medida en que esta ruptura podrá tomar en el futuro formas diversas. Precisamente, las posibles formas que esta ruptura pueda adoptar dependerán de las fuerzas políticas y las legitimidades sociales que se vayan acumulando por el camino, y para ello resulta mucho más útil y prioritario avanzar en el cuestionamiento de las políticas de austeridad y del pago de la deuda. Ambos cuestionamientos, ejercidos de forma colectiva desde varios países europeos, pueden llevar a una ruptura con la disciplina del euro que no esté necesariamente abocada a refugiarse en el terreno nacional. Especialmente cuando se da, como ahora, una coyuntura social en la cual la oposición a las políticas de austeridad sí goza de una legitimidad potente, y está en marcha una campaña por la auditoría de la deuda (Albarracín, 2012), que hace trabajo pedagógico con el objetivo de fundamentar la legitimidad y legalidad del impago de buena parte de la deuda española, que cuenta con un arraigo social notablemente mayor que la exigencia de salida del euro.

[1] Debe tenerse en cuenta que el peso conjunto del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), el Fondo Social Europeo (FSE) y el Fondo de Cohesión ha sido durante la década de 2000-2010 de aproximadamente un tercio del presupuesto comunitario, es decir, apenas un 0,2-0,3% del PIB de la UE.

[2] Véase la nota 1 sobre las limitaciones presupuestarias del Fondo Europeo de Desarrollo Regional.

[3] Véase el informe Report from the Commission.State Aid Scoreboard. Report on state aid granted by the EU Member States (Autumn 2011 Update) http://ec.europa.eu/competition/state_aid/studies_reports/2011_autumn_en.pdf

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