Conflictos socioambientales: la contracara del desarrollo en América Latina


Revista Herramienta

Autor(es): Carrizo, Erica

Carrizo, Erica . Magíster en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (UBA). Investigadora de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).

1.      Neoextractivismo y conflictos socioambientales
 
El recrudecimiento de los conflictos socioambientales en América Latina en los últimos años, se asocia a la profundización de estilos de desarrollo neoextractivistas que bajo un discurso basado en la prosperidad material, el acceso al empleo y la mejora de la calidad de vida de vastos sectores de la población, promueven el desarrollo de actividades productivas extractivas las cuales no sólo están generando preocupantes impactos ambientales, sanitarios, culturales y económicos en las poblaciones que son objeto de estos emprendimientos, sino que, a su vez, resignifican las lógicas de acumulación, desposesión, exclusión y colonialismo que signaron la historia de la región desde la época colonial.
En este contexto, se observa que las diversas modalidades de extracción y explotación insustentable de los bienes naturales, están siendo acompañadas de la emergencia de intrincados conflictos socioambientales en los que se asiste a un crecientemente cuestionamiento al papel desempeñado por el poder público en la “mediación” de la apropiación público-privada de la naturaleza y en la deslegitimación, cooptación y represión de la protesta social que se estructura en torno a estas problemáticas.
En estas nuevas configuraciones que adopta el estilo de desarrollo hegemónico en la región, se reproducen los mitos asociados al “desarrollo”, en cuyo marco, la reprimarización de la economía y el valor agregado que prometen los desarrollos tecnocientíficos actuales son interpretados no sólo como una oportunidad histórica para la inserción de los países de América Latina en los mercados globales, sino también como condición sine qua non para los objetivos de inclusión social.
En este trabajo, se desarrollan algunas de las bases conceptuales en las que se apoyan los proyectos neoextractivistas de la región, partiendo de un análisis de las principales interpelaciones y debates que se estructuraron en torno a las concepciones hegemónicas del desarrollo y la sustentabilidad ambiental desde fines de la década de 1960 hasta las reflexiones e interpretaciones actuales que aporta el campo de la sociología y la ecología política, y toman especial relevancia para abordar los conflictos socioambientales de la coyuntura latinoamericana.
 
 
2.      Entre el crecimiento económico ilimitado y los límites físicos al desarrollo: las trampas de la dualidad centro-periferia
 
El concepto hegemónico de desarrollo se configuró como un dispositivo político, ideológico y científico que resignificaría las relaciones de poder en el capitalismo global y que, luego de la Segunda Guerra Mundial, encontraría en América Latina un terreno fértil para la experimentación de las denominadas “políticas del desarrollo”. Estas políticas, bajo un discurso sustentado en la prosperidad material y el progreso económico, buscaban naturalizar un supuesto continuum de crecimiento económico ilimitado, que posibilitaría la transición del subdesarrollo al desarrollo a todos aquellos países que crearan las condiciones necesarias para hacerla efectiva.
Este fue el trasfondo de la emergencia de las corrientes “desarrollistas” para las cuales los problemas económicos y sociales que aquejaban a América Latina se debían a una insuficiencia en su desarrollo capitalista, y donde su aceleración bastaría para hacerlos desaparecer. La aplicación de estas políticas centradas en la promoción de un desarrollo capitalista incremental sobre la base de un fuerte intervencionismo estatal, se inicia a fines de la Segunda Guerra Mundial en cuyo marco se profundizó el proceso de “Industrialización por Sustitución de Importaciones” (ISI) como respuesta al desabastecimiento derivado de la crisis de posguerra. Se esperaba que el proceso ISI contribuyera decisivamente al desarrollo de los países periféricos, sin embargo, una de las grandes contradicciones, que con los años cristalizaría en este contexto y que constituyó uno de los principales blancos de discusión de las “teorías de la dependencia”, podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿por qué una región que tenía los bienes naturales y el capital humano y cultural para desarrollarse seguía sumida en el atraso? (Borón, 2008).
Sobre esta plataforma, gradualmente irían cristalizando las complejas limitaciones a las que se enfrenaban los países de la región para alcanzar los niveles de ingreso y patrones de consumo de los países desarrollados. No obstante, si bien las promesas incumplidas del desarrollo comenzaban a introducir grandes interrogantes sobre la posibilidad de imitar el sendero económico de los países centrales, las cuestiones vinculadas a la explotación irracional de los bienes naturales, hasta ese momento, no eran vistas como parte constituyente de una dimensión estratégica para pensar las posibilidades de desarrollo en la región.
La publicación en 1972 del libro Los límites al crecimiento,en el que se presentaron los principales resultados de un proyecto desarrollado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) a pedido del Club de Roma, constituiría un hecho bisagra para comprender las tensiones y contradicciones que articulan dos caras insoslayables del problema del desarrollo en América Latina y el mundo entero: el crecimiento económico y la sustentabilidad ambiental. La tesis central de este informe planteaba que la acción combinada del crecimiento exponencial de la población y del consumo por habitante estaba generando una fuerte presión sobre los recursos del planeta y sobre la limitada capacidad de autorregulación y autorregeneración del ecosistema. El resultado sería un rápido y elevado aumento de la mortalidad, como consecuencia de la degradación del medioambiente. Frente a estas previsiones, el “Modelo Word III” propuesto por el MIT, mientras aseguraba que no existía posibilidad alguna de que la mayoría de los habitantes de los países en desarrollo alcancen los niveles materiales de vida de los que disfrutan los países desarrollados, proponía como solución un Estado de equilibrio político y económico: la población y el capital debían permanecer constantes. Según esta propuesta, sólo el control de la natalidad y la paralización del crecimiento económico a nivel mundial podían evitar el colapso (Herrera et al., 1977).
La respuesta latinoamericana al “Modelo Word III”, fue conocida como “Modelo Mundial Latinoamericano” (MML)[1] y sus principales resultados fueron publicados en 1977, en el libro ¿Catástrofe o Nueva Sociedad? El Modelo Mundial Latinoamericano. El MML fue el resultado de la búsqueda de estrategias alternativas a las formas de globalización hegemónicas por lo que sus aportes más novedosos apuntarían precisamente a transparentar que los problemas del desarrollo no son independientes del sistema de valores y las ideologías imperantes:
 
Cualquier pronóstico a largo plazo sobre el desarrollo de la humanidad se funda en una visión de mundo basada en un sistema de valores y una ideología concreta. Suponer que la estructura del mundo actual y el sistema de valores que la sustenta pueden ser proyectados sin cambios hacia el futuro no es una visión “objetiva” de la realidad, como a veces se sostiene, sino que implica también una toma de posición ideológica (Herrera et al., 1977: 45).
 
El MML, por otro lado, otorgaba un papel central a la variable ambiental al considerarla una dimensión constitutiva del problema del desarrollo en la periferia, que pondría en jaque la premisa universal de progreso sin límites sobre la que se asentaban las concepciones hegemónicas sobre este proceso. Esta propuesta, que enfatizaba los aspectos ideológicos y medioambientales del desarrollo, se presentó en un contexto histórico signado por fuertes debates en torno al concepto de “estilo de desarrollo”, que emergió ante la necesidad introducir las relaciones de poder de la dualidad centro-periferia como plataforma para avanzar en la revisión y resignificación de las categorías de análisis vigentes hasta ese momento.
Jorge Graciarena –uno de los autores que más trabajó la noción de estilo de desarrollo en la década de 1970 al igual que Aníbal Pinto, Marshal Wolfe y Oscar Varsavsky– lo definió como un proceso dialéctico de relaciones de poder y conflictos entre clases sociales que se derivaban de las formas dominantes de la acumulación del capital, de la estructura y tendencias de la distribución del ingreso, de la coyuntura histórica y la dependencia externa, así como de los valores e ideologías (Graciarena, 1976). No obstante, retrospectivamente se observó que el concepto de estilo de desarrollo no fue definido claramente ni se crearon las categorías de análisis que pudieran diferenciar el “estilo dominante” de los “estilos nacionales”, por lo que el estilo se confundió con la etapa de desarrollo capitalista de expansión transnacional de las décadas de 1960 y 1970, que convivía con la permanencia de modalidades precapitalistas y tradicionales en los países periféricos (Gligo, 2006: 9).
En este marco, la introducción de la perspectiva ambiental comenzaba a interpelar las ideas hegemónicas sobre el desarrollo, transparentando no solo los condicionamientos que el medioambiente imponía a la premisa de crecimiento económico ilimitado, sino también la gravedad de las consecuencias que la consecución de estos supuestos podía acarrear en términos ambientales y sociales (Sunkel, 1980).
Esto derivaría en una crisis del estilo de desarrollo hegemónico, que mostraría con contundencia su capacidad para combinar el crecimiento económico con el deterioro social y la degradación ambiental (Castro Herrera, 1996: 90), frente a lo cual surgiría la necesidad de definir un nuevo paradigma de desarrollo que incorporara como dimensión constituyente la sustentabilidad ambiental y social del desarrollo (Guimarães, 1994: 41).
No obstante, la falacia del desarrollo sería redefinida a finales de la década de 1980 y principios de la década de 1990, en términos de “desarrollo sustentable”, y a partir de ese momento, legitimaría perspectivas reduccionistas orientadas a demostrar que es posible resolver los problemas de la crisis ambiental sin alterar la estructura de poder global y las relaciones de dominación y explotación asociadas.
 
 
3.      De la sociedad industrial a la sociedad del riesgo: hacia el reconocimiento de la incertidumbre y el conflicto socioambiental
 
Según Ulrich Beck (1996), después de una primera etapa de “modernización simple”, en la que predominó la creencia en la sustentabilidad ilimitada del progreso económico de la mano del desarrollo técnico, nos encontramos, ahora, transitando una etapa de “modernización reflexiva” caracterizada por la emergencia de la “sociedad del riesgo” que describe como la contracara de la obsolescencia de la sociedad industrial. Esta sociedad designa una fase del desarrollo de la sociedad moderna en la que los riesgos sociales, políticos, económicos e individuales,[2] tienden a escapar de las instituciones de control y protección de la sociedad industrial. Otro de sus rasgos más distintivos radica en que al problema de la distribución de los “bienes” se superpone el de la distribución de los “males”, los cuales se vinculan a la prevención, control y legitimación de los riesgos asociados a la producción de bienes y a las amenazas que supone el avance de la modernización (Beck, 1996: 18-19).
En el marco de esta sociedad del riesgo, es posible identificar la emergencia de fuertes tensiones y contradicciones que interpelan los valores predominantes en la sociedad industrial, e introducen una nueva “agenda” que involucra cuestiones asociadas a los derechos humanos, la diversidad cultural, las modalidades de la democracia y la gestión y control de los bienes naturales.
En relación a este último punto, es importante señalar que las modalidades de desarrollo predominantes tanto en los países centrales como en América Latina, se encuentran fuertemente asociadas a una desigual distribución del riesgo ambiental siendo las áreas geográficas que coinciden con los sectores sociales económicamente desfavorecidos, las más afectadas. En este sentido, es importante remarcar que el término “riesgo” designa a un peligro bien identificado asociado a un evento o a una serie de eventos perfectamente describibles. En algunos casos, es posible calcular la probabilidad de ocurrencia de los mismos en base a la aplicación de instrumentos estadísticos a observaciones sistemáticas, dando lugar a una probabilidad “objetiva”, mientras que en otros, en ausencia de estas observaciones, las probabilidades asignadas dependen del punto de vista, los sentimientos y las convicciones de los actores, estas son las denominadas probabilidades “subjetivas” (Callon, Laucomes y Barthe, 2001: 19).
En Argentina, por ejemplo, en el ámbito urbano, esta desigual distribución del riesgo ambiental se transparenta en la falta de servicios sanitarios adecuados; la contaminación del suelo, en el caso de los asentamientos y villas de emergencia; la carencia de agua potable; la ausencia de sistemas de recolección y deposición final de los residuos; la contaminación de las napas de agua; la convivencia con áreas de riesgo tecnológico; la falta de infraestructura y equipamiento; y el asentamiento poblacional en áreas inundables que contribuye a incrementar el nivel de vulnerabilidad y el riesgo a experimentar catástrofes ambientales por parte de los actores sociales afectados (Merlinsky, 2006). En un ámbito que podríamos denominar como rural-descentralizado, el riesgo ambiental generalmente se encuentra vinculado a las externalidades que resultan de actividades productivas extractivas, siendo algunos ejemplos paradigmáticos de estos casos en nuestro país: las consecuencias ambientales y sanitarias asociadas al monocultivo de soja transgénica, la megaminería o la extracción de hidrocarburos no convencionales.
Esta desigual distribución del riesgo ambiental está estrictamente vinculada a la emergencia de lo que se ha dado en denominar “conflictos socioambientales”[3] los cuales involucran procesos interactivos entre actores sociales movilizados por el interés compartido en torno a los bienes naturales, que se constituyen como construcciones sociales que pueden modificarse en función de cómo se los aborde, cómo se los conduzca, cómo se los transforme y cómo se involucren las actitudes e intereses de los actores en disputa (Seoane / Taddei / Algranati, 2013: 42).
Otro de los aspectos que adquiere especial relevancia en el análisis de los conflictos socioambientales es la noción de “incertidumbre”, la cual de alguna manera, señala la certeza de que nuestro conocimiento de la realidad es limitado, por lo que una multiplicidad de posibles eventos que estamos incapacitados de prever, e incluso conceptualizar, pueden ocurrir: “sabemos que no sabemos, pero eso es casi todo lo que sabemos” (Callon / Laucomes / Barthe, 2001: 21).
De esto se deduce que la complejidad e imprevisibilidad de los escenarios que pueden ser objeto de disputas socioambientales determinan que no necesariamente sea posible anticipar las potenciales consecuencias –la especificidad de la contaminación y la degradación ambiental, de los problemas sanitarios, del desplazamiento territorial de las comunidades locales, de la apropiación y control de los bienes naturales con la participación de capitales extranjeros, etc.–, dado que el conocimiento que disponemos no sólo es incapaz de describir todas las derivaciones posibles, sino que también se encuentra imposibilitado de dar cuenta de las interacciones que pueden desencadenarse entre las múltiples dimensiones que configuran una problemática socioambiental dada. En este sentido, es importante señalar el papel desempeñado por el conocimiento científico y tecnológico en la descripción e interpretación de los riesgos asociados, y sus posibles impactos, reconociendo el hecho de que no pocas veces suele ser objeto de una clara manipulación orientada a sustentar abordajes sesgados y reduccionistas de las problemáticas socioambientales, que encuentra precisamente en la “incertidumbre” una herramienta útil para favorecer los intereses políticos y económicos de los actores con poder de coerción (multinacionales, Estado, lobbies con intereses económicos, industriales o geopolíticos según los casos).
Un ejemplo paradigmático que transparenta la gravedad de estos “juegos de manos” en la definición y el reconocimiento científico del riesgo y la incertidumbre, lo configura uno de los principales argumentos utilizados por los defensores de los cultivos transgénicos, que podría expresarse como “la ausencia de evidencia científica” de efectos nocivos en la salud (como por ejemplo, reacciones alérgicas, daños en tejidos digestivos, etc.) que podría generar el consumo de alimentos que contienen derivados de transgénicos, y que se orienta a legitimar “objetivamente” la supuesta “seguridad” de estos productos. De esta falacia se deriva el supuesto, igualmente falaz, de que si no hay experimento que demuestre los posibles impactos negativos, la posibilidad del hecho simplemente no existe, cuando es innegable que la ciencia no sólo define y construye los problemas a los que elije responder, sino también los métodos y “pruebas” que permiten legitimar sus explicaciones. En términos generales, las problemáticas socioambientales que tienen un fuerte componente tecnocientífico, constituyen ejemplos tangibles no sólo de la desigual distribución del riesgo ambiental asociado, sino también de la desigual “distribución de los excedentes” y la “desigual vulnerabilidad legal” que cristalizan en el marco de estos conflictos. Pensemos, por ejemplo, en las herramientas legales con las que cuenta la multinacional Monsanto para defender la protección de las patentes de sus desarrollos científicos y tecnológicos y las que poseen las comunidades campesinas y los pueblos originarios en la defensa de sus tierras, o lo que resulta más imperativo, de sus condiciones básicas de supervivencia. Este uso “ideológico” de la incertidumbre, que se hace desde ciertas franjas del ámbito tecnocientífco, agrega otro nivel de complejidad a las posibilidades de un abordaje integral y resolución de los conflictos socioambientales, en los que la incertidumbre que medía entre el conocimiento “objetivo” y las decisiones que afectan el uso del territorio puede ser objeto de la producción de un espacio de poder (Lefebvre, 1974), que en la especificidad de sus constructos, inaccesibles para las mayorías, encuentra las condiciones de posibilidad para promover, subrepticiamente, intereses políticos y económicos concretos.
 
 
4.      El neoextractivismo progresista: el resurgimiento del desarrollismo bajo la retórica de la inclusión social
 
La coyuntura de América Latina nos posiciona hoy ante un escenario caracterizado por notables cambios sociopolíticos donde confluyen, por un lado, oportunidades históricas en la lucha por la autonomía y la soberanía en la definición de las políticas públicas, y por otro, innegables contradicciones vinculadas a la orientación y consolidación de los estilos de desarrollo promovidos por los países de la región asociados al ascenso de proyectos neoextractivistas.
Si bien estos proyectos presentan profundas diferencias en términos de estructura socioproductiva, riqueza social y patrones de distribución, poder geopolítico y matriz científico-tecnológica, comparten un patrón de desarrollo económico basado en la extracción de bienes naturales destinados a la exportación que se ha dado en denominar “neoextractivismo progresista” (Gudynas, 2011).
En el marco de estos procesos extractivos es posible identificar, por un lado, el papel cada vez más protagónico que han adquirido los nuevos movimientos sociales que coinciden en su oposición a la profundización del estilo de desarrollo capitalista en la región, y por otro, la promoción de un desarrollo científico y tecnológico puesto al servicio de los requerimientos de las actividades extractivas en el ámbito de los agronegocios, la explotación minera y de los hidrocarburos, la exploración de nuevas fuentes de agua dulce, la búsqueda de nuevas aplicaciones asociadas a la biodiversidad y la bioprospección. Esto se traduce en la demanda de investigaciones y desarrollos tecnológicos, muchas veces solventados con fondos públicos, destinados a impulsar nuevos procesos productivos de particular interés para la industria farmacéutica, la producción de alimentos y la extracción de hidrocarburos no convencionales. La inscripción de estos desarrollos científicos y tecnológicas en el marco de la expansión del capitalismo en su fase imperialista (Borón, 2012) los convierten en una herramienta que profundiza radicalmente no solo los procesos de mercantilización y patentamiento de la vida, sino también las diversas modalidades de “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004).
Estos proyectos neoextractivistas se basan en una ecología del desarrollo, en la que la centralidad adjudicada al crecimiento económico queda justificada en la necesidad de aprovechar las ventajas naturales comparativas de la región en la coyuntura internacional. Sobre este trasfondo, la cuestión ambiental es “resignada” a la profundización de un modelo de desarrollo que en la falsa dicotomía entre lo social y lo ambiental, encuentra otra de sus pretendidas justificaciones, y que podría traducirse como el “sacrificio” de los bienes naturales en pos de un crecimiento económico que se constituye como condición necesaria –y excluyente– para el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Otras de las características distintivas de estos proyectos, las configuran el papel central asignado al Estado en la captación del excedente generado en las actividades extractivas y la orientación de parte de esta renta al financiamiento de otras actividades económicas, fracciones empresarias y políticas sociales. Si bien el crecimiento económico, el sostenimiento de planes sociales, la reducción del desempleo y un mayor acceso a bienes de consumo completan este panorama que contribuye a la adhesión electoral de muchos de los gobiernos “progresistas” (Gudynas, 2012: 131), la experiencia en curso constata una reactualización de la matriz de acumulación neoliberal, que genera nuevos problemas sociales, ambientales, políticos y culturales que agudizan las lógicas de desposesión (Seoane / Taddei / Algranati, 2012: 269).
Por otro lado, la profundización de estos proyectos neoextractivistas derivan en la promoción de estilos neodesarrollistas que recuperan la retórica y los lineamientos programáticos de las teorías desarrollistas de las décadas de 1960 y 1970, y se caracterizan por una marcada apertura al mercado internacional y una creciente pérdida de control social de los bienes naturales, objeto de esta nueva ola de reprimarización, que, en algunos casos, involucra la asociación público-privada –las llamadas “nacionalizaciones”– entre los gobiernos nacionales y empresas multinacionales en la gestión de las actividades extractivas.[4] A través de estas nuevas modalidades de apropiación, el neoextractivismo termina reproduciendo la estructura y las reglas de funcionamiento de los procesos productivos capitalistas, volcados a la competitividad, la eficiencia, la maximización de las ganancias y la externalización de los impactos sociales y ambientales (Gudynas, 2012: 133).
En este escenario, el Estado pasa a configurarse como garante y promotor de nuevos mecanismos de desposesión, avalado por la legitimidad que le otorga su responsabilidad de avanzar en el camino de la inclusión social, que no obstante, queda desdibujada frente a la explotación laboral y el desplazamiento territorial a los que son sometidos los grupos sociales más desfavorecidos. La cuestión ambiental, en este contexto, habitualmente es tratada apelando a estrategias argumentativas que, por un lado, afirman que los conflictos ambientales no deben obstaculizar los procesos productivos que configuran las fuentes de divisas, y por el otro, basan la defensa de las actividades extractivas en la supuesta “seguridad”, ambiental y sanitaria, que ofrecen los “informes de impacto ambiental” que son exigidos en el marco de estos procesos. En términos generales, se privilegia una postura que podría asociarse a lo que Anthony y Denise Bebbington (2009) definen como “ambientalismo nacionalista-populista” y que se preocupa, sobre todo, por la cuestión del acceso y el control de los bienes naturales: es nacionalista, porque busca mayor control nacional sobre el medioambiente y las ganancias que este genere, y es populista, porque buscar que estas ganancias sirvan “al pueblo”.
Esta mirada reduccionista de la cuestión ambiental, que caracteriza a los proyectos neoextractivistas, contrasta con las resistencias populares que surgen asociadas a los conflictos socioambientales, identificándose con lo que Joan Martínez Alier (2002) define como “ecologismo de los pobres o movimiento de justicia ambiental” y que agrupa a actores sociales que reclaman por la accesibilidad y la regulación de los bienes naturales de su entorno, y que están siendo afectados.
Estos conflictos, muchas veces surgen más por el control de las economías regionales que por la conservación de los bienes naturales, por lo que en estos casos, no solo estarían en disputa los impactos ambientales, sino también las consecuencias económicas, sociales y culturales y el respeto por los sistemas de vida locales y el control de los territorios (Sabatini, 1997: 89). De algún modo, estos conflictos expresan las contradicciones que emergen de las distintas maneras de entender el desarrollo, la democracia y la sociedad deseada que transparentan los actores sociales que entran en pugna en estos procesos.
Si bien, en términos generales, la salida a estos conflictos puede estar mediada por procesos de negociación ambiental, la lógica que caracteriza a los proyectos neoextractivistas habitualmente conlleva medidas antidemocráticas orientadas a reprimir y criminalizar la protesta social, frente a la recurrente negativa de los movimientos sociales a aceptar “arreglos compensatorios” y a su apuesta por redefinir “las reglas del juego” (Bebbington & Bebbington, 2009: 118) sobre la base de procesos de debate y participación popular.
A su vez, se observa que el gran poder de coerción que los gobiernos nacionales implementan en el marco de los conflictos socioambientales que caracterizan la coyuntura latinoamericana representan grandes dificultades para la expresión ciudadana sobre la gestión de estas problemáticas, cuando paradójicamente, fue precisamente América Latina, a fines de la década de 1970 y principios de la década de 1980, el territorio en el que los movimientos sociales pasaron a ocupar un papel protagónico en los procesos de democratización que experimentaron los países de la región, en los que se debatieron formas de participación social que permitieran ampliar la participación ciudadana y transformar la situación de vulnerabilidad de los grupos sociales minoritarios, dando lugar a innovaciones institucionales que posibilitaran la verdadera expresión del poder popular a través del proceso democrático (Santos, 2004: 49).
En esta particular configuración del conflicto socioambiental, el poder del Estado se constituye entonces como un claro obstaculizador de las “estructuras de movilización” (Alonzo y Costa, 2002) de los grupos sociales afectados, cerrando las posibilidades de promover un debate amplio sobre las contradicciones estructurales y coyunturales que condicionan estos procesos. A esto se suma la connivencia del accionar de las empresas, los medios de comunicación que soslayan ampliamente la cobertura de la problemática ambiental e incluso la propia comunidad científica que, si bien toma como objeto de estudio las particularidades y dinámicas de estos conflictos, muestra un grado de participación escaso en las luchas sociales por la búsqueda de salidas y nuevos mecanismos de participación que expresen la opinión popular.
 
 
5.      Un desarrollo que expulsa y marginaliza no es desarrollo
 
Las particularidades que adoptan los conflictos socioambientales en América Latina , y la contundencia de los impactos sociales y ambientales que derivan de esta desigual distribución de fuerzas, donde el Estado juega un papel central en la explotación de los bienes naturales en nombre del “desarrollo” y la inserción en la “economía global”, dan cuenta de los enormes desafíos que debemos asumir como sociedad a la hora de abordar los conflictos, tensiones y contradicciones que atraviesan las oportunidades que hoy tiene América Latina para redefinir los horizontes y los senderos de desarrollo que elige transitar.
Sobre esta plataforma, el poder público no sólo pasa a adoptar una configuración sin precedentes en la apropiación y control de los bienes naturales como eje fundamental de sus políticas económicas, sino que, también, desempeña un rol clave en la marginalización y contención de la protesta social asociada a los conflictos, que de modo creciente emergen en torno a las actividades extractivas que conforman el corazón de los estilos de desarrollo que predominan en la región. Bajo un discurso sustentado en una resignificación de los mitos del desarrollo y orientado a exaltar las oportunidades históricas que un escenario de crisis internacional ofrece para los objetivos de integración y autonomía latinoamericana, los proyectos enmarcados en el “neoextractivismo progresista” avanzan en la destrucción de los bienes naturales introduciendo grandes interpelaciones sobre las posibilidades que estos proyectos abren para experimentar un verdadero proceso de democratización en torno a la gestión y regulación de la cuestión ambiental.
Las innegables amenazas para los modos de vida y producción alternativos, que derivan de la profundización de estos procesos, hacen necesario desmantelar los componentes retóricos, las bases conceptuales y las opciones ideológicas de los estilos neoextractivistas que, mientras exaltan la necesidad del crecimiento económico para los fines de la inclusión social, reactualizan la concepción hegemónica del desarrollo, proponiendo, para América Latina, la salida al colapso que defendían los voceros del capitalismo central en 1970: el desarrollo de algunos siempre implicó el sacrificio de otros.
 
 
 
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[1]. El Modelo Mundial Latinoamericano (MML) surgió de un trabajo desarrollado por un grupo interdisciplinario de especialistas de la región dirigidos por el Dr. Amílcar Herrera. 
[2]. Según Ulrich Beck, los problemas de riesgo se caracterizan por no tener soluciones inequívocas -dada la  ambivalencia que los atraviesa-, lo cual deriva en el agotamiento de la fe ciega en la factibilidad técnica (Beck, 1997: 22). 
[3]. También denominados “conflictos ambientales”, los cuales emergen cuando un conjunto de actores sociales plantea demandas en el terreno político en torno a la apropiación social de bienes de la naturaleza o donde se pone en juego un argumento ambiental, si bien estos reclamos pueden estar mediados por otras demandas de naturaleza social, económica y cultural. La nominación ambiental se establece cuando en la dinámica contenciosa, los actores utilizan argumentos ambientales, aun si estos no son los prevalecientes (Merlinsky, 2013: 40). 
[4]. El caso de la asociación YPF-Chevrón, en Argentina, constituye  un caso paradigmático en este sentido.

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