Ciudades, megaeventos y acumulación por despojo

Raúl Zibechi

14 de diciembre 2012


Las grandes ciudades del tercer mundo se han convertido en espacios tan atractivos para la acumulación del capital, como las vastas áreas rurales en que se expanden los monocultivos y la minería a cielo abierto. Los megaeventos, como los Juegos Olímpicos y los mundiales de futbol, pero también los grandes conciertos musicales, son la mejor excusa para acelerar la acumulación, que va de la mano de la expulsión de los pobres o su encierro permanente en espacios controlados.

Las ciudades brasileñas, muy en particular Río de Janeiro, muestran en este momento la cara menos amable de la acumulación por despojo: intervención militar de favelas, derribo de viviendas y expulsión de comunidades que estaban asentadas desde décadas atrás en zonas ahora apetecibles para el capital. Un acto organizado esta semana por el Laboratorio de Estudio de Movimientos Sociales y Territorialidades (Lemto) permitió conocer por dentro la realidad de quienes están siendo agredidos por las obras de cara al Mundial de 2014 y las olimpiadas de 2016.

“Llegan y marcan las casas que van a derribar, igual que hacían los nazis con las casas de los judíos”, dice, con impasible serenidad, Inalva Brito, luchadora social de 66 años que integra la asociación de los habitantes de Vila Autódromo, un barrio de 450 familias en el sur de Río, lindero con la futura villa olímpica. Allí hay pobladores que integran la tercera generación de expulsados por el desarrollo, que cada vez son trasladados a lugares más alejados del centro urbano, donde no hay servicios y el transporte es muy caro.

El Morro da Providencia, el más antiguo de la ciudad erigido por ex combatientes de la guerra de Canudos a finales del siglo XIX, es un monumento a la desigualdad social. ¿Quién estaría interesado en este cerro de escaleras empinadas y callejuelas irregulares, construido a golpe de sudor por los 20 o 30 mil vecinos que lo habitan desde hace 100 años? Marcia, veterana luchadora social de la favela, nos conduce por lugares imposibles, mostrando las casas marcadas con tres letras fatídicas, SMH, iniciales de la secretaría municipal de vivienda (siglas en portugués). Cada pocos pasos aparecen lotes tapizados de escombros que denuncian la acción de las topadoras. Se detiene en un lugar, señalando que en ese sitio fue derribada una vivienda con la familia dentro. Desigualdad y violencia estatal. ¿O habría que hablar de “terrorismo democrático de Estado”? Lo más asombroso de la favela de Providencia es la construcción de un enorme teleférico que comienza en la estación de autobuses, hace su parada única en lo que fue la plaza principal del lugar (espacio de socialización y de fiestas de la comunidad, ahora destruido), para terminar del otro lado del cerro, pegado a la Ciudad de la Samba, donde las escolas do samba construyen sus carromatos y diseñan sus disfraces. La favela, que ni siquiera aparece en los mapas turísticos, será una foto-trofeo en la mochila de los turistas, mientras sus pobladores no tendrán acceso al teleférico.

El gran pecado de la población de esta favela no es el narcotráfico, casi inexistente por cierto, sino vivir junto al puerto, una zona que ahora es apetecida por la especulación inmobiliaria que pretende remodelar un área a la que ya bautizó Puerto Maravilha, en relación directa con la Cidade Maravilhosa. Los galpones abandonados serán reconvertidos en restaurantes y tiendas de lujo para turistas; los puentes y extensos viaductos serán derribados para darle un aspecto “verde”, adecuado a los gustos de los turistas del norte y del turismo interno de clase media alta. Antes de eso, como precondición de la acumulación por despojo, se instaló una enorme UPP (Unidad de Policía Pacificadora) en la zona baja de la favela, la más accesible para los carros blindados, los tenebrosos caveirãos (en referencia a la calavera, emblema de la policía militar). En sentido riguroso, por pacificación se entiende el combate a la comunidad, aunque para mantener las apariencias democráticas se usan términos como “narcotráfico” o “bandidos”, para criminalizar a toda una población que cumple siempre los mismos requisitos: pobre, marginalizada, negra.

Esta misma semana, la presidenta Dilma Rousseff anunció en París la construcción de al menos 800 aeropuertos regionales en ciudades hasta de 100 mil habitantes. En este momento funcionan apenas 66. Todos estarán ligados por autopistas con las ciudades próximas. No dio cifras, pero supone un jugoso negocio para un puñado de constructoras y la ruina de miles de familias que inevitablemente serán desplazadas. No es casualidad: las constructoras realizan los mayores aportes a las campañas electorales de los partidos. En las recientes elecciones municipales y de gobernadoras, cuatro grandes constructoras (An- drade Gutierrez, Queiroz Galvão, OAS y Camargo Corrêa) donaron 100 millones de dólares a los candidatos. Sólo Andrade Gutierrez entregó 38 millones de dólares. El PT fue el partido más beneficiado: recaudó 32 millones sólo de las cinco mayores donadoras (Folha de São Paulo, 9 de diciembre de 2012). ¿Quién puede competir con semejante poder? No los favelados, por cierto.

Un reciente estudio del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) señala que las cinco mayores ciudades del país concentran 25 por ciento del PIB nacional, y sólo tres –São Paulo, Río de Janeiro y Brasilia– 21 por ciento (Agencia Brasil, 12 de diciembre de 2012). En toda la región del sureste, la más rica de Brasil, uno por ciento de los municipios concentran la mitad de la renta. Allí, en las megaciudades, se está jugando una parte sustancial del futuro de la humanidad. Allí concentra sus baterías el capital global, impulsando aquellos actos gigantes que mayores beneficios le rinden, a corto y largo plazos. Los que resisten son sistemáticamente acusados de delincuentes.

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