Crónicas del genocidio #10


Sobre los últimos comunicados públicos. El error histórico de Gustavo Porras y compañía.
Rodrigo Véliz Estrada
Centro de Medios Independientes (CMI)
El juicio por genocidio ha generado un momento único. Sacó a la palestra temas y problemas centrales en la constitución histórica de nuestra sociedad. Temas y problemas que usualmente se debaten en pocos espacios, y generalmente entre personas que ya tienen puntos de vista afines. Que diferentes grupos del país se estén pronunciando públicamente al respecto es una cuestión importante y, por mucho, sana. De eso se trata el vivir en sociedad.
No es para menos. Los inicios de la década de los ochenta tienen un profundo significado histórico para el país. Como se recordará, en esos años una crisis orgánica, una crisis compleja de diferentes niveles y expresándose en diferentes espacios, carcomía desde dentro a nuestra sociedad. Y como en todo momento de crisis, problemas sustanciales estaban en la bandeja de las disputas.
El control militar del Estado guatemalteco había ya comenzado a mostrar su lado más débil, el del asesinato a opositores políticos de diferentes tendencias políticas. En 1978 el número de muertos y desaparecidos por el Estado fue de 879, mientras que para 1981 era ya de 3426.1 Realizado no sólo por el Estado, incapaz incluso de centralizar la capacidad de violencia política, sino sobre todo por bandas para-militares.
La legitimidad de las dictaduras era muy pobre, como lo ejemplificaron las elecciones de 1978, donde Romeo Lucas obtuvo tan sólo el 14.6% de los votos posibles, mientras que los votos nulos, en blanco y el abstencionismo, la parte del electorado que manifiesta no estar de acuerdo con el proceso, se llevaron la victoria simbólica con un abrumador 66.7%. El fraude las elecciones de 1982, reproduciendo el mismo patrón que cuatro años atrás, no ayudó al problema. La corrupción, como acicate, era generalizada, como incluso lo admitieron los mismo militares que dieron el golpe de marzo del 82. A lo que hay que agregar la manera como el fraude del 74 a la DC, desmotivando a una base social amplia aglutinada en torno a la Acción Católica, como el del 78, hicieron claro que los grupos que habían tenido el monopolio del ejercicio del poder no estaban dispuestos a abrir espacios democráticos a ningún otro grupo, acusado convenientemente de subversivo. De esto se había beneficiado el movimiento armado, que vio cómo mucha de la gente decepcionada comenzó a engrosar sus filas. Allí se volvió finalmente en una amenaza de mediana capacidad.
Como parte de este proceso, se vivía una intensa crisis económica, que por las características como se ha organizado la producción y el trabajo en el país, agroexportación de pocos productos, vulnerables a los inestables precios mundiales, y trabajo semi servil o mal remunerado, repercutió instantáneamente en los segmentos de la población ya de por sí emprobrecida. Los salarios reales (1970=100) en la ciudad eran de 101 para 1971 y habían pasado 70 en 1977; en el área rural eran de 100 para 1972 y para 1979 eran de 54. El Producto Interno Bruto, ya en disminución con una población en progresivo aumento, se expresó por cabeza en 519.5 (precios 1970) en 1980 a 450 en 1983. La capacidad de exportación se redujo, así como el valor de lo vendido en el exterior, y con eso las importaciones se vieron disminuidas por la escasez de divisa, lo que a su vez provocó una crisis fiscal en el Estado, dada la dependencia de su estructura taxativa en estos rubros.2
Había, pues, una franca y abierta crisis.
La respuesta del Estado en ese momento, canalizada con el golpe de marzo de 1983, fue violenta. Y esto hasta la derecha extrema lo acepta. Niegan el genocidio, pero no la represión y los “excesos”, como gustan llamar a los asesinatos, selectivos o masivos, de civiles. La respuesta fue violenta y generalizada. Fueron varias las regiones, y distintos los sectores sociales (profesionales, pequeños y medianos comerciantes, estudiantes, campesinos, etc.), que de 1978 a 1983 sufrieron de esta represión. La violencia insurgente volvió esos años en un polvorín que no alcanzaba a explotar.
Esta represión, es necesario resaltar, fue masiva en la región occidental y nor-occidental, donde como se sabe hay una población mayoritariamente indígena-maya. No así en otras regiones, donde continuó siendo selectiva. ¿Fue esto una casualidad? Consideramos que no lo fue, y a lo largo de estas semanas las pruebas de diferente tipo presentadas por el Ministerio Público, a partir de diez años de recolección de pruebas, han ayudado a dar fuerza y robustez a este argumento.
Esto es importante y hay que dejarlo claro: En el argumento sobre la acusación de genocidio el elemento del racismo es central e ineludible. Y esto no quiere decir que el ejército haya arrasado con poblados solamente por ser indígena, específicamente ixil. El problema es más complejo. Habían otros elementos, políticos y sociales, en juego, pero el sesgo racista fue el que se expresó en la saña y lo masivo de la represión; en el poco cuidado con la población más vulnerable; en los desplazamientos y sometimiento mediante el hambre al regreso al control militar; en no escuchar por años sus demandas y relegarlos históricamente a la maginalidad mediante políticas de trabajo forzoso y salarios miserables, creando una inmensa atrofia productiva en el campo.
Los personajes de derecha extrema, los llamados “ultra”, han sido muy agresivos y amenazantes en sus aseveraciones. Es público y conocido su papel de instigadores a la violencia como principal manera de mediar un problema. En el juicio han visto interpeladas las acciones que realizaron durante los años más duros de la guerra. Y en esa interpelación han presionado a otros grupos para que se pronuncien al respecto. Ya presionaron para que el CACIF se pronunciara, casualmente, con la misma retórica. Y ahora lograron que un grupo de profesionales, ex funcionarios públicos de altos puestos, y otros que aún ejercen posiciones en el Ejecutivo, sacaran un comunicado público pronunciándose al respecto.
Han dicho, con una senda pobreza ética, que el juicio es una venganza política que rompe el pacto de paz, abriendo con esto, de manera implícita, un riesgoso y totalmente irresponsable campo abierto para posibles enfrentamientos a manera de respuestas.
Esto debería de preocuparnos. Primero, porque nos dice que entre los grupos que se mueven alrededor del Estado y principalmente de este gobierno, que son los que se están pronunciando, existe cierta afinidad ideológica, cultural, con los postulados de la extrema derecha. Se identifican con elementos de su discurso y, al mismo tiempo, son movidos por las motivaciones planteados por ellos.
En cualquier sociedad, los extremos deben estar alejados de la toma de decisiones. Ni un Pol Pot ni un Strössner son deseados.
En segundo lugar, y este es el punto central, el comunicado firmado por Gustavo Porras, Eduardo Stein, y otros, comete un error garrafal. El problema de si hubo o no genocidio en Guatemala, según la definición dada por la Organización de las Naciones Unidas, es uno jurídico, que sólo puede ser respondido por un Tribunal. Que Pérez Molina, Porras y AVEMILGUA afirmen que no lo hubo, que Rigoberta Menchú, Kate Doyle y Rosalina Tuyuc digan que sí hubo, no es jurídicamente relevante. El Tribunal ha conocido las pruebas y emitiría, en los próximos días, una sentencia basándose sobre las pruebas presentadas.
Por varias semanas hemos intentado informar sobre lo que ocurre en los debates públicos, y se nos ha hecho claro que ni ha habido un sesgo vergonzoso de parte del Tribunal, como lo afirman los ex-militares y familiares (y como sí ocurre en otros juicios que los han visto beneficiados) y ciertos medios de comunicación masivo, sino una pobre capacidad de parte de la defensa en el arte del litigio, y que el conjunto de pruebas es abrumador en demostrar que hubo un sesgo especial al momento de planificar las campañas militares en los territorios donde la población ixil (entre otras, acá no juzgadas) habitaba.
Si hubo o no genocidio, en lo que al juicio se refiere, es una cuestión legal.
Pero la negación del genocidio, como una sentencia política y no jurídica, porque afectará “al país” en un futuro, es de una pobreza sorprendente. Sobre todo si uno ve cuáles fueron las personas que firmaron el documento.
Más allá de lo jurídico, el problema del genocidio, y la necesidad de su debate, es de vital importancia para nuestra sociedad en el sentido de aprender de los errores del pasado e intentar solucionarlos para que no se vuelvan a repetir. El racismo está presente en nuestra sociedad y negarlo, porque el Estado guatemalteco será tachado, expresa una incapacidad de entender el momento actual y, aún más, una falta de deseo de debatir y cuestionar los aborrecedores legados que nos han dejado décadas de dictaduras, enfrentamientos de todo tipo, tradiciones serviles, incapacidad soberana, y oprobio y pobreza generalizada.
¿Qué se le está enseñando entonces a la siguiente generación? ¿A negar los problemas y desviar la mirada? ¿A ver, como en trance, hacia adelante sin aprender de lo vivido? ¿A querer cambiar pero sin mover un sólo dedo?
El pasado es vital para seguir caminando. De allí la irresponsable actitud de los que firmaron ese comunicado.
El presente es un momento de debate, de cuestionamiento, al que nos debemos sumar, comenzando en nuestros espacios más íntimos. Pero sin pasiones abrumadoras, ni sesgos dogmáticos. El debate tiene que tener en el centro la tolerancia, tiene que darse con el más sincero deseo de mejorar las relaciones básicas de nuestra sociedad y entorno, se tiene que dar con la mayor cantidad de información disponible, y se tiene que dar abiertamente. Hay que expresarse, pero sobre todo informarse de la mayor cantidad de fuentes posibles.
Negarse a debatir, como lo hacen los grupos que sólo emiten comunicados agresivos y nunca dan la cara en los foros públicos, es desear condensarse (y condenar al resto) a seguir cometiendo los mismos errores del pasado, es vivir desde el fatalismo, desde el “las cosas nunca van a cambiar”.
Lo que estos grupos no quieren es que el debate sobre este tema, y otros que abundan en nuestra sociedad, comiencen a plantearse, que se generalice el cuestionamiento, que surja el deseo de informarse correcta y no sesgadamente, que se comience a querer tomar las decisiones que nos afectan directamente. A velar por nuestros intereses más básicos, por la falta de una representatividad adecuada, por la forma en que se decide quién paga más o menos impuestos, por la corrupción, por la inseguridad y la violencia, por el ultraje y pillaje de nuestras reservas naturales, por los salarios y la inflación, por la justicia por el oprobio de las masacres.
Es vital informarse y expresarse públicamente. El debate claro sólo puede mejorar nuestra Es vital informarse y expresarse públicamente. El debate claro sólo puede mejorar nuestra situación.
El momento es propicio para hacerlo.
1 Carlos Figueroa Ibarra. 1991. El recurso del miedo. SanJosé, EDUCA, p. 139.
2 Victor Bulmer-Thomas. 1988. The political economy of Central America since 1920. Cambridge University Press, NewYork

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